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– Considérese mi invitada -le indicó él, y habría jurado que, aunque se echó para atrás, estaba deseando hacerlo-. De perdidos, al río. -Usó esta expresión porque pensó que sería la única que ella podría reconocer.

Eleanor sonrió y pestañeó. Lentamente, como una vieja cámara cuyo obturador se abriera y cerrara. El reportero se quedó inmóvil. ¿Es que en ese momento las cosas de repente habían adquirido el aspecto borroso del que Ackerley había hablado? ¿Estaba «refrescando la imagen» en ese instante?

De forma impulsiva, se recogió las faldas y se deslizó en la banqueta del piano. Sus dedos, pálidos y esbeltos, se estiraron sobre las teclas pero sin tocarlas. Michael echó de nuevo una ojeada hacia la puerta, hasta que escuchó las primeras notas de una vieja canción tradicional, Barbara Allen, que recordó haber oído antes en una versión en blanco y negro de Canción de Navidad, de Dickens. Bajó la mirada hacia Eleanor, cuya cabeza se inclinaba sobre el teclado aunque había cerrado los ojos. Se equivocó un par de veces de notas, se detuvo, y comenzó de nuevo donde se había quedado. Parecía… extasiada, como si después de mucho tiempo, finalmente se encontrara en algún lugar soñado.

Él permaneció en pie a su espalda, con un ojo puesto en la puerta, hasta que finalmente dejó de hacer de centinela y simplemente escuchó la música. Tocaba bien, a pesar de las notas ocasionales que había fallado. Era un estilo rico, muy expresivo, y podía imaginarse muy bien cuánto tiempo y cuán profundo lo había llevado dentro.

Una vez que terminó la pieza, se quedó muy quieta, con los ojos cerrados. Y cuando los abrió de nuevo, «qué verdes y vivos son», pensó Michael.

– Me temo que me falta un poco de práctica -se disculpó.

– Tiene una buena excusa.

Eleanor asintió y sonrió pensativamente.

– ¿Usted también toca? -inquirió.

– Sólo Chopsticks.

– ¿Qué es eso?

– Es una pieza muy difícil, reservada sólo para pianistas de concierto.

– ¿De verdad? Me gustaría escucharla -dijo ella, levantándose.

– No se mueva -indicó él-. No me llevará más de un momento.

Se sentó a su lado en la banqueta y mientras ella se retiraba a toda prisa, él puso los dedos índices sobre el teclado y tocó la melodía. En aquella estrecha cercanía pudo oler el aroma a jabón Irish Spring, y cuando terminó y la miró para ver si le había gustado, se dio cuenta de que había cometido un grandísimo error. Tenía las mejillas teñidas de un violento rubor casi como fuego y la mirada baja. Los hombros de ambos habían entrado en contacto y su pie le tocaba la bota, de modo que ella parecía horrorizada por aquel súbito contacto físico, pero no había querido ofenderle alejándose de él de un salto, sino que simplemente se había quedado allí sentada, esperando a que pasara el mal rato.

– Lo siento -dijo el reportero, levantándose-. No quería ofenderla. Se me había olvidado… -«¿Olvidar qué? ¿Qué hacía ciento cincuenta años lo que él había hecho se habría considerado pasarse mucho de la raya?»-. Es que, simplemente, hoy día esto no se considera…

– No, no me ha ofendido -replicó ella, con voz tensa-. Era una… pieza muy interesante. -Se alisó la falda-. Gracias por tocarla para mí.

– ¡Aquí estás! -La voz provenía de la puerta y el reportero vio cómo Charlotte, con el abrigo revoloteando sobre los pantalones de chándal y las botas de goma, suspiraba de puro alivio-. Iba a comprobar cómo estabas y cuando vi que te habías ido, imaginé toda clase de desastres.

– Me encuentro bastante bien -repuso Eleanor.

– Yo no sé si iría tan lejos -replicó Charlotte-, pero lo que sí es cierto es que la señorita va para arriba. Ya lo veo.

– Es consciente, espero, de que no puede tenerme confinada para siempre.

Charlotte mostraba el aspecto de quien no quiere abundar mucho en el tema.

– No me la has robado, ¿no, Michael? -le preguntó al hombre.

El reportero alzó las manos en ademán de inocencia y Eleanor salió en su defensa.

– No, no fue él. -Y luego añadió, como para sí misma-: Me he visto privada de muchas cosas, incluida la libertad, durante tanto tiempo, que sólo me queda ya una cosa.

Michael y Charlotte esperaron a que finalizara.

– Tengo muy claro lo que quiero.

Y él había tenido un agradable ejemplo de ello.

CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO

21 de diciembre, 15:15 horas

– VAMPIROS.

La palabra flotó en el aire de la atestada oficina de Murphy como si fuera una pieza de fruta podrida y nadie quisiera ser el primero en probarla. Darryl la había pronunciado, pero Michael, Charlotte y Lawson se limitaron a permanecer allí, atónitos, esperando que picara otro, y al final le tocó romper el impasse al jefe O’Connor.

– Vampiros -repitió-. ¿Es eso lo que dices que tenemos entre manos?

– Es una manera de hablar -continuó Darryl-. Tomé algunas muestras de Ackerley, las analicé y mostraron las mismas extrañas características que encontré en las de Danzing. -Volviéndose hacia Charlotte, añadió-: Y por cierto, son las mismas propiedades que había en la muestra que me diste para que la analizara. Una que está etiquetada como ‹E.A.›.

– Eleanor Ames -aclaró la doctora, y cuando Murphy le dedicó una mirada en plan de ‹se suponía que eso iba a ser un secreto›, ella le replicó-: Mientras sigamos trabajando a oscuras, no vamos a ir a ninguna parte. ¿Es que no podemos ponernos todos al día?

Michael estuvo de acuerdo en aquello.

– Eleanor Ames es el nombre de la mujer atrapada en el iceberg -le explicó a Darryl.

– ¿ La Bella Durmiente?

– La encontramos de nuevo en Stromviken.

– ¿Y cómo había llegado hasta allí?

– En el trineo tirado por los perros.

– Sí, vale, pero ¿quién se la llevó allí? ¿Y por qué?

– Fue por su propio pie. Con Sinclair, el hombre que estaba congelado con ella.

– No me coges el punto. ¿Quién conducía el trineo?

– Los dos están vivos -le informó Michael-. Fueron por su propio pie. Eso es lo que estoy intentando decirte.

El biólogo se echó a reír e incluso se dio un golpecito en la rodilla.

– Ah, ya, claro, claro. Creí que estábamos teniendo una reunión seria.

– Lo es -confirmó el periodista y cuando Darryl echó una ojeada a su alrededor, desde Lawson a Charlotte pasando por Murphy y vio que nadie se estaba riendo, la sonrisa también abandonó su rostro.

– Por Hala y el gran Pama¹ -comentó con aire grave.

– Por Hala y el gran Pama me parece de lo más adecuado -le secundó Murphy.

– Y ella está en cuarentena en el ala de enfermeros desde entonces -añadió Michael. No veía motivo para mencionar su pequeña excursión a la sala de descanso.

Darryl miró a su alrededor una vez más, sólo para asegurarse de que no le estaban tomando el pelo, pero las expresiones sobrias de esos rostros le dejaron muy claro que no era el caso. Su siguiente reacción fue de indignación.

– ¿Y no me lo habéis dicho? Todos lo sabíais y nadie pensó que había que decírmelo a mí también, ¿no? Especialmente teniendo en cuenta que yo era el tipo que debía hacer todo el trabajo duro en el laboratorio.

– Fue una orden mía -le cortó Murphy-. No quería que corriera por ahí. Este sitio se ha parecido demasiado a un circo de feria en los últimos tiempos.

Hirsch siguió echando chispas, pero después de escupir unas cuantas palabras más de protesta, y de que ellos se las apañaran para pedirle perdón y calmarle, continuó con su exposición.

– Bueno, su sangre, incluida la de vuestra señorita Ames, con la que me gustaría encontrarme alguna vez, ya que finalmente me habéis introducido en el círculo de informados, no es como la sangre humana que he visto hasta ahora.