La catedral era enorme y prevalecía el silencio a pesar de la presencia de un considerable número de fieles en los bancos y de muchos visitantes en los laterales. Eleanor únicamente oía el resonar de sus pasos. En un extremo del transepto, no lejos del presbiterio, un grupo de damas y caballeros bien ataviados abordaron a un anciano sacerdote de hábito negro y cinturón blanco. Ella reaccionó de forma instintiva y tomó la dirección contraria. Sinclair notó el tirón en el brazo y esbozó una sonrisa.
– ¿Temes que detecte nuestro olor?
– No bromees con eso.
– ¿Crees que va a darnos caza? -Ella no le respondió nada en esa ocasión-. No es necesario seguir con esto si quieres. Sólo lo hago por ti.
– Pues es un sentimiento de lo menos apropiado -replicó ella, distanciándose un poco y preguntándose qué le había llevado hasta ese lugar.
Sinclair la siguió y le tiró de la manga.
– Disculpa. No quería decir eso, y tú lo sabes.
La joven se percató de que varias personas los estaban observando. Estaban montando una escena, y eso era lo último que le apetecía. Se escondió detrás de la columna más próxima al altar y se cubrió el rostro con un pañuelo.
– Te desposaría en cualquier parte -dijo en voz baja e insistente-, debes saberlo. En la abadía de Westminster o en medio del bosque sin más testigos que los pájaros en los árboles.
Eleanor lo sabía, pero eso no bastaba. Sinclair había perdido la fe en todo y encima había sacudido profundamente los cimientos de sus propias creencias. ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Qué esperaba ella conseguir de esa visita? Había sido un terrible error, y la joven lo había sabido desde que traspusieron el umbral de la catedral.
– Vamos, no nos quedemos en el rincón -dijo él con avidez mientras deslizaba una mano sobre la parte interior del codo y tiraba de Eleanor. Ella intentó resistirse, pero él la arrastró lejos de las sombras y la joven le dejó salirse con la suya para no causar conmoción alguna-. No tenemos nada que esconder -aseguró él.
Copley la condujo primero al pasillo central y luego hasta el ornamentado altar mayor. El rosetón de cristales coloreados de rojo, verde y amarillo refulgía como el calidoscopio que Eleanor había visto en una óptica londinense, y era tan hermoso que apenas podía apartar la mirada.
Él le tomó ambas manos entre las suyas y dijo:
– Yo, Sinclair Archibald Copley, te tomo a ti, Eleanor… -Se detuvo-. ¿No es raro? No sé si tienes un segundo nombre… ¿Lo tienes? ¿Cuál es…?
– Jane.
– Te tomo a ti, Eleanor Jane Ames, como mi legítima esposa, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.
Ella tuvo la certeza de estar llamando demasiado la atención, razón por la cual intentó bajar las manos, pero Sinclair se lo impidió.
– Espero haber recordado correctamente toda la fórmula. Si he olvidado algo, dímelo, por favor.
– No puedo, Sinclair -imploró ella.
– ¿No puedes o no quieres? -inquirió él con un creciente tono de crispación en la voz.
Eleanor estaba segura de que el sacerdote ya se había fijado en ellos. Lucía una barba blanca y tenía unos penetrantes ojos negros bajo esas cejas tan pobladas.
– Creo que deberíamos marcharnos ya.
– No hasta que hayamos preguntado a los feligreses aquí presentes…
– Pero, ¿a qué feligreses te refieres…?
El otro Sinclair, ése al que tanto temía, estaba a punto de aparecer.
– No nos iremos hasta que hayamos preguntado a los feligreses si alguno de los presentes conoce algún obstáculo para nuestra unión.
– Eso se hace antes de pronunciar los votos -le recordó ella-. No ridiculicemos esto todavía más… -Debían irse, lo supo cuando vio por el rabillo del ojo cómo el sacerdote se zafaba del grupo de aristócratas portugueses-. Ya hemos llamado bastante la atención, y esto no es seguro -cuchicheó ella-. Tú mejor que nadie deberías saberlo.
Sinclair fijó en ella una mirada embotada, como si se preguntase lo lejos que iba a llegar. La muchacha había aprendido a identificar esa mirada, la tenía cada vez que estaba a punto de pasar del gozo a la ira, de la amabilidad a la crueldad, y todo en cuestión de un segundo.
Le impidió hablar un ruido sordo procedente del suelo de piedra y del muro de detrás del altar, una pared levantada hacía siglos, donde estaba fijado el pesado crucifijo, que se agitó y empezó a balancearse. El sacerdote, que se acercaba hacia ellos dando grandes zancadas, se detuvo en seco y alzó la mirada, aterrado, cuando vio las grietas en el revoque. Toda la gente cercana a ellos dos se puso a chillar mientras se lanzaba al suelo y empezaba a rezar.
Eleanor y Sinclair retrocedieron a tiempo, pues enseguida la cruz se desprendió de los ladrillos del muro y se cayó en medio de una nube de polvo blanco. Sinclair la condujo detrás de una columna y se escondieron allí, temiendo que el temblor de tierra arrasara la catedral entera. Los cristales de la vidriera se astillaron como el hielo de un estanque y luego cayeron al suelo como una lluvia de esquirlas. Eleanor se cubrió la nariz y la boca con el pañuelo, y Sinclair hizo lo mismo con la manga del uniforme.
La muchacha atisbó al religioso entre la polvareda. El clérigo se santiguó y avanzó hacia ellos.
– Sinclair, el sacerdote viene hacia nosotros -le avisó ella entre toses.
– Por aquí -dijo él, guiando a la joven hacia una de las capillas laterales, donde ya había un par de hombres, elegantemente vestidos de frac, aterrados, pero con un ademán amenazador.
Sinclair debió cambiar de dirección, pero el sacerdote ya los había alcanzado para entonces. Aferró el galón dorado del uniforme y empezó a proferir palabras airadas que ninguno de los dos comprendió, aunque a juzgar por sus gestos parecía indicar que todo aquel caos era consecuencia de un terrible sacrilegio cometido por Sinclair.
‹¿Lo fue?›, se preguntó Eleanor.
El antiguo teniente se quitó de encima al religioso y, cuando lo hubo conseguido, le propinó un fuerte puñetazo en la boca del estómago. El anciano cayó de rodillas y luego, jadeando en busca de aire, se desplomó sobre el polvo del suelo.
Sinclair tomó a Eleanor de la mano y corrió por la nave hasta encontrar una puerta lateral próxima a la capilla del caballero vestido con armadura.
Durante unos instantes quedaron cegados por la deslumbrante luz del sol. Luego vieron cómo la gente abandonaba a la carrera sus tiendas y sus casas. Los perros ladraban sin cesar y los cerdos chillaban por las calles. Bajaron corriendo un tramo de sinuosos escalones y buscaron escondite en un callejón de adoquines, por donde tuvieron que sortear las tejas rojas que caían desde los tejados y se estrellaban en el suelo. Al cabo de unos minutos, lograron perderse en el caos de un mercado aterrado por el seísmo.
No había sido precisamente el día de boda con el que soñaba de joven cuando se tumbaba a holgazanear en los prados de Yorkshire.
‹¿Y ahora, qué?›.
Ahora estaba delante de esa achaparrada caja blanca, la nevera, con la respiración agitada y viendo cómo las paredes de la enfermería habían perdido todo su color. Extendió una mano en busca de sujeción, pero le temblaban las rodillas y al final se dejó caer y apoyó la cabeza sobre la fría superficie de la puerta. Lo que ella necesitaba estaba dentro, bien lo sabía, y los dedos se cerraron en torno a la manivela sin que se diera cuenta ni lo pretendiera siquiera.
Abrió la caja y tomó una de las bolsas; la sangre rebulló bajo sus dedos. Llevaba pegada una etiqueta: ‹0 negativo›. Eleanor se preguntó sobre su posible significado durante unos instantes, sólo eso. Luego, rasgó la bolsa con los dientes y allí mismo, en el suelo, con la suave bata blanca extendida alrededor, bebió el contenido de la bolsa como un recién nacido apura la tetina del biberón.