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– No hemos venido para hacerle daño -dijo Michael-. Todo lo contrario. De hecho, podemos ayudarle.

El periodista se preguntó si debía seguir hablando o si convenía más permanecer callado.

– ¿De cuántos miembros consta vuestro grupo?

La respiración entrecortada del británico levantaba vaharadas de vapor. Michael pudo apreciar por vez primera que todo aquel esfuerzo le estaba pasando factura. El hombre seguía con actitud desafiante, pero le costaba mantenerse en pie.

– Cuatro hombres. Sólo hemos venido cuatro.

La punta del arpón osciló y los párpados se le cerraron lentamente, aunque Sinclair los abrió de pronto, alarmado.

¿Estaba a punto de desmayarse o simplemente «refrescaba la imagen», como hubiera dicho Ackerley? Michael se obligó a recordar que no tenía por qué estar enfrentándose necesariamente a un enemigo peligroso.

– Trabajamos aquí, en el Polo Sur -le informó Michael por iniciativa propia-. Somos norteamericanos.

La punta del arma bajó un poco más y Michael habría jurado haber visto el atisbo de una sonrisa en los labios del teniente.

– Hace mucho tiempo fantaseé con ir a América -repuso Sinclair entre toses-. Parecía el sitio perfecto: no conocía a nadie y nadie me conocía a mí.

Michael detectó un movimiento por el rabillo del ojo en la puerta trasera. Sinclair debió seguir la dirección de esa mirada, ya que se giró con el arpón en alto antes de darle tiempo a hacer nada, salvo gritar:

– ¡Alto!

Entretanto, Franklin se las había arreglado para franquear la puerta obstaculizada por los toneles y estaba allí, fusil en mano.

Sinclair vaciló sólo una fracción de segundo, pero arrojó el arpón cuando vio subir la boca del lanzaarpones. Al mismo tiempo un arma de fuego resonó de forma atronadora y salieron volando trozos de ladrillo en todas las direcciones. El periodista notó una sensación muy similar al picotazo de un avispón cuando uno se le clavó en la mejilla; además, se le metió en el ojo una minúscula esquirla. Michael ladeó la cabeza para sacarse la mota del ojo y cuando volvió a mirar con los ojos entrecerrados, el arpón, clavado en el tonel, vibraba de forma ostensible y Franklin seguía con el arma dispuesta, pero apuntaba hacia abajo, hacia Sinclair, que se había desplomado sobre el yunque. Los brazos le colgaban flácidos a los costados y le temblaban los dedos.

Murphy acababa de irrumpir en la habitación con la pistola en alto.

– Pero ¿qué has hecho? ¿Qué has hecho? -clamó Michael.

– ¡Me lanzó un arpón! -se defendió Franklin, pero parecía alterado-. De todos modos, no le di a él, le di a la chimenea.

Michael se arrodilló junto a Sinclair y vio un hilo de sangre entre los cabellos del británico que se estaba apelmazando en la parte posterior de la cabeza.

– Entonces, ¿qué es eso?

– Una bala de rebote -replicó O´Connor-. Estaba usando balas de goma y ha debido de rebotarle.

Murphy se acuclilló al otro lado del yunque y entre los dos depositaron con suavidad el cuerpo en el suelo; luego, le dieron la vuelta hasta dejarlo descansando sobre la espalda. El herido tenía los ojos en blanco y los labios se le habían vuelto azules. ¿Cómo afectaría eso a Eleanor? Michael no lograba pensar en otra cosa.

– Llevémosle de vuelta al campamento -dijo Michael-. Vamos a necesitar que Charlotte le eche un vistazo cuanto antes.

Murphy asintió y se puso en pie.

– Pero antes vamos a atarle…

– Pero se está grogui -terció Michael.

– Por ahora -replicó Murphy-. Y si se recupera, ¿qué, eh? -Luego se volvió a Franklin y le dijo-: Vamos a ponerlo en la parte trasera de mi motonieve. Y lo mantenemos en cuarentena nada más llegar a la base. Manda una bengala a Lawson para que sepa dónde estamos, listos para marcharnos.

Mientras Franklin salía al exterior para lanzar la bengala, Michael se puso a recordar la cuarentena de Ackerley, ahí metido en un cajón de embalaje en un almacén de comida, y en lo bien que había acabado todo.

– Ya conoces el procedimiento -avisó el jefe O´Connor a Michael-. Nadie necesita saber dónde está hasta nueva orden. ¿Lo pillas?

– A la primera.

– Y eso va sobre todo por la Bella Durmiente.

Michael estaba más que predispuesto a guardar el secreto. Total, ¿qué importaba uno más? Estaba cogiéndole el truco a eso de callar confidencias, pero no dejaba de preguntarse cuánto tiempo podían seguir así las cosas. Incluso aunque el resto del campamento no llegara a enterarse de la presencia de Sinclair, Eleanor era harina de otro costal. Hasta donde él sabía, existía una conexión psíquica entre Sinclair y Eleanor.

El vínculo era muy fuerte; tanto, que no debería extrañarse si ella ya estaba al corriente de que habían encontrado a Sinclair y que éste había resultado herido cuando estaba preparándose para ir a buscarla.

CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE

22 de diciembre, 19:30 horas

EL PEZ SE DEBATÍA con tanta tozudez mientras Hirsch lo llevaba al tanque del acuario que estuvo a punto de escapársele de entre las manos.

– Espera, espera, impaciente -murmuró.

Al cabo de unos instantes lo echó a la sección del tanque reservada para su anterior espécimen de Cryothenia hirschii. El pez traslúcido nadó un poco y asomó la boca antes de parar y asentarse tranquilamente en el fondo del tanque, donde se quedó quieto, virtualmente inmóvil, como habían hecho sus congéneres. Aunque el nototenia perteneciera a una especie desconocida hasta el momento, cosa de la cual él estaba convencido, una cosa parecía clara: la observación de éste no iba a ser lo más emocionante del mundo para un profano en la materia. No había mucho que mirar. Ahora bien, a él, el bicho le iba a granjear una reputación en el ámbito de la comunidad científica, que era donde importaba.

Marginando el tema de la morfología general, simplemente la sangre daría pie a un millar de pruebas de laboratorio. Las glicoproteínas anticongelantes de la misma eran ligeramente distintas a las de cualquier otro pez antártico estudiado hasta la fecha y algún día podrían ser utilizadas para otros fines: anticongelante de las alas de los aviones, o aislante de las sondas de profundidad, o sólo Dios sabía qué más…

Sin embargo, ahora estaba enfrascado en un experimento aún más singular. En cuanto Charlotte Barnes había mencionado la desaparición de una bolsa de plasma, nadie lo había dudado ni un instante: la había cogido Eleanor Ames. Si la muchacha abandonaba la protección de Point Adélie para establecerse en el mundo real, primero debía superar esa terrible adicción. Darryl no era ningún necio: no había forma de satisfacer ni de mantener en secreto una necesidad insaciable como ésa y se hacía perfecta idea del precio que ella debería pagar: convertirse en el ojo de un huracán mediático.

Había tomado muestras adicionales de la sangre de Eleanor para realizar de inmediato análisis, pruebas y chequeos, pues tenía un pálpito tan descabellado como el problema planteado. La sangre de Ames tenía el mismo que la de Ackerley: el índice fagocítico se salía del mapa literalmente, pero en vez de eliminar las bacterias, esos fagocitos no engullían sólo bacterias, sustancias extrañas y el detritus celular del flujo sanguíneo, devoraban también los glóbulos rojos; primero los propios, y luego cualesquiera otros que pudieran ingerir por otras fuentes.

Ahora bien, ¿qué ocurriría si él era capaz de encontrar una forma de mantener estable el nivel del tóxico, el elemento que ayudaba a los infectados a permanecer con vida en las condiciones más adversas, al tiempo que introducía un elemento capaz de eludir la necesidad de recibir eritrocitos externos? En suma, ¿y si Eleanor era capaz de tomar prestados por un par de truquitos la hemoglobina libre presente en la sangre del pez del acuario?