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Observó su rostro cansado en el espejo del baño comunitario y resolvió afeitarse. ¿Por qué no hacerlo antes de acostarse? Total, en el Polo Sur todo se hacía al revés.

Pero no lo debía considerar la situación de la joven, también estaba la cuestión de Sinclair. El deseo de ambos era permanecer juntos, y ¿de qué servía entonces ese rol? Eso le convertía en una especie de carabina con el cometido de guiar a los dos amantes en un sorprendente nuevo mundo.

La cuchilla de le enredó en los pelos de la barba, más largos y resistentes de lo habitual, y acabó cortándose. Le aparecieron unas gotas de sangre en la mejilla y en el mentón.

Y si era sincero consigo mismo, ¿qué otro escenario esperaba? Removiendo en su interior, era consciente de que había sentimientos que no resistían un mínimo escrutinio. Él era un reportero gráfico al que le habían encomendado un trabajo, y eso era todo, por el amor de Dios. Debía concentrarse en eso. El resto sólo era un zumbido molesto en su cabeza.

Pasó una mano por el espejo para limpiar el vapor de un área y se observó. Tenía la mirada limpia, pero un tanto abotargada. «¿No estaré a punto de ser víctima del Gran Ojo?», se preguntó mientras se percataba de que también necesitaba un buen corte de pelo. El pelo negro era espeso, ingobernable y largo, y le cubría ya las orejas.

Un par de usuarios de la sauna estaban dale que te pego sin parar de hablar. Debían de ser Lawson y Franklin a juzgar por sus voces. Se echó un poco de agua fría sobre los cortes antes de darse una ducha rápida y regresar a su habitación.

Una vez allí se puso una camiseta nueva y un par de pantalones cortos antes de cerrar bien las cortinas. Jamás hubiera creído que llegaría a odiar la luz del sol, pero ahora… Se subió a la litera e intentó alisar un poco las sábanas. Había notado cómo Hirsch arreglaba la cama todos los días, pero él no veía motivo para hacer en Point Adélie algo que jamás hacía en su propia casa. Tiró de las sábanas para que la manta no le rozase las piernas y cerró todas las cortinas. Se tendió en el estrecho catre, apoyó la cabeza sobre la almohada de gomaespuma y permaneció con los ojos abiertos en medio de la semipenumbra.

Todavía tenía el pelo húmedo por la parte de detrás, de modo que levantó la cabeza de la almohada para frotárselo un poco y acelerar el secado. Cerró los ojos y respiró despacio a fin de relajarse, y lo hizo así otra vez, y otra, y otra, pero su mente aún era un hervidero de ideas en ebullición.

Le vino a la cabeza la imagen de Copley en el catre del almacén de carne después de que Charlotte le hubiera puesto seis puntos en la brecha de la cabeza. Habían cambiado de posición el cajón de los condimentos a fin de hacer sitio y habían enchufado varios calentadores ambientales. El jefe O´Connor había establecido turnos de vigilancia de ocho horas y había asignado el comedido a Lawson y Franklin. Michael se había ofrecido voluntario para montar guardia, pero Murphy había rehusado.

– Técnicamente hablando eres un civil. Dejemos que las cosas sigan así.

El colchón se combaba en el centro, por lo cual colocó el cuerpo un poco más cerca de la pared. Daba igual la opinión de Murphy: alguien debía contarle a Eleanor lo de Sinclair. Su reacción era una incógnita y tal vez no fuera una pregunta menor. Ella iba a sentirse aliviada, por supuesto. ¿Y encantada? Sí, tal vez. ¿Iba a reaccionar de forma apasionada? ¿Insistiría en estar con él de forma inmediata?

Michael no sabía si confundía un deseo suyo con una percepción más profunda, pero albergaba la sospecha de que una parte de Eleanor temía a Sinclair. A juzgar por la historia oída de sus labios, un cuento de fantasía sin parangón, Copley la había arrastrado a una odisea salvaje y llena de peligros, una odisea cuyos capítulos seguían escribiéndose.

Por mucho que ella pudiera haberle amado, ¿seguía estando tan entregada a él como al principio del viaje?

Recordó el camafeo de la joven: Venus salía de entre la espuma del mar. Era de lo más apropiado, sin duda. Eleanor también se había alzado del océano, y era muy hermosa. Sintió una punzada de culpabilidad enseguida, se sintió desleal por tener ese pensamiento cuando apenas acababan de dar sepultura a Kristin.

Pero era eso, y no podía ni negarlo ni frenarlo.

El rostro de Eleanor le acechaba en sueños. Los ojos de color verde esmeralda rodeados por esas largas pestañas, el sedoso pelo castaño, incluso esa palidez extrema. Parecía venir de otro mundo, porque en realidad era así, y él temía por cómo efectuara la entrada en este nuevo universo. Quería protegerla, guiarla, salvarla.

La litera estaba tan silenciosa y a oscuras como un sepulcro.

Recordó la primera visión de Eleanor, atrapada en su tumba de hielo.

Y luego cuando la encontró en la iglesia abandonada, donde estaba sola y desconcertada, pero no se achantó a causa del miedo. La llama de la entereza no se había apagado en ella a pesar de todo cuanto había tenido que soportar.

¿Qué pieza tocaba en el salón de entretenimiento? Ah, sí, Barbara Allen, una antigua y melancólica balada. Las notas lastimeras empezaron a sonar en su cabeza.

Se movieron las cortinas situadas junto al pie de la cama.

Rememoró el rubor de sus mejillas y el frufrú de su vestido de mangas abullonadas cuando él se había sentado junto a ella en la banqueta del piano. Las puntas de los zapatos negros tocando los pedales.

El colchón se curvó un poco más, como si soportase otra carga.

Él se recreo en la voz de la mujer: suave, refinada, con aquel acento británico.

Y entonces, como salida del negro pozo de la noche, la oyó:

– Michael…

¿Eran figuraciones suyas…? Fuera, en el exterior, aullaba el viento. Entonces sintió un cálido aliento sobre la mejilla y una mano le rozó el pecho tan delicadamente como un pajarillo al posarse en una rama.

– No lo soporto más.

Él no movió ni un solo músculo.

– No aguanto tanta soledad.

Ella yacía encima de la manta, pero aun así, Michael podía percibir las curvas del cuerpo de Eleanor presionando contra él. ¿Cómo diablos había logrado…?

– Pronuncia mi nombre, Michael.

Él se humedeció los labios y dijo:

– Eleanor.

– Otra vez.

Michael lo repitió y escuchó un sollozo. El sonido estuvo a punto de romperle el corazón.

Se volvió hacia ella y alzó la mano, buscando su cara en la oscuridad. Le rozó el rostro bañado en sollozos. La piel era fría al tacto, las lágrimas, calientes, y él se las besó.

Ella se apretó un poco más y él pudo sentir la respiración agitada y entrecortada de Eleanor sobre su cuello.

– Querías que viniera, ¿verdad?

– Sí -admitió él-, sí quería…

Entonces se encontraron los labios de ambos; los de ella eran suaves y carnosos, pero estaban helados. El deseo de entibiarlos se apoderó de Michael, que la besó con más fuerza mientras la estrechaba contra él, reduciendo la distancia entre ellos.

Él la empujó y avanzó a tientas en busca de su cuerpo. Eleanor era delgada como un árbol joven, y sólo vestía una especie de braguitas, suaves como una sábana y tan manejables como ésta.

Dios, qué sensación tan grata para el tacto recorrer su cuerpo. Acarició el costado desnudo de la mujer una y otra vez. Ella se estremeció. Seguía estando helada, pero su piel era suave al tacto. Recorrió con los dedos la colina de la pelvis -la cumbre de su cintura-, la llanura de su vientre y los suaves promontorios de sus pechos. La piel de Eleanor temblaba bajo sus yemas y los pezones se endurecieron como botones.

– Michael… -dijo con un suspiro mientras recorría su garganta con los labios.

– Eleanor…