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Eso no dejó menos perplejo a Sinclair.

– ¿Se conoce esta obra? ¿Incluso en esta época?

– Ya lo creo -replicó Michael, encantado de poder responderle-. Los poetas románticos como Wordsworth, Coleridge y Keats se enseñan tanto en el colegio como en la universidad, pero me temo que aún no sé qué significa el título de este libro… ¿Hojas sibilinas?

El prisionero acarició la cubierta del volumen como si se tratara de la cabeza de un perro de pelaje lustroso.

– Las sibilas griegas eran videntes… escribían sus profecías en el reverso de las hojas de los árboles.

Michael asintió, vivamente impresionado porque Sinclair tuviera tal respecto y aprecio a ese libro. Lo había incluido en el equipaje guardado junto a la puerta de la iglesia.

– Incluye La balada del viejo marinero, por lo que pude ver. Aún es un poema célebre.

Copley bajó la mirada y fijó los ojos en el tomo, para luego, sin abrirlo, declamar:

– Como quien recorre con miedo y espanto un camino solitario y vuelve la vista atrás una vez, sólo una, y sigue adelante pues…

Franklin le miró manifiestamente perplejo.

– … sabe que le va pisando los talones un demonio terrible.

Reinó un silencio sepulcral en el cobertizo cuando el cautivo acabó el último verso. Michael sintió que se le había helado hasta el tuétano. ‹¿Es así como percibe Sinclair su fuga, como un viaje solitario donde los perros le hostigan a cada paso que da?›, se preguntó. El aspecto obsesionado de su semblante, el vacío de su mirada, los labios agrietados, el pelo apelmazado y pegado a la cabeza como si hubiera ahogado… Todo ratificaba que era así.

Franklin pareció temer una posible continuación del recital, ya que le preguntó a Michaeclass="underline"

– ¿Te importa si me tomo un respiro?

– Adelante, ve.

Arrojó la revista sobre el cajón de embalaje y se marchó.

Sinclair apartó el libro en cuanto él se fue y recostó la espalda sobre la pared. Wilde retiró la manoseada copia de Maxim de donde la había dejado Franklin y se sentó.

– No tendrá por un casual algo para fumar, ¿verdad? -preguntó Sinclair con el tono despreocupado con que un caballero en el pleno sentido del término le pide a otro mientras holgazanea en su club.

– No, me temo que no.

– El guardián tampoco. ¿Me veo privado de tabaco por alguna razón especial o es que ya no fuman los hombres?

El periodista no fue capaz de contener una sonrisa.

– Lo más probable es que Murphy le ordenara no darte nada como un pitillo o un puro. Quizá se te ocurriera prenderle fuego a este lugar.

– ¿Conmigo dentro?

– No sería nada inteligente, eso he de concedérselo -repuso Michael-. Por lo demás, los hombres siguen fumando, pero mucho menos que antes. Resulta que provoca cáncer.

Sinclair le dedicó una mirada de incredulidad absoluta, como si hubiera sugerido que la luna estaba hecha de queso verde.

– Bueno, entonces, ¿beben por lo menos?

– Sin duda, y más aquí.

Sinclair aguardó a la expectativa mientras Michael decidía qué hacer. Violaba las órdenes expresas del jefe O’Connor si le daba una bebida y los más probable es que Charlotte también respaldara la tesis de que era una mala idea. Qué rayos, ya sabía que era desaconsejable, pero el hombre parecía tan sereno y tan racional, y sería la mejor forma de hacerle hablar para ganarse su confianza y sonsacarle acerca de su viaje, largo y lleno de incidentes. Aún no lograba imaginarse cómo Sinclair y Eleanor habían acabado en el fondo del mar cargados de cadenas.

– En el club siempre había preparada una licorera con el más fino oporto para los invitados.

– Ahora no hay de eso, se lo aseguro. La cerveza es más corriente.

Sinclair se encogió de hombros de forma amigable.

– No rehusaría una cerveza.

El periodista miró a su alrededor. La mayoría de las cajas contenían comida enlatada y vajilla, pero por alguna parte debían de estar los cajones de cerveza.

– No te vayas a ninguna parte, que ahora mismo vuelvo -bromeó Wilde.

Se puso en pie y se fue al siguiente pasillo, donde Ackerley había dejado una mancha de sangre sobre el suelo de hormigón. Intentó no pensar en ello mientras daba vueltas por allí cerca.

Al final, encontró un cajón de Sam Adams y rompió los precintos para sacar dos botellas. Usó su navaja suiza para abrirlas. Entonces regresó y entregó una a Sinclair. Entrechocó su cerveza su cerveza con la del preso y regresó a su asiento.

Copley echó la cabeza hacia atrás y dio un largo trago a la cerveza antes de estudiar la etiqueta, donde posaba un tipo de peluca.

– ¿Sabe…? Una vez se lió un escándalo por una botella como ésta.

– ¿Un escándalo?

– Resultó no ser cerveza, sino una botella negra de Mosela de tamaño similar a ésta que alguien había dejado en la mesa durante un banquete.

– ¿Y a santo de qué vino el problema?

– Lord Cardigan era un hombre puntilloso en esos temas y en su mesa sólo podía servirse champán.

– ¿Y cuándo fue eso?

– En 1840, si la memoria no me falla. Durante una comida del regimiento.

Mientras Sinclair le relataba la anécdota, Michael se descubrió pensando que esa conversación era cada vez más surrealista.

– … y eso fue todo. Deberá entender que es una historia de dominio público, pero no la viví en primera persona. Estaba en Eton esos años.

El periodista se obligó a tomar en cuenta que Ames y Copley habían vivido en una era y un mundo desaparecido hacía mucho. Esa anécdota era historia para él y un cotilleo del día para Sinclair.

El preso tomó un nuevo trago de cerveza con los ojos cerrados y luego entreabrió los párpados muy despacio.

¿Estaba ajustando la visión?

– Es una cerveza de poco cuerpo.

– ¿Ah, sí? Bueno, supongo que en el ejército tomarían algo más fuerte.

Sinclair estudió fijamente a Michael, evaluándole, y no despegó los labios. Vació la botella y la puso sobre el suelo, junto al tobillo encadenado.

– De todos modos, gracias.

– No hay de qué.

Michael se estrujó las meninges sobre cómo reconducir la conversación hacia donde a él le interesaba, pero entonces Copley dio un golpe de timón y preguntó:

– ¿Qué habéis hecho con Eleanor?

Ése no era precisamente el tema adonde él quería ir a parar, pero le respondió que se encontraba bien y descansando, una respuesta de lo más inocua.

– No le he preguntado eso. -El tono del teniente había cambiado-. ¿Dónde está? ¿Puedo verla? -Michael miró sin querer la cadena que le mantenía sujeto a la tubería de la pared-. ¿Por qué no nos permiten vernos?

– Porque así es como el jefe de operaciones quiere que sean las cosas.

Sinclair bufó, burlón.

– Parece un soldado de leva, reducido al simple cumplimiento de órdenes. -Respiró hondo y espiró con fuerza-. Y yo he visto adónde conduce eso.

– Veré qué puedo hacer -repuso Michael.

– Sólo somos marido y mujer, dos personas que han recorrido juntas un largo trayecto -continuó Copley, probando otra táctica, y de nuevo con tono conciliador-: ¿Qué daño puede haber en que nos veamos?

¿Marido y mujer? Michael no sabía eso y estaba seguro de que si Eleanor le hubiera hablado de su esposo, lo recordaría. Sinclair bizqueó otra vez y Michael se percató de que al prisionero parecía faltarle el aliento.

– ¿Le sorprende que ella sea mi esposa o es que ella no lo ha mencionado?

– No recuerdo que haya salido el tema.

– ¿Qué no haya salido…? -Tosió, y sacudió la cabeza con incredulidad-. ¿No ha salido o no quería saberlo?

– ¿De qué me habla?