– No apartes los ojos de la caja tonta -le contestó él mientras tomaba un cubito de hielo entre los dedos enguantados, manteniendo el meñique delicadamente extendido, y tocó con un extremo de aquél la superficie de la lámina.
En el monitor, la esquinita del cubo de hielo parecía un iceberg monumental que enseguida ocupó la mitad del campo visual. Hirsch lo retiró con cuidado, pero el daño ya estaba hecho. Aparecieron miles y miles de grietas sobre la superficie del portaobjetos, como si un soplo de aire gélido hubiera helado las aguas de un estanque. El congelamiento alcanzaba a una célula, la helaba y pasaba a la siguiente, y así en todas las direcciones, y al final, cesó toda actividad. En cuestión de unos segundos quedó inmóvil todo cuanto había estado circulando. Las células estaban heladas. Muertas.
– Tienes todas las papeletas en contra cuando el hielo entra en contacto con el tejido.
– Pensé que las glicoproteínas anticongelantes lo evitaban.
– No. Impiden la propagación de cristales de hielo por el flujo de la sangre, pero eso no vale para las células de la piel. Ésa es la razón de que los peces anticongelantes permanezcan en el fondo, bien lejos de la capa de hielo.
– Eso no debería suponer ningún problema para Eleanor -observó Charlotte.
– Ya, pero ¿puede estar absolutamente segura de que jamás va a tocar nada helado bajo ninguna forma? No podría beber nunca una bebida fría ni tampoco rozar un cubito de hielo con los labios. ¿Puede estar segura de andar por la acera sin caerse y tocar un trozo de hielo? ¿Y cómo sabe que no se le va a ir el santo al cielo mientras abre el congelador para retirar un precocinado de verduras?
– ¿Qué sucedería si lo hiciera?
– Se congelaría tanto que saltaría hecha en más pedazos que el cristal de un vaso al romperse.
CAPÍTULO CINCUENTA
25 de diciembre, 13:15 horas
MICHAEL HABÍA ABRIGADO A Eleanor debajo de tanta ropa que no la hubiera reconocido ni su madre. La joven sólo era un abultado amasijo de prendas moviéndose con torpeza sobre la explanada helada. Michael miraba vigilante en todas direcciones, pero no había nadie por los alrededores. Ésa era una de las cosas que tenía salir de paseo en la Antártida: resultaba muy poco probable encontrarse con muchos transeúntes, incluso el día de Navidad.
La obligó a avanzar deprisa cuando pasaron por delante del almacén de carne e hizo otro tanto cuando estuvieron cerca del laboratorio de glaciología, donde estaban Betty y Tina, a quienes escuchó trabajar con las sierras en el almacén de muestras. Eleanor le miró con curiosidad, pero él sacudió la cabeza y tiró de ella para alejarla de allí.
En la perrera, un par de perros s pusieron de pie y movieron el rabo, movidos por la esperanza de que alguien los sacara a correr un poco, pero por suerte ninguno ladró.
Las luces del laboratorio de biología marina estaban encendidas, lo cual era un buen síntoma. Michael confiaba en el trabajo duro de Hirsch para ultimar alguna solución válida para el problema de Eleanor y Sinclair.
El periodista vio su destino en lontananza, a cierta distancia del más alejado de los módulos de la estación, y guió allí a su acompañante. Pasaron junto a la celosía de madera y subieron la rampa. Eleanor estaba tiritando a pesar de vestir tantas prendas.
Michael abrió la puerta, apartó las cortinas de plástico y la condujo hasta el laboratorio de botánica propiamente dicho. Enseguida se vieron envueltos por un aire cálido y húmedo. Ella gritó a causa de la sorpresa.
Wilde la condujo todavía más adentro y la ayudó a descorrer la cremallera y a despojarse de la ropa de abrigo, el gorro y los guantes. Las guedejas le cayeron sobre los hombros y una inesperada pincelada de color le iluminó las mejillas. Los ojos verdes relucían.
– Aquí estudian toda clase de plantas, tanto las variedades locales como las foráneas -le informó él mientras se desprendía de su propia ropa de abrigo-. La Antártida es todavía el medio ambiente más limpio del planeta y el mejor para el trabajo de laboratorio. -Se apartó el húmedo pelo adherido a la frente-. Pero tal vez no dure mucho al ritmo que van las cosas.
La joven no le oía: se había puesto a deambular por el lugar, atraída por la fragancia de los maduros fresones colgados de los tubos de plástico del techo, que jugaban un papel esencial en el sistema hidropónico. Las verdes hojas filosas de bordes dentados estaban salpicadas de flores blancas y brotes amarillos, y la luz artificial arrancaba destellos a las bayas humedecidas por efecto de los pulverizadores de agua.
El montaje del laboratorio había corrido por cuenta del propio Ackerley, y por eso era una mezcla entre equipos de alta tecnología y artilugios chapuceros, tubos de aluminio y mangueras de goma, baldes de plástico y lámparas de descarga de alta intensidad. Éstas se hallaban puestas al mínimo, pero Michael aprovechó el momento en que Eleanor cerraba los ojos y hundía el rostro entre las parras en flor para ponerlas a la máxima potencia.
Un chorro de luz bañó al instante todo el invernadero. La impresión de luminosidad aumentaba gracias a una hilera de reflectores caseros hechos con perchas y papel de estaño.
Los fresones refulgieron como zafiros, los pétalos blancos centellearon y las gotas de agua se condensaban y caían sobre las hojas verdes como una fina lluvia de diamantes.
Eleanor echó a reír y abrió unos ojos como platos; luego, para protegérselos puso la mano a modo de visera. Michael no la había visto tan feliz desde que le enseñó el milagro de oír a Beethoven en el equipo de música.
– ¿No te lo dije?
Ella asintió con la cabeza sin dejar de sonreír.
– Sí, señor, sí, pero aún no comprendo cómo es posible.
Eleanor examinó las lámparas luminosas y los reflectores plateados antes de proteger otra vez los ojos.
– Prueba una fresa -sugirió Michael-. El cocinero las usa para hacer tarta de fresas.
– ¿De verdad puedo? ¿No está prohibido?
Él alargó una mano, arrancó una de un tirón y se la acercó a los labios. La joven vaciló y aumentó el sonrojo de los mofletes antes de ladear la cabeza y morder una por la mitad.
Mientras la saboreaba, la intensa luz jugueteó con sus cabellos e hizo destellar el borde dorado del broche.
– Termínala -le invitó él, sosteniendo todavía la mitad restante.
Ella se detuvo para recobrar el aliento, con los labios empapados por el jugo de la fruta, y le observó. Los ojos de ambos se encontraron. Michael apenas fue capaz de sostenerle la mirada, pues su corazón se hallaba sobrepasado por una vorágine de sentimientos contradictorios: ternura, inseguridad, deseo.
Mas Eleanor no tuvo problema alguno en seguir mirándole mientras se inclinaba y tomaba el resto de la fruta entre los dientes. Éstos rozaron las puntas de los dedos de Michael antes de retirarse. Tragó el fruto y dejó en los labios la verde corona de la fresa. Wilde se quedó paralizado.
– Gracias, Michael -dijo ella. Era la primera vez que se dirigía a él por su nombre… Bueno, en la realidad, el sueño no contaba-. Ha sido un verdadero lujo.
– Es un regalo de Navidad.
– ¿Sí…? ¿Hoy es Navidad? -preguntó, sorprendida.
Él asintió mientras apretaba los dientes para soportar el dolor de los hombros, fruto de tanto reprimir sus deseos de abrazarla. No se atrevía. Ése no era el motivo por el que la había traído al laboratorio. Aquello no formaba parte del plan de vuelo ni tenía futuro.
Pero en tal caso, ¿por qué debía reprimirse tanto?
– En Navidad, hubiéramos decorado la casa con muérdago, hiedra y almáciga -comentó ella con gesto pensativo-. Mi madre hubiera hecho un pudín flambeado con brandy y lo hubiera servido con una ramita de acebo en lo alto. Cuando mi padre acercaba la cerilla al brandy, la luz alegraba toda la habitación, era como si hubiera una fogata.