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Eleanor se dio la vuelta al cabo de unos segundos y se alejó del brillo de las lámparas.

– Hace demasiado calor si te quedas bajo la luz -se justificó.

Anduvo en dirección a uno de los pasillos. Él apreció cómo las mangas abullonadas y el blanco cuello alto del vestido realzaban su delgadez mientras la joven acariciaba las hileras de tomatales, las lechugas, las cebollas y los rábanos, todos crecidos sobre tableros y en cuencos transparentes llenos de un líquido claro.

– No hay tierra -observó la joven, mirando a uno y otro lado-. ¿Cómo pueden crecer las plantas?

– Se llama hidroponía o cultivo sin suelo -contestó él, siguiéndola hasta el pasillo-. Las plantas reciben todos los minerales y nutrientes necesarios para su desarrollo a través de una solución nutritiva disuelta en el agua. Añádase aire y luz, y ya lo tienes.

– Es milagroso y me gusta mucho más que el invernadero de la Gran Exposición de Londres. Mi padre nos llevó a mí y a mi hermana Abigail.

– ¿Cuándo fue eso?

– En 1851 -respondió ella con un tono de voz que dejaba entrever que daba un dato comúnmente conocido-, en el Palacio de Cristal de Hyde Park.

Acusaba el impacto de la sorpresa cada vez que ella soltaba algo semejante. No podía evitarlo.

Había otro juego de luces en la parte posterior para iluminar un minúsculo jardín de rosas, lirios y las orquídeas de Ackerley.

– ¡Qué preciosidad! -exclamó Eleanor mientras avanzaba por el estrecho pasillo flanqueado por brillantes rosas rojas y orquídeas multicolores de tallos largos y sinuosos.

Crecían en una solución mineral y no en el suelo, pero aun así, allí estaba presente ese aroma húmedo y cálido tan característico de la jungla. Eleanor se soltó el botón del cuello, sólo uno, y respiró profundamente.

– No podía ni imaginarme la existencia de un lugar como éste en un país tan remoto y frío -dijo mientras devoraba la catarata de colores y olores-. ¿Quién cuida de todas estas plantas? ¿Tú…?

– Oh, no -repuso él-. Habrían muerto todas en menos de una semana si yo estuviera a cargo de esto.

Pero precisamente a ella era la última persona a quien podía explicarle el destino de Ackerley. ¿Qué diría si se lo contaba? ¿Confesaría entonces su innegable pero secreta necesidad?

Michael estaba seguro de una cosa: no quería oír esas palabras de sus labios.

– Todos estamos al pie del cañón, pero la mayor parte del trabajo está automatizado y es cosa de los temporizadores y los ordenadores -replicó, intentando darle algo similar a una respuesta.

– Michael -empezó al fin, pero dejó inconclusa la idea incluso antes de empezar a exponerla.

– ¿Sí?

Tras unos instantes de cavilación, Eleanor entró en materia y se lanzó a fondo.

– Me da la sensación de que hay algo que no me estás contando, no puedo evitarlo.

Tenía toda la razón del mundo, admitió él, pero no le había revelado tantas cosas que no sabía por dónde empezar.

– ¿Guarda alguna relación con el teniente Copley?

El interpelado vaciló. No deseaba mentirle, pero le habían prohibido decirle la verdad.

– Le hemos estado buscando.

– Vendrá a por mí, y tú lo sabes. Si no lo ha hecho, pronto lo hará.

– No esperaría menos de tu marido.

Ella le lanzó una mirada intensa, como si se confirmaran sus sospechas, o al menos algunas de ellas.

– ¿Por qué dices eso?

– Perdón, pero di por supuesto que vosotros dos estabais…

– A los ojos de Sinclair, tal vez, pero a los ojos de Dios no estamos casados. Eso jamás sucedió por razones que no vienen al caso.

Debería estar complacido por el tono perentorio empleado y no hurgar más en el tema, pero dado que había salido el tema, el periodista sintió que no podía dejar pasar la ocasión.

– Pero ¿no querrías reunirte con él…? Si sigue vivo, por supuesto.

La joven estudió con atención una orquídea amarilla y frotó la cérea superficie con los dedos.

Tanta vacilación estaba sorprendiendo mucho a Michael.

– Sinclair ha sido y será siempre el gran amor de mi vida. -Eleanor acarició los dorados pétalos amarillos-. No obstante, nos hemos visto obligados a llevar juntos una vida que… No es posible… No debería serlo. -Michael sabía a qué se refería, por supuesto, pero guardó silencio. Ella continuó-: Me temo que con el paso de los años se ha enamorado de otra… cosa. Algo le fascina y le atrae con mucha más fuerza de la que yo jamás seré capaz de ejercer.

Los pulverizadores de riego se conectaron de pronto, enviando un fino surtidor de agua por encima de sus cabezas. Eleanor no se movió.

– ¿El qué?

– La muerte -replicó ella.

Los aspersores dejaron de soltar las nubes de agua pulverizada y ella se volvió a un lado, como si se avergonzara de lo que acababa de admitir.

– Se ha empapado tanto en ella que ha aprendido a vivir en su compañía. La muerte lo mantiene junto a sí todo el tiempo, como su fuera un perro fiel. No siempre fue así -se apresuró a añadir Eleanor, como si se arrepintiera de aquel rapto de sinceridad y lo considerase una deslealtad-. No lo era cuando nos conocimos en Londres. Era un hombre atento y amable, y siempre estaba buscando formas de divertirme.

Esa última frase le hizo sonreír.

– ¿Por qué sonríes?

– Acabo de acordarme de un día en Ascot… Nos invitó a cenar en su club de Londres… Ay, el pobre. Creo que se escapaba de sus acreedores por un pelo.

– ¿No me dijiste en una ocasión que procede de una familia aristocrática?

– Su padre era conde y él también lo hubiera sido un día, pero ya había apelado a la fortuna familiar para que le sacara del lío demasiadas veces.

Tengo entendido que su progenitor estaba profundamente decepcionado con él.

El agua pulverizada empezó a tejer un fino velo sobre los cabellos de Eleanor.

– Las posibilidades de Sinclair cambiaron del todo en Crimea. Esa guerra cambió a todos cuantos fueron allí y los supervivientes quedaron dañados para siempre. Era imposible que no fuera de otro modo. La joven se limpió el agua del pelo.

– No es posible bañarse en sangre todas las noches y empezar sin mácula a la mañana siguiente.

Michael no pudo evitar pensar en todas las contiendas que habían estallado desde entonces, y en todos los soldados involucrados en las mismas, todos habían intentado en vano dejar atrás los horrores de la guerra. Algunas cosas jamás cambiaban.

– ¿Cuánto tiempo crees que voy a permanecer en este lugar? -preguntó ella, sin mirarle.

Michael le respondió con una pregunta para no tener que contestar a ésa:

– ¿Adónde querrías ir?

– Oh, muy sencillo. Quiero volver a casa, a Yorkshire. Soy consciente de que ya no estará allí ningún miembro de mi familia y de que habrán cambiado muchas cosas, pero aun así, no habrá desaparecido todo, ¿verdad? Allí seguirán las montañas, los árboles y los arroyos. Habrán cerrado las antiguas tiendas, pero otras nuevas habrán ocupado su lugar. Seguirán allí la plaza del pueblo, la iglesia, la estación del tren y su confitería y el olor a bollos recién hechos y a mantequilla…

A medida que ella iba enumerando cosas, Michael pensaba si quedaría algo de todo eso, si no habrían cerrado la estación hacía décadas y si no habrían nivelado las colinas para construir un complejo de apartamentos.

– Es sólo que… No quiero morir en un lugar como éste, no deseo morir en el hielo.

La muchacha agachó la cabeza y se estremeció sólo de pensarlo. Él alargó una mano y la atrajo hacia él con suavidad.

– Eso no va a suceder. Te lo prometo.

Las lágrimas anegaban los ojos de Eleanor, que alzó la vista y miró a Michael, desesperada por creerle.

– Pero ¿cómo puedes asegurarme algo así?

– Puedo y lo haré. Te prometo que no me marcharé de aquí sin ti.