– ¿Te vas…? -preguntó con una nota de alarma en la voz-. ¿Adónde te marchas?
– Vuelvo a casa, a Estados Unidos.
– ¿Cuándo?
Él adivinó cuál era el verdadero temor de la joven. No le aterraba únicamente la posibilidad de perecer en la Antártida, sino sucumbir a su necesidad de sangre antes de ver su viejo hogar. «Es posible -pensó Wilde- que incluso ahora esté luchando con todas sus fuerzas para reprimir un ansia casi irresistible».
– Pronto -admitió él-, pronto.
La atrajo hacia él y la estrechó entre sus brazos. Gotas de agua condensada se balanceaban en el pelo de Eleanor, que se acercó a Michael de buena gana y apretó la mejilla contra su pecho.
– No lo entiendes -repuso ella con voz suave-. No harías esa promesa tan a la ligera si lo entendieras.
Pero Michael sabía que sí, que sí la haría.
Estaba recordando en esos instantes otra promesa realizada en la cordillera de las Cascadas, y tenía intención de cumplirla a toda costa, como aquella otra.
– Voy a llevarte a casa -le prometió.
CAPÍTULO CINCUENTA Y UNO
26 de diciembre, 9:30 horas
COPLEY HABÍA EVALUADO CON detenimiento a sus dos carceleros antes de decidir contra cuál de ellos iba a tener más posibilidades.
Franklin era el más lerdo de ambos con diferencia, pero también el más precavido. Se comportaba como un soldado en un ejército de verdad: acataba las órdenes a rajatabla y no era de los que se las pensaban. Le habían mandado apartarse del preso y así lo hacía. De hecho, se negaba incluso a entablar conversación con él y mantenía la atención concentrada en una de esas revistas escandalosas durante todo el tiempo que durase su turno de guardia.
Por otra parte, sin embargo, el segundo centinela era más inteligente y sociable, y también más curioso. El cautivo apreció enseguida que este otro tipo estaba fascinado por la presencia de un visitante inesperado de otra época y aunque debía de haber recibido las mismas órdenes que Franklin, Lawson no parecía tener inconveniente en saltárselas. Se acomodaba, estiraba las piernas y apoyaba la espalda sobre un cajón para disfrutar de una buena charla. Sinclair observó que las botas de Lawson eran más resistentes, pues estaban provistas de suelas gruesas y cordones fuertes, e infinitamente mejores que sus propias botas de montar, una de las cuales se había desgarrado tras haber montado en el trineo.
Lawson había acudido a su turno con un gran libro lleno de imágenes coloreadas. Copley no podía ver qué era, pero sabía que lo averiguaría en su momento. Lawson era incapaz de permanecer callado durante mucho tiempo.
El británico aguardó en silencio durante varios minutos, al cabo de los cuales su vigilante al fin rompió a hablar.
– ¿Todo guay? -Sinclair le dedicó una benigna mirada de incomprensión- Oh, disculpe, eso quiere decir ´¿cómo está hoy?´. ¿Necesita que llame a la doctora o algo así?
¿La doctora? La presencia de esa mujer era lo último que pediría en este momento.
– No, no, en absoluto. -Sinclair le dedicó una elaborada sonrisa de abatimiento-. Es esta forzada inactividad, nada más. Nuestro buen Franklin habla poco, no es una compañía muy entretenida.
¿Por qué no halagar un poco a ese idiota?
– Es un tipo estupendo. Sólo cumple órdenes.
– Si hay otro camino más seguro a la perdición que ése, me gustaría mucho conocerlo.
Sinclair rió entre dientes, sabedor de que un pronunciamiento tan rotundo sólo iba a servir para espolear más la curiosidad del centinela. Notó como tamborileaba los dedos sobre la cubierta del grueso volumen.
El cautivo preguntó por Eleanor y su bienestar como una cuestión de pura rutina, pues nadie iba a decirle nada relevante a ese respecto, y él lo sabía. Recibió la típica respuesta llena de vaguedades. Incluso Lawson mantenía el pico cerrado en ese tema, pero ¿la mantenían apartada sólo de él? ¿Estaba bien de verdad? ¿Cómo podía ser eso posible? ¿Cómo podía satisfacer esa peculiar necesidad que ninguno de los dos podía confesar a nadie? Ni siquiera él mismo sabía cuánto tiempo podía aguantar, y eso que contaba con el beneficio de haberse bebido la sangre de la foca.
Lawson le dio la vuelta a la conversación y acabó arrimando el ascua a su sardina, como Sinclair sabía que iba a hacer. La fascinación de ese hombre por los viajes del teniente se había hecho evidente durante sus últimos turnos juntos, y el propósito de ese grueso libro ahora le resultaba claro. Era un atlas de cuyas páginas sobresalían unos trocitos de papel coloreado. Lawson sostenía el libro en el regazo y lo abría por las páginas marcadas.
– He intentado trazar el itinerario de su viaje desde Balaclava hasta Lisboa -anunció, hablando como el típico niño empollón en un examen oral-. Creo haber conseguido localizar casi todos los puntos.
El tipo parecía un cartógrafo nato.
Copley esperó.
– Pero me he perdido un poco en torno a Génova. Cuando Eleanor y usted abandonaron la ciudad, ¿navegaron por el mar de Liguria rumbo a Marsella o siguieron la ruta por tierra?
Sinclair se sabía al dedillo el itinerario del viaje a pesar del tiempo transcurrido, pero fingió cierta confusión, como si le costara recordarlo.
De hecho, habían viajado en calesa y se habían detenido en un casino de San Remo, no muy lejos de Génova, donde había ganado una gran suma de dinero en unas partidas a la telesina, una variante local del póquer. Uno de los jugadores le había acusado de hacer trampas y él le había exigido una satisfacción por esa afrenta a su honor. El perdedor supuso que la satisfacción consistía en el duelo, pero en realidad hubo de esperar un poco más. Sinclair le atravesó limpiamente con su sable de caballería y se dio un festín. Luego, cuando hubo terminado con él, se lavó la sangre de la cara en un aromático limonar antes de regresar junto a Eleanor, que le esperaba donde se hospedaban.
– No estoy seguro de recordar el nombre de la villa -dijo Copley como si estuviera haciendo un gran esfuerzo-, pero estaba en Italia. Tal vez se llamara San Remo. ¿Puede encontrarlo ahí en ese mapa?
Vio a su interlocutor pegar la cabeza al papel e intentar trazar la ruta con el dedo. Lo estudió. Llevaba en la cabeza uno de esos estúpidos pañuelos propios de los marineros rasos. Era cuestión de tiempo que Sinclair lograra engatusarle para que se acercara y le mostrara el mapa en cuestión.
Luego, se libraría de las cadenas y reclamaría a la esposa arrebatada.
– Mañana -repitió Murphy, inclinándose sobre el respaldo de la silla de su despacho-. El avión de avituallamiento aterrizará mañana a las ocho. -Hundió los dedos en el pelo y se pasó la mano por la cabeza una vez más mientras sostenía en la otra el rotulador rojo con el cual había dibujado un círculo en torno al día siguiente en la pizarra blanca situada en la pared de detrás de su mesa-. Y tú vas a volver en ese avión -le espetó a Wilde.
– Pero ¿de qué me hablas? -protestó Michael-. Mi pase de la NSF no expira hasta final de mes.
– Se nos echa encima otro sistema de bajas presiones y para cuando haya pasado el frente las fisuras de los glaciares van a estar aún peor que ahora. El avión no podría aterrizar.
– Pues ya tomaré el próximo.
– ¿Dónde te crees que estás, chaval? -soltó Murphy-. No hay próximo avión hasta por lo menos el mes de febrero.
Michael no paraba de darle vueltas al asunto. ¿Cómo iba a ser posible que se marchara al día siguiente? Le había hecho una promesa a Eleanor y no estaba dispuesto a romperla. Se volvió hacia Darryl, pero éste se limitó a devolverle una mirada de comprensión.
– ¿Qué planes tienes para Eleanor y Sinclair? -preguntó Michael de sopetón-. Yo fui el primero en encontrarlos.
– Qué más quisiera yo que no los hubieras hallado. Maldita sea, qué ganas tengo de librarme de ellos.
– Soy la persona en quien más confían.