– ¿De verdad? ¿No llamaste pidiendo refuerzos la última vez que visitaste a Sinclair? ¿Qué sucedió con esa confianza? ¿Se rompió o qué?
El periodista aún se lamentaba de ese error de cálculo, y cuando Darryl se lanzó a explicar algún prometedor trabajo de hematología realizado en el laboratorio, Michael se devanaba los sesos. ¿Había llegado la hora de exponer su idea? ¿Acaso iba a tener otra oportunidad?
– Ambos deberían volver conmigo -soltó, interrumpiendo el discurso del biólogo.
Darryl se calló de inmediato y se volvió hacia él mientras el jefe O´Connor sacudía la cabeza con exasperación.
– ¿Y cómo sugieres que apañemos eso? -inquirió Murphy-. ¿Qué te piensas que tenemos aquí, la estación de Paducah a nuestra disposición? Un avión no aterriza y recoge tres pasajeros cuando en el listado de embarque figura sólo uno.
– Eso ya lo sé, pero ten un poco de paciencia conmigo. -Wilde estaba terminando de encajar las piezas del puzle mientras permanecía ahí sentado-. La esposa de Danzing está al corriente de la muerte de su esposo, pero desconoce la fecha de repatriación del cadáver, ¿no es cierto?
– Cierto, pero aún no he sacado tiempo para llamarla y contar que su esposo revivió, se convirtió en un zombi y acabó flotando por algún lugar debajo de la capa de hielo. Se hace cuesta arriba telefonearla, ¿no te parece?
– ¿Y qué hay de Ackerley? -presionó Michael-. ¿Sabe su madre la fecha prevista para el regreso del cuerpo a casa?
– No estoy seguro de que sepa algo -dijo Murphy, cada vez más intrigado-. Como os dije, la noticia la ha dejado atolondrada.
– Dejadme pensar -pidió Wilde, agachando la cabeza y concentrándose con todas sus fuerzas-, dejadme pensar. -Resultaba descabellado, pero ahora todas las piezas parecían encajar y tenía la corazonada de que incluso podía funcionar-. La esposa de Danzing…
– María Ramírez -le recordó el jefe O´Connor.
– Trabaja como forense del condado en Miami Beach.
– Sí, allí fue donde conoció a Danzing. En aquel entonces conducía un coche fúnebre. De hecho, él me dijo una vez…
– Dile a María que yo voy a acompañar los cuerpos de su esposo y de Ackerley a Miami Beach.
– Pero no es el caso -repuso Darryl, perplejo-. Danzing no volverá a levantarse, excepto quizá en mis pesadillas.
– Y la verdad -siguió Michael, sin hacerle caso al biólogo-, tampoco es que ella tenga mucho interés en tener allí el cadáver. ¿No fue la propia María quien dijo que nunca le había visto tan feliz como cuando bajaba hasta aquí, donde quería ser enterrado si se cumplían sus deseos?
– Ya, pero le informé de que la ley prohíbe los entierros en la Antártida -contestó Murphy.
– ¿Y qué hay de Ackerley? Vas a dejar sus restos aquí, ¿no es cierto? -insistió Michael-. ¿O planeas enviar a casa un cuerpo con un tiro en la cabeza? -Michael supo que tenía a O´Connor en su poder cuando le vio retorcerse en su silla-. Una bala de tu pistola, ¿no?
Darryl esbozó un gesto burlón al oír aquello y comentó:
– Anda, mira, por fin vamos a enterarnos de qué hiciste con los restos de Ackerley… Pidió ser incinerado, me consta, pero eso es una manifiesta contravención de los protocolos de la Antártida, ¿o no?
– Correcto, esto es lo que vamos a hacer -zanjó el jefe O´Connor, mirando a Hirsch fijamente a los ojos, sosteniéndole la mirada-. Oficialmente, Ackerley se cayó dentro de una grieta del glaciar mientras realizaba un trabajo de campo.
Michael suspiró de alivio al oír aquello.
– Eso es perfecto.
– No te sigo, chaval -admitió Murphy.
– ¿No lo ves? Podemos meter en ese avión dos bolsas de cadáveres, pero los nombres escritos en las etiquetas no tienen por qué coincidir con sus verdaderos ocupantes.
Michael veía que al jefe O´Connor se le habían bajado las persianas y andaba espeso de mente. Se llevaría el gato al agua si seguía presionando de forma convincente.
– Tal vez Eleanor y Sinclair no sean capaces de abandonar la estación como pasajeros de ese avión, pero podrían hacerlo perfectamente como carga. Te bastaría con usar unos papeles parecidos a los que has usado para meterme en ese vuelo. Volvemos a Santiago, y de allí, a Florida.
En la habitación reinó un silencio sepulcral, roto tan sólo por el tictac del reloj hasta que Darryl intervino:
– Hay nueve horas de vuelo desde Santiago a Miami. Morirán en el viaje.
– ¿Y eso por qué? -dijo Michael-. Han padecido cosas peores. Prueba a tirarte un siglo en suspensión animada. Comparado con eso, va a parecerles una bicoca.
– Ahora es diferente -replicó Murphy-. Están vivitos y coleando y, además, tienen cierto problemilla del que no hablas porque no te conviene.
– De eso estaba hablando antes de que me interrumpieran con tan poca educación -terció Darryl.
Michael se reclinó sobre el respaldo del asiento, feliz y contento de que alguien le diera el relevo, pero no tardó en comprender que el pelirrojo no se conformaba con un first down, él no perseguía las yardas del primer intento, él pretendía llegar a la zona de anotación.
Tras describir con orgullo los logros realizados en el laboratorio con el Cryotenia hirschii, dio a entender con bastante claridad que había encontrado una cura, o al menos algo muy similar hasta que se perfeccionara, para la enfermedad de Eleanor y Sinclair.
Si Michael le había entendido bien, Hirsch se declaraba capaz de extraer las glicoproteínas anticongelantes de los peces e inyectarlas en el sistema circulatorio humano. Una vez hecho esto, la sangre era capaz de llevar oxígeno y nutrientes sin necesidad de recibir continuas aportaciones adicionales de hemoglobina. Parecía irracional. Sonaba a locura. Tenía pinta de ser imposible. Pero era el primer hilo al que podía agarrarse, por muy frágil que fuera, y a él le valía.
– Me parece un disparate de tomo y lomo, pero no soy el científico en esta reunión. ¿Cómo sabes si funcionará?
– No lo sé -replicó Darryl-. El pez ha tolerado la sangre recombinada, pero Eleanor y Sinclair son otra cuestión.
«Y nos hemos quedado sin tiempo para hacer pruebas», caviló Michael.
– Pero me gustaría que todos recordarais -repitió el biólogo otra vez con tono solemne- que los dos van a verse en el mismo aprieto que mi pez. Pueden darse por muertos si alguna vez el hielo llegase a entrar en contacto con sus tejidos.
Los tres hombres debatieron y analizaron todos los elementos del plan durante la siguiente media hora a fin de que éste tuviera visos de éxito. El propio Murphy reconoció que no había consignado todo lo acaecido en la documentación de la base.
– No encontré la forma adecuada de explicar eso de que dos muertos habían vuelto a la vida.
El jefe O´Connor estaba muy preocupado por lo que el periodista hubiera podido contar a su editor. Pero Michael le aseguró que ya había deshecho el entuerto, y concluyó diciendo:
– Aunque eso implique que probablemente no vuelvan a darme otro encargo decente en la vida.
Una llamada desde la estación polar McMurdo, centro logístico para la mitad del continente, les obligó a poner fin a la reunión. Murphy los echó de su oficina con un ademán de la mano y ellos salieron mientras él empezaba a recitar las lecturas de presión barométrica registrada en Point Adélie en las últimas veinticuatro horas.
Hirsch y Wilde se demoraron en el recibidor de la entrada para tomarse un respiro y analizar cuanto acababan de hablar. Michael andaba al borde del ataque de nervios, y se sentía como si las venas fueran cables de alta tensión por los que circulara la electricidad.
– Bueno, ¿cuándo podrías hacer la prueba de esa transfusión?
– Sólo necesito otro par de horas en el laboratorio. Tendré el suero preparado para entonces.
– Pero estamos rodeados de hielo -le recordó Michael, temeroso.