– ¿Qué estás diciendo? ¿Has perdido la cabeza?
– Haz lo que te digo. No voy a dar un paso a menos que lo hagas.
Él se arrancó el abrigo exasperado.
Eleanor sacó la bolsa y encontró una aguja nueva en el armario.
– ¡Súbete la manga! -le ordenó, mientras llenaba la jeringa.
– Eleanor, por favor, no hay esperanza ni ayuda para nosotros. Somos lo que somos.
– Calla ya -susurró la mujer-. La doctora podría oírte.
Limpió la piel con el alcohol, y le dio unos golpecitos para descubrir dónde se encontraba la vena, y luego presionó el émbolo de la jeringa como había visto hacer a Charlotte para extraer el aire.
– Quédate muy quieto -le explicó ella, insertando la aguja y después presionando el émbolo. Podía adivinar lo que debería de estar sintiendo, el helor extendiéndose por su corriente sanguínea y la liega desorientación. Cuando retiró la aguja, él pareció indemne al principio, lo cual la asustó. ¿Había usado la medicina equivocada o se la había administrado incorrectamente?
– No sé qué clase de brujería ha sido la que has puesto en práctica, pero, ¿podemos irnos ya? -insistió él, bajándose la manga y poniéndose de nuevo el abrigo por encima de la chaqueta de su uniforme. Le colgaban unas tiras de trenza dorada como borlas-. ¿Dónde está tu abrigo?
Se apresuró a entrar en la habitación contigua, donde encontró el abrigo y los guantes de la joven, y después regresó y comenzó a envolverla en ellos.
– Tengo un plan -le informó-: vamos a botar un barco de los de la factoría ballenera. Si nos rescatan en el mar…
Entonces se estremeció, desde la coronilla hasta las suelas de las botas, unas botas diferentes, por cierto, y trastabilló hacia atrás hasta el borde de la cama.
Era la medicina correcta. Eleanor suspiró aliviada. Ahora él estaría incapacitado el tiempo suficiente para que ella pudiera explicárselo todo. Se arrodilló a un lado de la cama y los faldones de su largo abrigo se extendieron por el suelo mientras ella estrechaba las manos de Sinclair entre las suyas.
– Sinclair, debes escucharme. Tienes que comprenderlo.
Él la miró con los ojos desorbitados.
– Pasa un poco de tiempo hasta que la medicina hace efecto del todo, pero cuando lo haga, no volverás a sentir la necesidad que sientes ahora. -Incluso en los peores momentos, durmiendo en sótanos o acicateando los caballos por pasos de montaña bajo un diluvio, siempre se habían referido a su enfermedad en los términos más indirectos-. Sin embargo, la doctora me ha dicho…
Él intentó intervenir y se aclaró la garganta.
– La doctora… -Pero ya no pudo continuar.
– La doctora y los otros también me han dicho que no debemos tocar el hielo. ¿Me entiendes? ¡No debemos tocar el hielo! Si lo hacemos, moriremos.
Él se la quedó mirando como si se hubiera vuelto loca de repente. Luego se echó a reír, con amargura.
– Te endilgan un cuento de hadas y te lo crees.
– Oh, Sinclair, claro que sí. Claro que me lo creo.
– Pero aquí no hay más que hielo. ¿Es que había alguna forma mejor de conseguir que fueras una prisionera voluntaria?
Eleanor inclinó la cabeza, desesperada.
– No somos sus prisioneros y ellos no son nuestros captores. Esto no es la guerra.
Cuando alzó la mirada, vio que para Sinclair sí que lo era, y que siempre sería la guerra. Incluso aunque la necesidad física se aplacara, la enfermedad había hundido sus raíces tan profundamente dentro de su alma que no habría forma de extraerla de ningún modo, nunca. Incluso entonces, con el sudor perlándole la frente y la piel húmeda al tacto, se irguió tambaleante y obedientemente, como si hubiera sonado una corneta, se puso el abrigo y los guantes. Ella esperó, rezando para que la medicina le hiciera efecto del todo, pero él parecía estar usando toda su fuerza de voluntad para combatir sus repercusiones.
– ¡Sinclair!, ¿has escuchado una sola palabra de lo que te he dicho? No podemos salir de aquí sin protección.
– Entonces, por el amor de Dios, ¡abróchate ya! -replicó él, agarrando la manga de su abrigo. Eleanor apenas tuvo tiempo de coger el broche de la mesilla de noche antes de que él la arrastrara hacia la salida de la sala de enfermos-. Hace un día estupendo ahí fuera.
Avanzó pesadamente por el pasillo y abrió la puerta de un golpe hacia la rampa exterior. La luz del sol relumbró sobre la nieve y el hielo, y Eleanor sacó las gafas del bolsillo del abrigo y se las puso instintivamente.
– Los perros ya están uncidos al arnés -comentó, satisfecho-. Es de lo primero de lo que me he asegurado.
¿Lo había hecho? ¿Cuánto tiempo llevaba rondando el campamento?
Bajó la rampa con mucha dificultad con Eleanor a la zaga cuando repentinamente se detuvo y exclamó:
– De todos los estúpidos y malditos estorbos…
Eleanor se había echado la capucha sobre el rostro y la había ajustado cuidadosamente cuando al mirar por debajo de ella percibió a Michael de pie a unos cuantos metros, con la boca abierta, la mandíbula casi desencajada y con un aparato de metal negro con tres patas bajo el brazo. Parecía intentar encontrarle sentido a lo que estaba viendo.
– Si yo fuera tú -dijo Sinclair-, me daría la vuelta ahora mismo y echaría a correr.
Los ojos del periodista se dirigieron directamente a los de Eleanor, a la búsqueda de alguna respuesta.
El teniente apartó uno de los faldones del abrigo mostrando el sable que colgaba de su costado, pero cuando intentó avanzar de nuevo, Michael le bloqueó el camino con rapidez.
– ¡Buen Dios, tengo prisa! -explotó Sinclair, como si estuviera echándole una bronca a un chico de los establos algo retrasado. Soltó el brazo de Eleanor para sacar la espada de la vaina.
– Y ahora apártate de mi camino -repuso, blandiendo el sable bajo el resplandor del sol polar-, o te derribaré justo ahí donde estás.
– Michael -intervino la mujer-, ¡haz lo que te dice!
– Eleanor, ¡no debes salir fuera! ¡Tienes que volver adentro!
El intercambio de frases irritó a Sinclair, cuya mirada pasó de uno a otro con ojos relampagueantes, pero ardía con una fría furia cuando la fijó en Michael.
– Quizá es que he estado ciego -comentó mientras avanzaba hacia el periodista, apuntándole con la punta del acero.
Para el espanto de Eleanor, el reportero no se retiró, sino que alzó el artilugio metálico -con sus tres patas, como el caballete de un artista- y lo enarboló como si fuera un arma.
Era una locura, pensó ella, una completa locura.
– Tú puedes marcharte -le dijo el reportero, manteniendo su puesto-. No voy a intentar detenerte, pero Eleanor se queda.
– Así que de esto va la historia -se burló Sinclair-. Eres más estúpido de lo que pensaba.
– Quizá tengas razón -repuso Michael, dando un paso hacia delante-, pero así están las cosas.
El teniente hizo una pausa, como si estuviera reflexionando, y, de repente, arremetió contra Michael, con la espada silbando en el aire. La hoja chocó contra las patas del trípode, y le arrancaron unas chispas azules que revolotearon en el aire. Michael retrocedió, pero siguió luchando para frenarle.
Sinclair avanzó, acosándole con la punta de la espada, haciéndola girar en pequeños círculos. Eleanor se dio cuenta en ese momento de que su teniente tenía una herida en la nuca, donde alguien le había cortado el pelo para curarle la herida.
Michael fintó con el trípode, empujando a Sinclair con él, pero éste le respondió rechazándolo hacia un lado y continuó avanzando hacia él.
– No tengo tiempo -comentó-, así que tendrá que ser rápido.
Lanzó un par de tajos y al tercer golpe arrancó el trípode de las manos del reportero, que cayó con un ruido metálico contra el suelo duro. Michael se arrastró por el suelo buscándolo, ya que no tenía otra arma a mano, mientras el teniente alzaba el reluciente sable por encima de su hombro izquierdo para descargar el golpe fatal.