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En ese momento se oyó un grito escalofriante y Charlotte, envuelta en una bata de seda verde y con las trenzas bailoteando alrededor de la cabeza, se lanzó por la rampa hacia abajo y le empujó.

El teniente trastabilló hacia delante, a punto de perder el sable, pero luego se giró, descargando el golpe en su nuevo atacante. La doctora recibió el impacto en la pierna y cayó, mientras su sangre se derramaba sobre la nieve.

Éste fue el turno de gritar de Eleanor, pero antes de que pudiera acudir en ayuda de Charlotte, Copley la cogió de nuevo por la manga del abrigo.

– ¿Podrás soportar la separación? -le recriminó, lleno de furia, y la arrastró hacia el barracón de los perros.

Ella lo acompañó por su propia voluntad, aunque sólo fuera para darles a Michael y a Charlotte tiempo suficiente para escapar.

CAPÍTULO CINCUENTA Y CUATRO

26 de diciembre, 3:00 horas

MICHAEL SE ARRODILLÓ JUNTO a Charlotte e intentó evaluar la magnitud de la herida.

– No tiene mala pinta -aseguró la doctora, sentándose y haciendo un gesto de dolor-. Sólo ha afectado a la carne.

– Te ayudaré a volver a la enfermería.

– Puedo llegar por mis propios medios -replicó ella-. ¡Ve a por Eleanor!

Pero le cedieron las rodillas cuando intentó ponerse en pie y Wilde tuvo que pasarle un brazo por la cintura para ayudarla a subir la rampa y entrar en la enfermería. Cuando pudo sentarla en una silla, y mientras seguía sus instrucciones para traerle el antiséptico, los antibióticos y las vendas, escuchó el tintineo de los arneses del trineo pasando justo por delante.

Al asomarse por la ventana, vio a Sinclair con su chaqueta roja y dorada de pie sobre los patines. Llevaba un pasamontañas y unas gafas; aparentemente había aprendido pronto cómo sobrevivir al tiempo en la Antártida. Eleanor estaba arrebujada en el compartimento de carga de brillante color naranja, con la cabeza abatida y la capucha ajustada, cuando el trineo pasó por allí con un fuerte ruido de siseo.

– Dime que ése era Santa Claus camino de su casa -bromeó Charlotte, empapando u algodón en antiséptico.

– Se dirigirá hacia la vieja estación ballenera -repuso Michael-. No hay otro sitio adonde puedan ir, especialmente ahora que se avecina una tormenta.

– Vete rápido -le insistió Charlotte de nuevo-, pero pídele primero un arma a Murphy. -Se encogió al aplicarse la torunda a la pierna-. Y llévate refuerzos.

El periodista le dio un confortador golpecito en el hombro y le dijo:

– ¿No te ha dicho nadie que no se debe empujar a un hombre con una espada en la mano?

– Está visto que nunca has trabajado en el turno de noche de urgencias.

Michael regresó corriendo por el vestíbulo, pero en vez de alertar a nadie más se dirigió directamente hacia el cobertizo que hacía de garaje. Reunir una partida llevaría tiempo y un arma sólo serviría para que terminara herido quien no debía. Además, sabía que podía alcanzarlos usando la motonieve. La única cuestión era si podría cogerlos antes de que Eleanor se viera fatalmente expuesta al hielo.

La primera motonieve que encontró fue una Artic Cat de color negro y amarillo, y se montó en ella de un salto, comprobó el indicador de combustible y arrancó el motor. El vehículo salió disparado del cobertizo, saltando salvajemente sobre la nieve resbaladiza, tanto que Michael estuvo a punto de salir despedido. Tuvo que frenar un poco, al menos hasta que estuviera fuera de la base, pero cuando dobló la esquina del módulo de administración casi se echó encima de Franklin. Éste se apartó de un salto y se libró de ser atropellado por muy poco.

– ¡Ve a la despensa de la carne! -le gritó Michael por encima del rugido del motor-. ¡Comprueba cómo está Lawson!

Michael odiaba pensar en lo que podría haber sucedido allí, pero estando Sinclair libre, desde luego, no podía ser bueno.

Una vez que rebasó la explanada principal, el reportero aferró con fuerza el manillar y aceleró la máquina, aunque con una mano debía mantener ajustada la capucha para que no se le fuera hacia atrás. Muy lejos, adelante, percibió el uniforme rojo del teniente y el naranja reluciente del trineo, mientras los perros aceleraban a través del hielo y la nieve. «Por favor», rogó, «que la piel de Eleanor esté bien cubierta».

Wilde vio que el teniente había colocado los perros en parejas en vez de en forma de abanico con traíllas más largas, y él sabía que hacer eso era particularmente peligroso en las condiciones actuales. Estando los perros tan cerca unos de otros, era fácil que al cruzar algún frágil puente de hielo, el peso de todo el trineo lo hiciera ceder, cayendo primero los perros y luego el mismo vehículo, que se vería arrastrado hasta las profundidades sin fondo de la grieta.

Sin embargo, a él mismo le podía pasar algo parecido. Por eso, intentó permanecer en el trazado que marcaba el trineo, aunque no resultaba fácil. El resplandor plateado del terreno era molesto y penetrante, y la avalancha de hielo y nieve que arrojaban los patines delanteros de la Artic Cat volaban hacia atrás, de modo que se adherían al parabrisas y a los cristales de sus gafas.

Conforme se acortaba la distancia entre ambos, el reportero comenzó a preguntarse qué iba a hacer cuando los alcanzara. Se devanó la cabeza, preguntándose qué podría haber en el compartimento para emergencias de la motonieve. ¿Un botiquín? ¿Algunas cuerdas de nailon? ¿Un GPS? ¿Una luz de emergencias?

Y entonces recordó cuál sería el artículo esencial que habría con seguridad: una pistola de bengalas.

Un teniente de lanceros no conocería la diferencia entre ésa y una pistola real.

El trineo giraba literalmente hacia la costa, y el reportero vio cómo Sinclair volvía la cabeza, consciente ahora de que le perseguían. El sol incidió sobre sus gafas y las charreteras doradas, así como en los faldones escarlatas de su chaqueta, que se agitaron al viento como la cola de una zorra. El pasamontañas negro le daba un aspecto menos parecido a un soldado que al de un ladrón en plena huida.

El deslizador estaba dando la vuelta en ese momento alrededor de un nunatak o pico montañoso negro como el carbón y el peligro se hizo entonces aún mayor, especialmente si Sinclair no lo descubría. Solían formarse bastantes grietas en torno a la base de aquellos salientes rocosos e incrementaban en número y profundidad conforme el glaciar se aproximaba al mar. El teniente continuaba dirigiéndose hacia la costa, sin duda, porque le facilitaba la orientación. En la Antártida era difícil juzgar las distancias, así como las direcciones, ya que apenas había puntos de referencia útiles, y el paisaje mantenía el mismo aspecto a veces incluso durante cientos de kilómetros. El sol, que en esa fecha estaba justo encima de sus cabezas, tampoco servía de mucho. Las sombras se quedaban pegadas a los talones de la gente como perros obedientes.

Michael estaba dividido entre el deseo de adelantar enseguida al trineo para forzar un enfrentamiento sobre un hielo inestable y la conveniencia de esperar hasta que hubieran alcanzado el suelo sólido de Stromviken, mas ése era el terreno del teniente y quién sabía las ventajas que podría extraer de él una vez que llegaran allí.

El inglés se vio obligado a disminuir la velocidad del trineo. Wilde aguzó la vista y descubrió los bloques recortados de un campo de seracs alzándose del terreno, como si un tenedor gigante hubiera estado revolviendo el suelo con sus púas. Los perros buscaban un camino alrededor del obstáculo, y Sinclair se inclinaba sobre el asidero, urgiéndoles a continuar.

Michael limpió el hielo y la nieve de sus gafas y agachó la cabeza detrás del parabrisas. Unas tenues nubes blancas se extendían como muselina por todo el cielo, tapando la luz del sol y haciendo caer la temperatura unos cuantos grados más, hasta detenerse a treinta grados bajo cero. La motonieve se acercaba rápidamente al trineo, tanto, que podía ver el sable del teniente golpeándole en el costado y la cabeza de Eleanor, bien envuelta en la capucha, que sobresalía ligeramente de la cesta del deslizador.