Выбрать главу

En Point Adélie, ella le había confesado que lo que más deseaba en el mundo era sentir el calor del sol sobre el rostro y él estaba deseando poder mostrarle la salida del sol sobre el océano. Acababan de pararse en un cruce de la calle, donde se les emparejó un vendedor callejero que empujaba un carrito de helados italianos, casi el único peatón que vieron a esa hora y que les lanzó una mirada esperanzada.

Michael reaccionó como si el hombre llevara dinamita, a juzgar por el modo en que apartó a Eleanor del carro. El vendedor se le quedó mirando como si se hubiera vuelto loco, pero Michael se sabía las reglas y era consciente también de que nunca iba a poder bajar la guardia. Siempre tendría que estar alerta, y cuando viniera el momento en que pudiera contarle a ella el resto del secreto, igualmente tendría que mantener la discreción ante los demás. Pero, ¿por qué molestarla, en ese extraño momento en que ella iba a volver a experimentar la felicidad, con algo que él podía cargar a solas?

Cuando cruzaron la calle y después las dunas cubiertas de maleza, el cielo parecía variar del intenso color púrpura como la tinta a un resplandor rosado. Michael la llevó hasta las altísimas palmeras, a disfrutar de la brisa del mar, y después hacia las olas. Mientras al sol subía por el horizonte, se sentaron en la arena blanca y simplemente contemplaron el paisaje. Observaron cómo ascendía el sol, convirtiendo el océano en un espejo plateado, barnizando las nubes con un matiz rubí. Los ojos verdes de Eleanor relumbraron a la luz de la mañana y cuando un águila pescadora barrió la superficie del agua, la siguió con la mirada. Fue entonces cuando él descubrió su sonrisa atribulada.

– ¿Qué te pasa? -inquirió.

– Estaba pensando en algo -repuso ella, con su largo pelo castaño, aún húmedo por el baño, cayéndole sobre los hombros-, en una cancioncilla de una revista de variedades de otra época.

– ¿Qué decía? -Él percibió cómo sus dedos se deslizaban dentro de su mano. Expuestos al sol de la mañana, habían adquirido algo más de calor. El águila se precipitó sobre las olas.

– Y algún día iremos a la orilla del mar -recitó ella con voz cantarina-, donde hay cocoteros tan altos como San Pablo y la arena es tan blanca como la tiza de Dover.

Su mirada se deslizó por el brillante horizonte, la amplia playa blanca, Michael percibió algo parecido a la alegría bailoteando en sus ojos.

– Y así es -continuó ella, aún sosteniendo su mano-, aquí estamos.

Roberto Masello

***