– Estoy acostumbrado a las hazañas bastante descabelladas que se les ocurren a los científicos que debo llevar de un lado para otro -se le encaró Purcell-, pero me imagino que son tan listos que se les puede permitir que hagan alguna que otra estupidez. Pero de usted, no me imagino nada en absoluto. No es un científico y tan seguro como que hay Dios, que no es marino.
El alférez Gallo, que estaba delante de una rueda plateada montada en una consola aislada, informó:
– El barómetro está cayendo de nuevo, señor.
– ¿A cuánto? -ladró Purcell en respuesta, haciendo girar de nuevo su silla y ajustándose los auriculares que se le habían torcido mientras le echaba la bronca a Michael.
– Nueve con ochenta y cinco, señor.
– Jesús, lo vamos a tener encima esta noche.
Los ojos del capitán examinaron los monitores y diales relucientes, el sónar, el radar, el GPS y el calón; todos mostraban un flujo constante y multicolor de datos.
Una salpicadura de granizo se estrelló contra las ventanas cuadradas del lado oeste y el barco cedió como si lo hubiera abofeteado una mano gigantesca. Michael se agarró con fuerza a una de las tiras de cuero que colgaban del techo. Había oído historias de marineros que habían salido por los aires de una punta a la otra del puente y se habían roto brazos y piernas en el proceso. Se preguntó si su flagelación pública había terminado o si se suponía que debía esperar aún.
A pesar del rugido del mar en el exterior, el golpeteo como latigazos de la lluvia y el aullido del viento que parecía venir de todos lados a la vez, la atmósfera del puente rápidamente recuperó la tranquilidad de un centro de operaciones. Los blancos paneles de luz achatados del techo arrojaban una fría luz uniforme sobre las paredes azules de la habitación, y los oficiales hablaban unos con otros en un tono de voz bajo, pausado, con los ojos fijos en los datos que ofrecían los instrumentos.
– Sala de máquinas, avante toda -ordenó Purcell, y el teniente Ramsey, con el que Michael se había encontrado un par de veces, cogió un regulador con una pequeña manilla roja. Mientras ejecutaba la orden, repitió las palabras del capitán.
Poco después, Ramsey asintió discretamente en dirección a Wilde, que aún permanecía en pie como un chico al que alguien ha llevado a la oficina del director, y le dijo a Purcell con brusquedad:
– Si no necesita aquí más al señor Wilde, señor, quizá debería reunirse con Ops en la torreta de mando. Es imposible caerse desde allí y seguramente le gustará ver como se dirige el barco.
Purcell resopló disgustado y sin volverse respondió:
– Avísele: va a tener que hacerse a nado todo el camino hasta Chile si se cae al mar. Lo lleva claro si se piensa que esta nave va a dar media vuelta por él.
Michael no lo dudó y lo tomó como una autorización para ascender por las escaleras en espiral que le señaló Ramsey y, rápidamente, comenzó a subir.
– ¿Te gustaría tener un poco de compañía, Kathleen? -le escuchó decir a Ramsey a través de sus auriculares, pero no se detuvo a comprobar si iba a ser bien recibido o no. Siguió hacia arriba hasta que estuvo fuera del puente, y se encontró de pie en una plataforma en un túnel casi totalmente negro, del que partía una escalerilla de hierro hacia arriba.
El rompehielos retembló y él se estrelló contra las paredes redondeadas, golpeándose los hombros. Se sintió como si estuviera dentro de la chimenea de El mago de Oz, cuando le cogió un tornado y le hizo dar tantas vueltas. Allí arriba, al menos a unos siete u ocho metros de altura, percibió un resplandor azul, muy parecido al que deja un televisor al apagarse, y pudo escuchar los pitidos y zumbidos de la maquinaria.
Puso la bota en el primer peldaño de la escalerilla y comenzó a subir muy despacio. Salía despedido de espaldas contra la escalerilla, cuyos peldaños se le clavaban en la espalda cada vez que se alzaba la proa, para luego verse arrojado hacia delante cuando se enderezaba el barco. Estuvo a punto de partirse los dientes de delante en una ocasión, y se le pasó por la cabeza la posibilidad de que le quitaran el permiso dental si eso llegaba a ocurrir.
Los peldaños estaban fríos y húmedos y tenía que sujetarse con fuerza en uno antes de poner el pie en el siguiente. Cuando logró alcanzar los últimos vio un par de zapatos negros de suela de goma y después unos pantalones azules. Se arrastró el resto del camino y cuando el barco pareció nivelarse durante un par de segundos, se pudo poner en pie.
La oficial de operaciones sujetaba con firmeza una versión más pequeña de la rueda que había más abajo, con su severa expresión iluminada por el monitor del GPS y un par más de instrumentos que Michael no pudo identificar. Tenía los ojos fijos justo delante suya y la mandíbula apretada. Pegado a su corto cabello marrón llevaba unos auriculares. La misma torreta de mando, el equivalente actual de un nido de cuervo, apenas dejaba espacio para ambos y Michael procuró no echarle el aliento al cuello.
– Salir a la cubierta ha sido muy mala idea -le dijo, recordándole a Michael que había sido ella la que le había pillado-. Estamos registrando vientos de unos ciento sesenta kilómetros por hora.
– Ya lo he cogido -comentó él-. El capitán creo que también lo ha mencionado. -Entonces, esperando cambiar de tema, continuó-: ¿Así que aquí pasa usted el tiempo, sentada en el asiento del conductor?
Había por todos lados ventanas reforzadas, equipadas con pantallas de vidrio giratorias, impulsadas por la fuerza centrífuga para evacuar agua como los limpiaparabrisas, y ofrecían una visión sin obstáculos de trescientos sesenta grados del rugiente océano que les rodeaba. Detrás de él, en la cubierta de popa, se había soltado uno de los extremos de la lona que cubría el helicóptero y aleteaba como el ala enorme de un murciélago, de oscuro color verde.
Ojalá hubiera podido conseguir una foto decente…
– Cuando la visibilidad es tan limitada como en el día de hoy, con una alta marejada como ésta, el control del barco pasa a la torreta de control.
Michael comprendió por qué. Mirase donde mirase, la imagen mostraba un movimiento convulso, con el mar gris revuelto y agitado a kilómetros de vista, lleno de grandes bloques de hielo afilados dando vueltas, sumergiéndose y chocando unos contra otros. Las olas más altas que había visto en su vida impactaban contra la proa del barco, estrellándose contra la cubierta de proa y lanzando espuma congelada al aire. El agua pulverizada llegaba hasta las ventanas de su aguilera.
Y todo ello, tanto el bullente oleaje enloquecido y el cielo turbio como las manchitas negras de los pájaros, arrastradas como hojas por el viento aullante, estaba bañado por la luz antinatural del sol austral, un orbe de tono cobrizo mate fijado empecinadamente en el horizonte de septentrión. Era como si toda aquella imagen tumultuosa estuviera iluminada desde abajo por una linterna gigante que quemaba sus últimas gotas de carburante.
– Bienvenido a los Aulladores Cincuenta -añadió la oficial de operaciones en un tono de voz algo más agradable-. Una vez que se traspasan los cincuenta grados de latitud sur, es cuando uno se encuentra con el mal tiempo de verdad.
La proa del cúter se alzó con tanta ligereza como si la hubieran empujado desde abajo hasta que estuvo apuntando hacia arriba casi hasta las deshilachadas nubes de tormenta que se apresuraban por el cielo meridional. Kathleen se aferraba al timón con los pies bien aposentados y separados, y Michael intentó afirmarse contra el pasamano de la barandilla.
Unos momentos más tarde, subieron a la cresta de una ola y sintió un hormigueo bajo los pies. Cuando pasó, el barco se tambaleó y después cayó como una piedra, resbalando por el costado de aquella pronunciada colina. A través de la parte frontal de la torre de control, Wilde pudo mirar hacia aquel gigantesco seno, una grieta oscura del tamaño de un desfiladero, sin que hubiera nada allí salvo un fondo acuático que parecía retirarse cuando el barco se precipitaba a él de cabeza.