Se detuvo en la alfombra del corredor cuando llegó a la puerta y en silencio apoyó la oreja sobre la madera. Como bien sabía, la pieza constaba de dos habitacioncitas: una antecámara con muebles de arce y un dormitorio provisto de una cama de cuatro columnas con baldaquín. Escuchó el reverberar de la voz de Fitzroy en el cuarto y después un sollozo apenas audible de la chica.
– Vas a hacerlo -tronó Fitzroy.
La muchacha lloriqueó de nuevo, llamándole ‹señor› una y otra vez. Desde fuera daba la impresión de que ella se movía despacio y con precaución por el dormitorio. Un vaso o una botella se hicieron añicos al estrellarse contra el suelo.
– No pienso pagar por esto -aseguró Fitzroy.
Sinclair escuchó el silbido de un látigo al cortar el aire; luego, un grito.
Abrió de golpe la puerta y cruzó la antecámara a la carrera para entrar en el dormitorio. El hombre estaba desnudo de cintura para arriba, pero todavía llevaba puestos los pantalones blancos; uno de los tirantes le colgaba suelto y sostenía el otro en la mano.
– ¿Sinclair? Que me zurzan…
La chica cubría su desnudez con una sábana ensangrentada. Tenía el rostro lleno de churretes, pues el mar de lágrimas había movido todo el maquillaje y los coloretes.
– Entrar aquí de esa manera… ¡Menuda desfachatez! -exclamó Fitzroy mientras se dirigía a por sus ropas, depositadas en un largo banco de madera-. ¿Dónde está John-O?
– Vístete y vete de aquí.
– Quien va a marcharse eres tú -aseguró Fitzroy, cuya barriga le colgaba como un saco de patatas.
El tripudo echó mano a un bolsillo y extrajo de él una Derriger plateada de dos cañones, el arma típica de un fullero como él. Sinclair Copley no debía sorprenderse. La chica vio su oportunidad y pasó corriendo entre ambos y salió pitando de la estancia.
La visión de la pistola no disminuyó la determinación de Sinclair, más aún, la reafirmó.
– Gordinflón cobardica. Si me apuntas con eso, empieza a pensar en apretar el gatillo -le desafió, avanzando un paso con gesto amenazador.
El truhán retrocedió hasta las ventanas.
– Lo haré, dispararé -gritó él.
– Dame eso -gruñó Copley al tiempo que daba otro paso y extendía una mano.
Fitzroy cerró los ojos antes de disparar. El soldado escuchó un sonoro estallido. Se produjo un desgarro en la manga del uniforme y notó cómo le corría brazo abajo la humedad de la sangre.
Los cristales de una copa crujieron bajo sus botas cuando se lanzó a por Fitzroy, que agitó el arma con intención de apuntarle, pero Sinclair ya estaba lo bastante cerca para agarrarla y quitársela de un tirón. El gordo se revolvió en busca de un lugar para escapar, pero ¿adónde podía ir?
El oficial escuchó los pesados pasos del jamaicano en las escaleras. Fitzroy también debía de haberlas oído, pues gritó:
– ¡Aquí dentro, John-O!
Después, miró con aire triunfal a Sinclair y éste, ciego de rabia, se giró a por él y le aferró por las asentaderas de los pantalones y lo sostuvo en vilo mientras daba tres pasos en dirección a las ventanas cerradas para, acto seguido, arrojarle contra los cristales. Fitzroy salió despedido entre gritos de terror al exterior, aterrizando en medio de una lluvia de esquirlas de cristal a pocos metros, encima de los ladrillos de la puerta cochera. Los caballos enganchados al carruaje situado debajo relincharon a causa del susto.
El jamaicano se quedó atónito en la entrada del dormitorio cuando Sinclair se dio la vuelta y vio el trozo de tela ensangrentada colgando de la manga del brazo izquierdo.
– Haga el favor de decirle a madame que me envíe la factura del cristalero -dijo.
Y rozó al hombretón cuando abandonó la suite.
Rutherford y Le Maitre le esperaban en compañía de varios clientes más al pie de las escaleras.
– ¡Cielo santo! ¿Te han disparado? -inquirió Rutherford mientras Sinclair bajaba por las escaleras.
– ¿Quién ha sido? -insistió Frenchie-. ¿El sinvergüenza de Fitzroy?
– Llevadme a ese hospital por el que pasamos antes, el de Harley Street.
Sus dos amigos intercambiaron una mirada de perplejidad.
– Pero si es para mujeres indigentes… -repuso Rutherford.
– Cualquier puerto es bueno durante la tormenta -replicó Sinclair.
‹Y tal vez esta noche aún sea posible recuperar algo›, pensó para sus adentros.
CAPÍTULO NUEVE
1 de diciembre, 11:45 horas
LA TORMENTA BRAMÓ DURANTE horas y únicamente remitió al mediodía siguiente. Habían abandonado la cabina dañada del piloto, dejándola sellada para el resto del viaje.
Barnes había ayudado al médico de a bordo a retirar las esquirlas de hielo y los fragmentos de cristal del rostro de la teniente Kathleen Healey, pero no se había solucionado la comprometida situación de los ojos y Charlotte era de la opinión de que debían llevarla cuanto antes de vuelta a la civilización, donde convenía que la atendiera un oftalmólogo de primera.
– Podría perder para siempre la vista de un ojo o tal vez de ambos -le informó al capitán en su camarote.
Purcell no le contestó, pero clavó la mirada en los zapatos mientras se devanaba los sesos. Alzó la vista al cabo de unos segundos y dijo:
– Haga el equipaje.
– ¿Volvemos…?
– Tenía previsto acercarlos más a Point Adélie antes de utilizar el helicóptero, pero creo que podremos conseguirlo desde aquí.
A Charlotte no le gustó ni un ápice cómo sonaba ese ‹creo›.
– Vamos a tener que prescindir de algunas provisiones y existencias… Nada esencial, por supuesto. Podremos embarcarles a usted y a los señores Hirsch y Wilde, con sus equipos, y despegar desde aquí. Los tanques del helicóptero deberían tener suficiente capacidad para dejarlos allí y regresar hasta el barco aunque nos dirijamos ya al norte. ¡Teniente Ramsey! -llamó a voz en grito cuando el oficial cruzó el pasillo por delante de la puerta.
– ¿Señor?
– Prepare el helicóptero. ¿Qué pilotos llevamos a bordo?
– Los alféreces de navío Díaz y Jarvis.
– Ordéneles llenar los depósitos del helicóptero. Que se preparen para llevar a tres pasajeros a Point Adélie lo más pronto posible.
– ¿Desde aquí, señor? ¿No va a ser…?
Pero el capitán le atajó de plano y le dio nuevas órdenes antes de despedirle y centrar su atención otra vez en Charlotte, a quien preguntó si también iba a pedirles que se apresuraran.
– ¿Cuándo debería decírselo?
Purcell echó un vistazo a su reloj antes de contestarle:
– Saldrán a las trece horas.
Charlotte debió hacer un rápido cálculo mental. Si se marchaban a la una de la tarde, les quedaban cincuenta y cinco minutos.
Sabía dónde encontrar a Darryl, pues seguía en su catre, con el rostro menos verde que la noche anterior, pero de un color menos natural de lo acostumbrado. El biólogo cerró los ojos cuando ella le puso al corriente de la situación en un evidente intento de hacer acopio de fuerzas para ponerse de pie, y lo logró.
– ¿Estarás bien? -inquirió ella al ver sus movimientos de sonámbulo mientras se acercaba a por sus bártulos.
– Ajá. Vamos, ve a por Michael -respondió él.
– ¿Sabes dónde está?
– ¿Dónde va a ser? En cubierta.
Charlotte debía atender a sus propios asuntos y no disponía de tiempo para realizar una búsqueda en condiciones, por lo cual subió enseguida a la cubierta principal y miró a proa sin ver nada y luego a popa, donde varios marineros forcejeaban para retirar la lona acolchada de color verde oscuro que protegía al helicóptero. El viento seguía siendo fuerte y la lona oscilaba alrededor del aparato como una capa enorme. El reportero estaba tomando fotos de aquella tarea.