El helicóptero se balanceó sobre la plataforma como una adolescente con zapatos de aguja, pero luego cobró una repentina estabilidad y fuerza antes de alzarse en el aire y poner rumbo hacia la popa. Después, mientras el barco se movía debajo de ellos, el aparato se orientó hacia el suroeste y se alejó tras ejecutar un brusco viraje. El periodista echó un vistazo. Lo último que vio fue la ventana estropeada de la torreta. Habían retirado el cuerpo del pájaro y habían sellado el hueco gracias a una improvisada cubierta de madera con tiras de aluminio entrecruzadas y tubos de ventilación.
Debajo de él se extendía el mar de Weddell, así llamado en honor al marinero escocés dedicado a la caza de focas James Weddell, el primero en explorar aquellas aguas a partir de 1820. La superficie estaba salpicada de bloques de hielo a la deriva e inmensos icebergs, inmóviles en apariencia. Desde lo alto, Michael podía ver las grietas aserradas de los témpanos. Cuando la luz era la adecuada y un rayo de sol incidía desde el ángulo apropiado, el hielo de dentro refulgía como un rutilante letrero de neón azul, y cuando la luz se desvanecía, ofrecía la apariencia de los tubos cuando se acababa de apagar el interruptor, y las grietas volvían a ser una cicatriz atemorizante, una sutura negra o un semblante extremadamente lívido.
Se produjo un chisporroteo en los audífonos antes de que el alférez Díaz se presentara e informara de que el tiempo estimado del trayecto sería de una hora.
– Esperamos un vuelo sin turbulencias -anunció-, pero ya saben cómo son estas cosas por estas latitudes.
Michael no pudo evitar una mirada de refilón hacia su compañero: Hirsch había tenido ya suficientes turbulencias para toda la vida, pero había apagado los cascos y dormía como un bendito con la boca abierta y la cabeza ladeada hacia el amplio hombro de Charlotte, que mostraba grandes ojeras y miraba hacia el mar con expresión reflexiva.
Wilde adivinó en parte qué podía estar pensando. Resultaba difícil no darle vueltas a ciertas cosas cuando se sobrevolaba la yerma y desnuda vastedad del Antártico, cosas como la insignificancia de la propia existencia y la posibilidad de que el menor yerro desencadenase una serie de hechos cuyo saldo fuera el desastre o la muerte. La Antártida seguía siendo el territorio más inexplorado por el hombre a pesar de que los exploradores, los balleneros y los cazadores de focas habían surcado aquellas aguas durante siglos. Le había salvado lo inhóspito de sus condiciones de vida. La industria hizo un alto en el camino cuando fue demasiado elevado el coste de matar a los pocos cetáceos supervivientes para obtener aceite o barbas de ballena. La brutal depredación había diezmado la población de focas hasta que también había cesado de forma gradual, eso sí, después de haber sacrificado con desenfreno a cientos de miles de ellas. La carnicería había sido brutal y desmedida dondequiera que los hombres habían puesto el pie, y tan rápida, que la posibilidad de que los matarifes se enriquecieran desapareció en el plazo de cien años.
Habían matado a la gallina de los huevos de oro una vez y otra, y otra más.
Pero a la postre, la gélida firmeza del Polo Sur había terminado por derrotar a los supuestos invasores y se había impuesto a todos, salvo a los intrusos menos agresivos. Había bases y estaciones de investigación científica como Point Adélie dispersas por las orillas del océano Antártico, pero apenas eran guijarros diseminados por las arenas de una vasta playa, minúsculas manchas negras en un mundo de mares azules y picos cristalinos. Sin embargo, como Michael había tenido ocasión de aprender durante sus almuerzos en el comedor de oficiales, la mayoría de esas estaciones no estaban allí tanto para la búsqueda del conocimiento como para reforzar una hipotética reclamación territorial sobre la tierra y los ilimitados recursos minerales que pudiera haber en el subsuelo.
– La Antártida es el único continente sin naciones y para mantener ese estado de cosas se firmó el Tratado Antártico, suscrito en 1959 -había señalado la teniente Healey una noche en el transcurso de la cena-. El tratado declaraba zona internacional a la Antártida, es decir, a los territorios situados al sur de los sesenta grados de latitud sur. Es una zona libre de armas nucleares. Lo firmaron cuarenta países.
– Pero eso no ha detenido a los okupas -había terciado Darryl mientras llenaba hasta los bordes el plato con patatas gratinadas-. Y si viene uno, acuden todos.
La teniente había sonreído con pesar al oír aquello.
– Tiene razón. Muchos países han establecido estaciones de investigación científica, por llamarlas de algún modo, incluso algunos tan poco probables como China o Perú. Es su manera de afirmar sus derechos a la participación en cualquier debate sobre el futuro de la Antártida o sobre cualquier posible explotación futura de los recursos mineros.
– En otras palabras, se ponen en línea de salida, como nosotros -apostilló el biólogo-, para echar a correr en cuanto suene el pistoletazo inicial. -Se metió en la boca otra cucharada de patatas y antes de tragarlas, añadió-: Y eso va a ocurrir.
Michael no dudaba de que tuviera razón, aunque se le hacía duro imaginar semejante catástrofe mientras a través de la ventana contemplaba el gélido paisaje de debajo, iluminado por un sol acuclillado detrás del horizonte con aspecto de ser una gruesa bola de bronce. El hielo sin fin y el océano parecían tan insensibles como eternos.
Distinguió al oeste los primeros indicios del frente tormentoso que había intuido el capitán. Unas menudas nubes grises llenaban el cielo y comenzaban a dirigirse hacia ellos como jirones de un sudario rasgado por dedos invisibles. También el mar empezaba a encresparse: las olas suaves aumentaron de altura y sus crestas se colmaron de espuma. Un viento cada vez más fuerte empujaba a las bandadas de pájaros.
Hirsch empezó a despabilarse y se retrepó en el asiento. Daba la impresión de haber superado el mareo: estaba pálido, como todo buen pelirrojo, pero ya no tenía la piel verdosa. Dirigió una sonrisa a Michael y le hizo una señal con los pulgares hacia arriba. Charlotte estudiaba un mapa plegado sobre su regazo.
Wilde podía ver a Díaz y Jarvis en la cabina, donde conversaban mientras supervisaban los monitores y los paneles de control. El aparato ganó altitud al cabo de unos segundos y también velocidad, si su apreciación no era errónea. A sus pies, era imposible distinguir otra cosa que no fuera una interminable planicie de banquisa, la capa de hielo flotante que se formaba en las regiones oceánicas polares. El helicóptero pareció sobrevolar la nada durante los siguientes veinte minutos, pero se dirigía a su destino lo más rápido posible. ‹La tormenta debe avanzar más deprisa de lo que esperaban›, dedujo el reportero.
Reclinó la cabeza y cerró los ojos. Él también se hallaba cansado. No había sido fácil conciliar el sueño a bordo del rompehielos a causa del runrún constante de los motores, el rechinar de los talones de proa cuando pulverizaban los bandejones, trozos de hielo del tamaño de un autobús, por no mencionar los camarotes oscuros y húmedos; de hecho, las ropas aún olían a moho. Era imposible dormir un par de horas sin ser despertado por alguna brusca sacudida o, peor todavía, verse lanzado fuera de la litera y acabar en el suelo. No le importaba cómo fueran los cuartos en Point Adélie. Únicamente aspiraba a dormir en una cama estable sin que el más letal de los océanos del mundo golpetease a pocos metros de él, muriéndose de ganas por entrar.