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Se preguntó si habría algún cambio en la situación de Kristin. Se le hacía extraño hallarse tan desconectado de la realidad, estar tan lejos, en el sentido pleno del término, de las preocupaciones de su vida cotidiana. Se había tomado una suerte de año sabático con respecto a sus amigos, su familia y su trabajo, eso era cierto. La desolación le había dejado vacío por dentro y había permitido que el contestador se hiciera cargo de las llamadas y que AOL conservara los mensajes electrónicos, pero sabía que se enteraría enseguida si ocurría algo grave. El mundo, o al menos la hermana pequeña de Kristin, se las arreglaría de una u otra forma para abrir una brecha en sus murallas y hacérselo saber, aunque la comunicación habitual era difícil allí donde se dirigía y su capacidad de reacción a cualquier posible suceso era prácticamente nula. Difícilmente podía acudir a la cabecera de una cama ni, peor aún, a un cementerio desde el rincón más inaccesible del planeta, a miles de kilómetros de distancia.

Había algo terrible en todo eso. Si era sincero consigo mismo, suponía todo un alivio. Se sentía liberado de una gran carga desde que se embarcó en aquel viaje. Tenía la impresión de haber recibido un permiso después de haber vivido con la obligación de estar siempre de guardia. Durante meses se había sentido esclavo del reloj, incapaz de avanzar un paso sin volver la vista atrás por si había algo que decir, incluso aunque la existencia de barreras físicas le impidiera decirlo, pues la familia de Kristin le había dejado fuera de juego.

El viento zarandeó el helicóptero. Michael entreabrió un ojo sin mover la cabeza. En el exterior, la escena se había transformado totalmente: las nubecillas grises se habían convertido en un ejército espectral de nubarrones ocupando posiciones en el cielo y una capa de niebla se arremolinaba sobre el mismo océano, ahora situado muy lejos, hasta cubrirlo casi por completo. Las líneas divisorias entre cielo y mar, hielo y aire, se estaban oscureciendo cada vez más. Como bien sabía Michael, ése era uno de los grandes riesgos en la Antártida: todo el universo quedaría reducido en cuestión de minutos a una blanquecina sopa de fotones en al cual las embarcaciones encallarían, los exploradores caerían en grietas imposibles de advertir y los pilotos, incapaces de orientarse, estrellarían los aviones contra la masa de hielo o los harían colisionar en los picos de los glaciares.

– Podría decirse, supongo, que tenemos viento desfavorable -anunció el alférez Díaz por los audífonos del casco. Michael se enderezó en el asiento y miró a sus compañeros de viaje: Darryl estiraba el cuello para mirar por la ventanilla de Charlotte, que dobló el mapa antes de guardarlo-. Pero casi hemos llegado a Point Adélie. Estamos siguiendo la línea de la costa desde el noroeste. Si la bruma se levanta, podrán ver una vieja factoría noruega de balleneros o tal vez incluso la colonia de grajos de Adélie. -Apagó el intercomunicador, pero volvió a encenderlo al cabo de unos segundos-. El alférez Jarvis me ruega que les avise de que el tiempo de aterrizaje va a ser mínimo, por lo cual les pido que sean tan amables de bajar del helicóptero en cuanto les avisemos de que salir es seguro. No se demoren a la espera de sus bolsas y equipo. El personal de tierra los recogerá por ustedes.

Entonces interrumpió la comunicación y no volvió a reanudarla.

El periodista se anudó bien los cordones de las botas y reunió el abrigo, el sombrero y los guantes cerca de él, incluso a pesar de que no iba a ser capaz de ponérselos hasta haberse soltado el arnés de seguridad del asiento. El aparato perdió altitud poco a poco en medio de la bruma. No lo veía, pero era capaz de percibirlo. De vez en cuando resultaba visible algún área de la costa rocosa, y en un par de ocasiones vislumbraron el borrón negro de una nutrida colonia de pingüinos arracimados en una llanura nevada. Entonces, atisbó los restos abandonados de unos edificios de madera coloreada por el hollín y la herrumbre, y de entre la niebla asomaba lo que parecía ser la aguja de una iglesia, aunque resultaba difícil decirlo a ciencia cierta, pues el helicóptero sobrevoló el área a gran velocidad, subiendo y bajando por culpa de las corrientes de aire y sufriendo sacudidas de un lado para otro. Al cabo de unos pocos minutos, cuando el aparato descendió y giró, apareció la loma. El rotor runruneó más fuerte que nunca. Michael se inclinó sobre la ventana para mirar hacia abajo. Las hojas de la hélice hacían jirones del velo de niebla y a través del mismo logró ver a un hombre vestido con una parka naranja con capucha. Les hacía señales con las manos mientras se deslizaba sobre el hielo. Le rodeaban unas manchas grises y marrones en movimiento: unas avanzaban a brincos entre la nieve y el hielo y otras desaparecían en un abrir y cerrar de ojos, como si se evaporasen de pronto. El helicóptero se cernió sobre el suelo, pero un golpe de viento le zarandeó en el aire. En la cabina, Jarvis y Díaz se agachaban sobre los mandos. Éste último hablaba de forma atropellada por el micrófono.

En el suelo, el hombre desapareció del campo de visión de Michael para luego volver a cruzar por el mismo, todavía haciendo señales con los brazos en alto. El aparato se balanceó otra vez y empezó a descender lentamente después de que un cuerno sonara por dos veces. El contacto con los patines de aterrizaje con el hielo produjo un chasquido muy similar al de una de esas cubiteras pasadas de moda cuando se apretaba para liberar los cubitos. Debajo se oían los gritos del hombre de naranja, que pasó resbalando delante de la ventana. Wilde entrevió debajo de las gafas de esquí un rostro barbudo y gastado por la intemperie. Entonces, escuchó el gradual suspiro de los rotores principal y de cola al aminorar el giro. Los pilotos cambiaron de posición las llaves con movimientos rápidos y soltaron los cinturones.

Michael los imitó.

Díaz se giró y anunció a voz en grito:

– ¡Fin de trayecto!

Jarvis ya había saltado a tierra y estaba tirando de la puerta del compartimento de pasajeros. Ésta se abrió de sopetón y un soplo de aire antártico se coló en tromba dentro de la cabina. Charlotte seguí a forcejeando para liberarse del arnés del asiento y Darryl hacía lo posible por ayudarla.

– Todos abajo a la voz de ya -gritó Jarvis, tendiendo una mano a Charlotte, que al fin había logrado zafarse y daba los primeros pasos sobre el hielo con cautela. Darryl avanzó a tropezones detrás de ella. Michael los sonrió.

Los pilotos y el tipo de la parka naranja comentaron a gritos algo sobre las focas de Weddell y sus cachorros. Michael seguí ensordecido a causa del rugido del helicóptero y se perdía más palabras de las que escuchaba antes de poderlas comprender.

Se alejó del aparato mientras otros hombres enfundados en parkas y protegidos con gafas de esquí corrían hacia la estructura de la cola, donde Jarvis ya había abierto el compartimento de carga. Observaba cómo deslizaban fuera varios palés de vituallas cuando estuvo a punto de perder pie y debió fijar la vista en donde pisaba. ¿Dónde estaba? No había signo alguno de una estación de investigación científica y de pronto descubrió que la capa de hielo tenía boquetes de más sobre el hielo, algo rojo, pastoso y húmedo. El tipo de la parka naranja volvió a vociferar, pero en esta ocasión Michael logró escuchar buena parte de sus palabras.

– ¡Atentos, miren por dónde pisan! ¡Las focas de Weddell están alumbrando aquí a las crías! -Charlotte y Darryl se cogieron del brazo y permanecieron inmóviles-. ¡Han abierto agujeros con los dientes en la placa de hielo! -les gritó el hombre, señalando varios puntos en derredor-. ¡Han hecho respiraderos en el hielo!