– A los científicos les llamamos probetas.
Michael cazó al vuelo la razón del mote. Probetas, como los instrumentos de laboratorio.
– No les importa. Ellos nos llaman reclutas.
– ¿Y no os importa? -inquirió Charlotte.
– Segurísimo -replicó Murphy, simulando estar enfadado-, pero aquí nos cuesta tomárnoslo a mal. -Luego, ya con tono más serio, agregó-: En la base dependemos unos de otros, y todos lo sabemos. Los científicos no serían capaces de dar una a derechas sin los reclutas; éstos llevan el lugar, mantienen en funcionamiento los generadores diesel y las luces, y quitan y ponen los U-barrel, los bidones de orina que veréis pintados en negro o amarillo… Por cierto, la orina, como todos los demás residuos humanos, deben guardarse en contenedores para sacarlos de la Antártida. Y sin los probetas… -O´Connor hizo una pausa, no muy seguro de cómo terminar el pensamiento-, bueno, sin ellos, los demás no estaríamos aquí, donde Cristo perdió las zapatillas.
– Si quiere saberlo, a mí me parece un buen arreglo -observó Darryl.
– Así habla un probeta de verdad -replicó el jefe de la base-. Ahora, instalaos en vuestros cuartos para pasar la noche. Mañana os espera un día muy largo en la Escuela de nieve.
Charlotte, Darryl y Michael intercambiaron miradas sorprendidas.
– Y no olvidéis traer vuestras manoplas.
O´Connor se marchó para sentarse en la mesa de los reclutas, varios de los cuales se habían girado para tener una mejor visión de los recién llegados, mientras ellos tres se quedaron desconcertados, como chicos nuevos en la cafetería del instituto. Los probetas estaban absortos en sus propias conversaciones o comían sin apartar la mirada de los platos de judías con salchichas y pan de maíz. Uno de ellos había desplegado delante de él un buen fajo de papeles impresos.
– ¿A que es raro? -inquirió Michael, señalando a los científicos-. Ahora estamos en un mundo donde ellos son lo guay.
Darryl se echó a reír y dijo:
– Llevo esperando esto toda la vida -repuso, y se levantó-. Si me disculpáis, me parece haber oído la palabra «isóptero» por ahí.
Ante la mirada de Charlotte y Michael, el pelirrojo cruzó el suelo de linóleo sin manifestar muestra alguna de miedo y se sentó junto a una de esas mesas de estilo similar a las usadas en cualquier picnic campestre, donde una de las mujeres rubias con la camisa de franela por fuera de los pantalones opinaba sobre algo. La conversación se detuvo durante unos instantes y Michael empezó a preguntarse si no debería acudir en rescate del pelirrojo, pero entonces éste comentó varias cosas que él no descifró y vio cómo tenía lugar la ceremonia del apretón de manos después de que Darryl hubiera presentado en voz alta sus credenciales. El biólogo fue admitido inmediatamente en el club. Era como si hubiera pasado algún secreto rito iniciático. Michael y Charlotte le concedieron un cuarto de hora para que entablara lazos de amistad con sus nuevos amigos, luego se levantaron para colocar en su sitio las bandejas usadas. Michael atrajo la atención de Hirsch. Éste se apresuró a terminar una entretenida anécdota sobre un nematodo, que provocó grandes risas, y se reunió con ellos.
– Es un buen grupo -comentó Darryl mientras los tres se abotonaban la ropa para realizar el corto trecho hasta sus dormitorios.
– Parece que has triunfado -contestó Michael.
– Era una audiencia nueva -replicó Darryl con un encogimiento de hombros-, me bastaba con soltarles lo mejor de mi repertorio.
Tras salir del módulo de los comedores -donde se hallaba también la oficina del jefe O´Connor- debían recorrer a la intemperie los quince metros de una pasarela de madera. Los módulos de la base se asemejaban a los vagones de un tren: estaban dispuestos en forma de cuadrado y unidos entre sí por cuerdas de nailon a ambos lados de las pasarelas que los intercomunicaban. Michael sabía que las cuerdas estaban allí como ayuda para mantener el equilibrio. Además, en caso de que la luminosidad de la nieve cegara a alguien, como le había pasado a él, proporcionaba la única forma de hallar el camino a la salvación, pues aunque el refugio se hallase a un par de pasos por delante, podía no saberlo. Muchos hombres habían muerto en esos climas polares helados a escasos metros de sus tiendas por no haber podido verlas.
En el siguiente módulo, donde se hallaba emplazada la enfermería, Charlotte tenía asignado un cuarto individual, algo poco habitual, aunque tampoco era merecedor de tal nombre, pues era un cubículo de dos metros y medio de ancho por tres de largo con aspecto de haber estado ocupado hasta que aterrizó el helicóptero por el anterior médico residente, un fan de la navegación, el surf y Jessica Alba a juzgar por los pósteres de la pared. Ahora, estaba de vuelta al mundo en el rompehielos de la guardia costera. Los bártulos de Charlotte se quedaron en la litera.
– Mira, si hasta la tienes decorada y todo -observó Michael, asomando la cabeza.
– Jamás se me ocurrió traerme mis propios pósteres.
– Ya lo sabes para el próximo turno -le pinchó Darryl.
– No estaré aquí para entonces -replicó ella.
Michael y Darryl se alojaban en el módulo situado al otro lado, reservado a los probetas y otro personal provisional. Ambos se vieron obligados a compartir un espacio no muy superior al del cuarto de su compañera. Había un ventanuco, en realidad era más una rejilla de ventilación, y una litera de doble altura; cada una estaba aislada por unas endebles cortinas opacas. Cubría el suelo del habitáculo una moqueta granate y amarilla, similar a las alfombras del salón de banquetes de los hoteles: capaz de resistir el efecto de un detergente industrial muy fuerte. Había una puerta de rejilla imposible de mantener cerrada y detrás de la misma se hallaba situado el único armario de la estancia, donde encontraron una recompensa inesperada.
– Ahí va, dale una miradita a esto.
Darryl le echó un vistazo.
– Alguno de los inquilinos anteriores nos ha dejado unos regalitos…
– Eso, o la NSF se ha asegurado de que nos equipemos como Dios manda. -Darryl tiró de la manga de un anorak naranja, uno de los que colgaban de la percha-. Y yo sin dejar de preguntarme por qué insistían tanto en saber mis medidas…
Además de los dos abrigos con capuchas forradas con piel de coyote, había dos chaquetones acolchados, camisetas de lana y pantalones de chándal con bolsillos suficientes para llevar encima una tienda de hardware. Michael rebuscó en la balda superior, donde encontró ropa interior de polipropileno, diseñada para repeler el sudor y mantener seco el cuerpo, manoplas de piel lo bastante grandes como para llevar puestos debajo los mitones, guantes de cuero, varios calcetines de lana y botines de neopreno y, por último, pasamontañas de lana para proteger la cabeza, el cuello y la mayor parte del rostro. Lo bajó todo y se lo entregó a Hirsch, quien tras examinarlas prendas exclamó:
– ¡Como si fuera Navidad!
– Y aún no hemos terminado.
En el suelo había un buen surtido de pares de botas perfectamente alineados y colocados por el número. Había unas bunny boots, como llamaban en el ejército a esas botas de goma con colchón de aire en la suela, suaves mukluks al más puro estilo esquimal, de hormas amplias y caña ancha, y altas botas negras de bombero, ideales para trabajar en el agua y el barro.
– Han pensado en todo, ¿verdad?
– Sí -convino el periodista mientras examinaba el alijo-.empiezo a preguntarme dónde estarán aparcadas nuestras motonieves.
El cuarto de baño común se encontraba en el rincón más alejado del módulo y por suerte estaba desocupado cuando Michael se dio una ducha de agua caliente -«No más de tres minutos», rezaba el cartel- y regresó al salón, cubierto por la misma moqueta que el dormitorio. Algún hotel de la cadena Holiday Inn debía de haber cerrado y los de la base habían comprado rollos de alfombra en la liquidación posterior.