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La mujer se limitó a asentir con los ojos fijos en el hueco abierto en la nieve mientras sostenía el saco de dormir enrollado. Michael tuvo una corazonada y se encaró con ella:

– Ni se te ocurra volver andando tú sola al campamento. No es seguro.

Charlotte lo miró de soslayo, pero él supo que le había leído el pensamiento, o por lo menos que la doctora había tenido la tentación.

– Venga, todos dentro -les instó Lawson con voz apagada.

– Hasta mañana -se despidió Michael antes de lanzar el saco de dormir, doblarse por la mitad y meterse a rastras por el corredor.

El túnel no era largo, pero sí estrecho. El instructor medía en torno al metro ochenta de altura, como el reportero, pero era de constitución bastante delgada, y en ese momento Michael deseó que Lawson hubiera tenido algo más de previsión y hubiera hecho la zapa algo más espaciosa. Se estuvo dando golpes en la cabeza durante todo el trayecto, y para poder avanzar se vio obligado a hundir las puntas de las botas y sostenerse sobre los codos mientras hacía fuerza para impulsarse hacia delante. No padecía de claustrofobia, pero habría sido un momento espantoso para sufrir un brote ahora que tenía todo el cuerpo enterrado en la nieve, los copos le empapaban los labios y el saco de dormir le obstaculizaba toda la luz que pudiera emitir la linterna de Lawson. Cuando al final asomó la cabeza al otro lado fue como emerger a un mundo nuevo. El instructor apartó el saco y tiró de él para ayudarle a salir.

– Lo mejor de todo es que aquí no es necesaria la nevera -observó Lawson.

Michael entró a rastras y debió quedarse de rodillas al tener el techo a escasos centímetros de la cabeza. Había suficiente distancia entre las paredes del iglú, que ya estaban cubiertas de vapor, dado que se había condensado el aliento de sus respiraciones, como para extender del todo el saco de dormir siempre que dejara los pies al borde de la entrada. Lawson había cubierto la mayor parte del suelo con esteras aislantes.

Lo que realmente le sorprendió fue la luz del interior. La linterna apuntaba hacia arriba y enviaba destellos luminosos en todas las direcciones, hasta el punto de que las paredes parecían refulgir con un fulgor blanquiazul y unos pocos copos desprendidos desde lo alto revolotearon perezosos en el aire, ostentosos como diamantes. Michael se sintió dentro de una bola de nieve.

– Tal vez el techo escurra un poco durante la noche, sobre todo en la zona de los respiraderos -avisó Lawson mientras se estiraba dentro de su saco de dormir-. No es preocupante, pero te sugiero subir hasta arriba la solapa del saco. -Se tendió de espaldas y se echó la tela impermeable sobre la cabeza-. Así -concluyó.

Su respiración levantó un poco la tela.

Michael desenrolló su saco y se tendió en él, no sin antes lograr darse tres o cuatro coscorrones contra el techo. Se quitó las botas, pero se dejó puestos los calcetines de lana y los escarpines de neopreno. Después imitó a Lawson e hizo un bulto con la parka y la colocó a modo de almohada, pero la parte más dura de la misma se aplastó hasta formar un rebujo apretado con las telas del saco y las otras ropas que no se había quitado. En el espacio cerrado del domo de hielo tuvo ocasión de apreciar su olor, y no era precisamente agradable. Se apretó un poco hasta conseguir poner los pies al fondo del saco. Lawson había pegado el suyo a la pared, pero aun así dejaba a Michael el espacio justo para extender las piernas sin tocar al compañero de iglú. Reclinó la cabeza sobre el abrigo enrollado y fijó la mirada en el curvo techo, preguntándose si no se derrumbaría en cualquier momento, pero en vez de eso se desprendió una sola gota que hizo plaf al estrellarse sobre su mentón, cubierto con una barba incipiente, pues durante los días anteriores se había afeitado cada vez menos en previsión de apuros como aquel, cuando venía bien cualquier protección, incluso la de los pelos del bigote. Se limpió el gotón con el dorso de la mano enguantada y se revolvió hasta poder echarse la solapa del saco de dormir sobre el rostro.

– ¿Apagas la luz? -murmuró Lawson.

– Vale -replicó el reportero.

Sacó el brazo y buscó a tientas la linterna situada entre ambos. La apagó en cuanto la encontró. En un instante se desvaneció el deslumbrante fulgor de la nieve, sustituido por una negrura y una quietud tan profundas que a Michael, por mucho que intentó evitarlo, le recordaron las del sepulcro.

CAPÍTULO ONCE

21 de junio de 1854, 1:15 horas

HACÍA MENOS DE UN año que Eleanor Ames había empezado a trabajar en el Establishment for Gentlewomen during Illness destinado a atender a damas enfermas en el número 2 de Harley Street, pero el hecho de ser elegida como enfermera de noche reflejaba la confianza depositada en ella por Florence Nightingale. Le enorgullecía y complacía tener esa responsabilidad, aunque ello implicara permanecer despierta hasta el alba, y la verdad sea dicha, Eleanor disfrutaba de la relativa calma imperante durante las horas de oscuridad. Salvo la administración ocasional de algún medicamento y el cambio de alguna cataplasma sucia, sus deberes tenían una naturaleza más espiritual. Algunas pacientes angustiadas o de naturaleza impaciente en los momentos buenos empeoraban al ponerse el sol. Daba la impresión de que sus demonios personales se les metían en el cuerpo al anochecer y la tarea de Eleanor era mantenerlos a raya.

A esas alturas de la noche ya había ido a ver a la señorita Baillet, una institutriz del barrio de Belgravia, postrada en cama tras un ataque de apoplejía, y a la señorita Swann, una sombrerera aquejada de una fiebre totalmente inexplicable. Había pasado el resto de la noche ordenando el dispensario y haciendo la ronda por las diferentes estancias a fin de cerciorarse de que todo estaba bien. La superintendente Nightingale había insistido en que era imprescindible limpiar y ordenar el hospital todos los días. Repetía además la importancia de ventilar las habitaciones, dejando entrar el aire limpio, o todo lo limpio que era posible en Londres, sobre todo de noche. Se había mostrado igualmente firme en la necesidad de cambiar a diario los vendajes aplicados a cada herida y servir alimentos nutritivos en todas las comidas. Muchos círculos habían acogido con escepticismo o indiferencia las ideas de Florence Nightingale. Incluso los médicos encargados de atender a las pacientes parecían considerarlas irrelevantes e inofensivas. Sin embargo, Eleanor había llegado a abrazar los ideales de la superintendente y se enorgullecía de figurar entre las muchachas -a sus diecinueve años era la más joven de todas- aceptada en el programa de formación de enfermeras.

Cerró con llave el dispensario, sobre todo para tener a buen recaudo el láudano, pues muchas pacientes lo pedían como remedio para el insomnio, y se miró en el espejo durante un rato. Se había puesto horquillas para mantener sujeta la oscura melena debajo del gorro blanco de enfermera, pero ésta empezaba a desmandarse y tuvo que aplastar el pelo para ponerlo otra vez en su sitio. Si la superintendente abandonaba sus habitaciones en la última planta y veía a la enfermera de guardia despeinada, no le iba a hacer mucha gracia.

Prestaba una atención solícita a los pacientes, cierto, pero pertenecía a esa clase de personas de las que preferirías no recibir una reprimenda.

Eleanor bajó la lámpara de aceite y salió al hall. Estaba a punto de subir las escaleras para poner en orden el solárium -la señorita Nightingale creía fervientemente en el poder sanador de la luz del sol- cuando algo atrajo su atención hacia la puerta principal. A través de los cristales de la misma entrevió cómo tres hombres bajaban de un carruaje detenido justo delante de los escalones de la entrada, y cuando miró con atención, descubrió, no sin sorpresa, que el terceto estaba subiendo la escalinata. ¿Acaso no sabían que las visitas sólo estaban permitidas durante ciertas horas de la tarde?