Al parecer, no. Avanzó hacia la puerta para evitar que llamasen, pues no deseaba que el ruido despertara a los enfermos, pero antes de lograrlo escuchó el tintineo de las campanas de la entrada y un instante después alguien martilleó con el puño la parte de madera. Atisbó a un hombre con patillas de boca de hacha cerca del cristal mirando al interior, mientras oía gritar a una voz:
– ¡Auxilio…! ¿Puede prestarnos ayuda?
Descorrió los cerrojos y abrió la puerta justo cuando el extraño había alzado el puño e iba a golpear de nuevo. El peticionario era un hombre de rostro rubicundo; de pronto pareció avergonzado, y dijo:
– Disculpe la intromisión, por favor, señorita, pero nuestro compañero necesita atenciones médicas.
El camarada en cuestión vestía también el uniforme de la caballería. Se llevaba una mano al hombro mientras otro amigo le sostenía por el codo para ayudarle a mantener el equilibrio.
– Éste es un hospital sólo para mujeres, y me temo que… -repuso Eleanor.
– Somos conscientes de ello -le atajó el hombre de mofletes colorados-, pero se trata de una emergencia y no sabemos dónde más acudir.
Le resultó familiar el semblante del soldado rubio que sangraba por la herida. Vaya, era el que se la había comido con los ojos cuando se había asomado a la calle para echar los cerrojos de las ventanas aquella misma tarde.
– No hay ningún médico en el hospital, ni lo habrá hasta mañana por la mañana.
El hombretón miró hacia atrás, en dirección a sus compañeros, que le esperaban varios escalones más abajo, como si no estuviera seguro de qué querían que hiciera a continuación.
– Soy el teniente Sinclair Copley -se presentó el oficial lastimado-. Me han herido cuando salí en defensa de una mujer…
Eleanor permaneció dubitativa en el primer escalón. ¿Qué desearía la superintendente que hiciera ella? No se atrevía a despertarla, pues, al fin y al cabo, ¿no era ella, Eleanor, la enfermera de guardia? Tuvo la impresión de que eso también implicaba ofrecer asistencia a un herido.
– Para abreviar el cuento: me han disparado y necesito que alguien me cure la herida -dijo el teniente. La tenue luz de las farolas le iluminó el rostro cuando hubo subido los escalones. Había una chispa implorante en el brillo de sus ojos-. ¿No podría al menos examinar el brazo y ver si tiene a mano algún remedio hasta que pueda acudir a un cirujano por la mañana? Como puede ver -continuó mientras retiraba la mano y dejaba ver la manga ensangrentada de la casaca- es preciso hacer algo para restañar la hemorragia.
Ella permaneció en el umbral, indecisa, hasta que el tipo grandullón pareció descorazonarse y dijo:
– Vámonos, Sinclair, Frenchie. Conozco un boticario en High Street que me debe un favor.
Dicho esto, le dio la espalda a la enfermera y bajó las escaleras pisando fuerte, pero el oficial rubio no se movió. Eleanor tuvo el convencimiento de que él había acudido hasta allí para ser atendido por ella, y le salieron los colores sólo de pensarlo.
Se apartó a un lado y dejó abierta la gran puerta detrás de ella.
– Sean tan amables de no hacer ruido. Los demás pacientes están durmiendo.
Cerró con llave cuando hubieron entrado y los condujo por el gran hall. La habitación estaba helada, pues había dejado todas las ventanas abiertas para que se ventilase. Los llevó hasta las salas del recibidor, una suerte de mezcla entre una sala de estar y una consulta. Estaba provisto de butacas, lámparas con borlas y un despacho en la primera habitación. En la alcoba del fondo había una camilla de exploración rellena con crines de caballo y forrada de cuero, una pantalla de lino blanco y un buró cerrado donde había instrumental médico y una pequeña reserva de medicamentos.
– Por cierto, yo soy el capitán Rutherford -se presentó el militar rubicundo- y este otro caballero es el teniente Le Maitre, pero todos suelen llamarle Frenchie. Los tres servimos en el 17º de lanceros.
– Encantada de conocerles -replicó ella, a quien le quedó claro por los uniformes y el modo de hablar que los tres eran de alta cuna y caballeros de posibles-, pero debo rogarles de nuevo que hablen bajo.
El oficial de mayor graduación asintió y se llevó un dedo a los labios en señal de confirmación antes de retirarse y tomar asiento en uno de los butacones. Encendió la lámpara de la mesa y ajustó la mecha para luego sacar un paquete de cigarrillos y ofrecerle uno a Le Maitre. Raspó una cerilla Lucifer contra la suela de su bota para prenderla y encendió un par de Cheroutes, esos puros cortados en ambos extremos. Los dos hombres permanecieron sentados, fumando con satisfacción.
– Llévelo ahí dentro -susurró Rutherford, señalando la alcoba del fondo con un ademán de la mano-. No deseamos verle morir aquí. Los rusos quieren pegarle un tiro primero.
Frenchie soltó una carcajada, pero se llevó la mano a la boca para sofocar el ruido.
– No les haga caso -terció Sinclair con voz suave-. Se dejaron los modales en el cuartel.
Avanzó hacia la camilla y comenzó a quitarse la casaca del uniforme, pero crispó el rostro al intentarlo, pues la sangre había pegado la tela a la piel. Eleanor no había tenido tiempo de sopesar plenamente lo que estaba haciendo. Había roto al menos tres reglas, pero la visión del oficial intentando separar la tela de la herida la sacó de su ensimismamiento de inmediato.
– Quieto, déjeme hacerlo a mí -dijo.
Se apresuró a abrir el buró, de donde extrajo un par de tijeras de sastre con las que cortó la manga hasta practicar una abertura lo bastante amplia como para poder retirar la tela de la piel. Luego, con suavidad, le quitó la estropeada casaca.
La joven sanitaria no supo muy bien qué hacer con ella.
El teniente rió al apreciar la momentánea confusión de la enfermera, tomó de su mano la prenda y la lanzó sobre el cuelgacapas situado detrás de Eleanor. Ella ni se acordaba de que estaba ahí. Entretanto, se sentó al borde de la camilla.
La arrugada camisa blanca de lino también estaba ensangrentada y rasgada, pero ella no tenía intención de que él se la quitara y en vez de eso se sirvió de las tijeras para abrir la manga desde debajo del hombro hasta la muñeca. Pudo apreciar la calidad de la tela y le afectaba mucho tener que cortarla, pero lo que la perturbaba de verdad era la mirada fija del soldado. Ella intentaba concentrar toda su atención en la herida ahora desvelada, pero mientras tanto, notaba cómo él estudiaba sus ojos verdes y los mechones de pelo que se le escapaban otra vez por debajo de la gorra blanca. La enfermera se había ruborizado, era consciente de ello, y nada podía hacer al respecto, por mucho que le hubiera gustado controlar la sangre que se le acumulaba en las mejillas.
Eleanor estuvo en condiciones de ver el rasponazo tras retirar la manga. La bala había rasgado la piel, pero no parecía haber tocado el hueso y muy poco el músculo. Le resultaba difícil saberlo, pues rara vez veía heridas de esa naturaleza en el hospital, y las pocas ocasiones que eso sucedía, como el caso de una anciana que por accidente se había ensartado con un atizador, el cirujano no solía permitir que una enfermera le ayudase de forma significativa.
– ¿Qué opina? -le preguntó el teniente-. ¿Viviré para luchar otro día?
La joven no estaba acostumbrada a ese tono juguetón del militar, y mucho menos viniendo de un hombre a quien tenía tan cerca, y cuyo brazo desnudo, el que ella había descubierto, de hecho, estaba cubierto de sangre.
Se volvió a toda prisa hacia el buró, de donde sacó un rollo de algodón limpio y un botellín de germicida, fenol, para aplicarlos a la herida. La sangre se había coagulado en gran parte y al frotar empezó a descascarillarse la costra. Depositó los trozos ensangrentados de algodón en un cuenco de esmalte situado encima del mueble. El raspón de la bala se reveló a los ojos de la sanitaria conforme iba limpiando, y entonces pudo ver que la piel estaba lo bastante abierta como para tener que practicarle una sutura.