– Mi amigo aquí presente -continuó, señalando a Sinclair con un gesto- resultó herido mientras defendía el honor de una dama.
– Por ahí anda la cosa -le apoyó Frenchie.
– Solicitamos asistencia médica inmediata y la enfermera Ames la ha prestado con gran profesionalidad.
– Eso me corresponde decidirlo a mí -replicó la superintendente con frialdad-. En cuanto a ustedes, caballeros, ¿acaso ignoraban que ésta es una institución dedicada al cuidado exclusivo de damas?
El capitán de lanceros miró a Frenchie y luego a Sinclair, como si no estuviera muy seguro de qué debía responder a esa pregunta.
– No, no lo ignorábamos -contestó Sinclair, arreglándoselas para bajar de la camilla-, pero no había tiempo para buscar una alternativa mejor: mi regimiento marcha hacia el este por la mañana.
Rutherford y Frenchie parecieron exultantes ante la hábil improvisación.
Incluso la señorita Nightingale pareció algo más sosegada. Cruzó la estancia y examinó de cerca la herida recién suturada.
– ¿Y está usted satisfecho con el resultado de este procedimiento tan… poco ortodoxo? -le preguntó a Sinclair.
– Sí.
Ella se irguió y todavía sin mirar a Eleanor dijo:
– También yo. -Entonces, se volvió hacia la muchacha y le explicó-: Los puntos parecen estar hechos con pericia. -Eleanor respiró hondo por vez primera en varios minutos-. Pero el asunto no termina aquí. La reputación y el buen nombre de este hospital están bajo constante escrutinio. Voy a querer un completo informe por escrito a las ocho en punto de la mañana enfermera.
Eleanor agachó la cabeza en señal de asentimiento.
– En cuanto a ustedes, caballeros, si han recibido ya la asistencia solicitada, voy a tener que pedirles que se vayan.
Rutherford y Frenchie se apresuraron a recoger los chicotes y luego, con Sinclair colgando entre ambos, se dirigieron hacia el hall. La superintendente Nightingale mantuvo la puerta abierta a fin de dejarlos salir con mayor rapidez mientras Eleanor se quedaba rezagada, pero el grupo se detuvo al llegar al pie de las escaleras, momento en que ella alzó el largo miriñaque para poder subir.
– Vaya con cuidado, joven, y vuelva sano.
La señorita Ames tenía una visibilidad muy limitada, por lo cual sólo pudo ver cómo la luz de las farolas hacía refulgir el pelo rubio del teniente y la casaca roja que le habían echado sobre los hombros. Él le estaba sonriendo a Eleanor la perspectiva de su inminente partida hacia el frente provocó en la joven una punzada de preocupación, un sentimiento inesperado e incluso sorprendente debido a su intensidad.
CAPÍTULO DOCE
6 de diciembre, 15:00 horas
CUALQUIERA EN SU SANO juicio se habría desesperado nada más echar un vistazo al laboratorio de biología marina de Point Adélie, y sin embargo Darryl Hirsch estaba fuera de sí a causa del gozo. El suelo era un enlosado de hormigón, las paredes prefabricadas tenían un triple aislamiento de plástico, el techo era bajo y dominaba el lugar un olor salobre y mohoso, una especie de mezcla de hedores a pescado rancio y a productos químicos.
Pero él campaba a sus anchas y no tenía a nadie mirándole por encima del hombro mientras realizaba cualesquiera pruebas o experimentos que eligiera llevar a cabo. Por una vez, no iba a tener al doctor Edgar Montgomery, ese bocazas taimado y pagado de sí mismo, buscándole los fallos a su investigación y encontrándolos, como ya había hecho en más de una ocasión, impidiéndole la obtención de más recursos económicos. Aquel laboratorio lleno de tanques burbujeantes y conductos de aire siseantes era el propio feudo privado de Hirsch.
En cuanto llegase el equipo necesario, la NSF habría equipado el laboratorio con todo cuanto él necesitaba, desde microscopios, placas de Petri para los cultivos de bacterias, tubos de ensayo, respirómetros y centrifugadoras de plasma. Llamaban acuario a una enorme pecera redonda situada en el centro de la habitación. Tenía una abertura por arriba, ciento veinte centímetros de hondura y una anchura suficiente para meter un bote de remos. Parecía un pastel cortado en tres trozos o compartimentos, pero la división era crítica, dada la desafortunada tendencia de la mayoría de los especímenes de las especies acuáticas a comerse unos a otros. En ese momento contenía un enorme bacalao antártico. Alguien había escrito a mano un carteclass="underline" ‹Soy salao cual bacalao. Acaríciame›. El chiste era malo, y además, el científico sabía que era una broma peligrosa, pues en un momento dado el Dissostichus mawsoni, que no era un verdadero bacalao pese a llamarse así, podía convertirse en un pez peligroso, salir del agua de un brinco y llevarse de un bocado cualquier cosa, desde una cámara a una mano humana. Quitó el letrero y lo tiró a la papelera.
Había dos grandes mesas de disección apoyadas sobre dos paredes y encima, varias estanterías llenas de peceras más pequeñas iluminadas con unas pálidas luces púrpuras. En ellas remoloneaban extrañas criaturas -erizos marinos, anémonas, arañas de mar, poliquetos escamosos- o se pegaban al cristal, como era el caso de la estrella de mar.
Darryl dedicó la mayor parte de la primera semana a inventariarlo todo, ordenar el laboratorio, revisar los archivos y organizar un plan de trabajo. Su mayor deseo era zambullirse cuanto antes a fin de capturar sus propias especies, en su mayoría especímenes de los notables dracos o peces de hielo de la familia Channichthyidae, y llevarlos con vida a la superficie, que solía ser la parte más difícil del proceso, pues las criaturas acostumbradas a vivir en mar profunda estaban sometidas a unas condiciones glaciales y eran extremadamente sensibles a cambios de presión, temperatura y luminosidad. Hirsch ya había puesto en antecedentes a Murphy O’Connor acerca de sus necesidades y éste le había asegurado estar en condiciones de proporcionarle el equipo necesario para levantar y mover la cabaña de buceo siempre y cuando él cumplimentase por anticipado todo el papeleo exigido por la NSF. Tal vez O’Connor fuera un tipo de trato difícil y un tiquismiquis en lo tocante a las normas y a los reglamentos, pero Darryl tenía la impresión de que era alguien con quien se podía trabajar.
El biólogo había encontrado en una mesa próxima a la puerta una colección de CD de lo más ecléctico y un equipo de audio Bose tan bueno como cualquiera que hubiera comprado en casa. No sabía a quién darle las gracias, ¿a la NSF?, ¿a algún biólogo marino destinado allí antes?, pero fuera como fuese, le estaba muy agradecido. Puso un CD con el Concierto en Mi mayor de Bach -hacía mucho que había llegado a la conclusión de que éste y Mozart eran los compositores más adecuados para concentrarse-, y por eso no escuchó cómo alguien llamaba con los nudillos a la puerta. Apartó los ojos de la muestra que estaba preparando en cuanto percibió el soplo de aire helado. El periodista se echó hacia atrás la capucha con forro de piel y abrió la cremallera del anorak, dejando a la vista la cámara que llevaba del cuello.
– ¿Qué vas a fotografiar?
– Lawson y yo fuimos a la antigua factoría noruega de balleneros. Se me ocurrió que podría tomar unas cuantas fotos para dar ambiente.
– ¿Y lo conseguiste? -inquirió Darryl mientras depositaba un trozo de alga sobre un papel muy fino para luego ponerlo debajo de las lentes del microscopio.
– En realidad, no. Había demasiado ‹ambiente› esta mañana. La niebla velaba casi toda la luz y resultaba imposible captar nada.
– Avísame la próxima vez que pienses salir por ahí. Me gustaría ir.
Wilde se echó a reír.
– Sí, ya, claro. -Michael señaló las peceras y los botes con especímenes-. Ésta es tu idea del paraíso. Jamás podré sacarte de aquí.
Hirsch alzó los hombros, como si fuera a darle la razón, pero luego añadió:
– Eso no es del todo cierto. Mañana a primera hora voy a salir si el tiempo lo permite, lo cual es una condición básica en la Antártida.