– ¿Cuál es la nuestra? -preguntó Moira a voz en grito sin dejar de pegar saltos cerca de la barandilla-. ¿Cuál es Canción de ruiseñor?
Sinclair le indicó una potra de color canela que en ese momento corría en el medio del pelotón.
– La del pelaje alazán.
– Pues no está ganando -gritó Moira con una desesperación que provocó una sonrisa en el joven oficial.
– No han recorrido ni el primer estadio -le informó Sinclair-, y la carrera consta de ocho. Hay tiempo de sobra para la remontada.
Eleanor dio un sorbo a la limonada. Confiaba en ofrecer una imagen recatada, pero en el fondo estaba tan entusiasmada como Moira. Ella no había apostado nada en su vida, ni siquiera aunque fuera con dinero ajeno, y hasta ese momento no tenía ni idea de las sensaciones que eso podía provocar. La cabeza le daba vueltas ante la sola idea de que hubiera en juego treinta guineas, que pensaba devolver a Sinclair, su legítimo dueño, en caso de que ganara la potra.
Intuyó de nuevo que el teniente había adivinado su entusiasmo. La muchacha notó cómo vibraba el suelo bajo el atronador golpeteo de los cascos. Desde las gradas le llegaba un torrente de gritos de júbilo y ánimo, así como instrucciones a voz en grito que ningún jockey llegaría a oír:
– ¡Pégate a la barandilla!
– ¡Usa la maldita fusta!
– ¿A qué estás esperando, caballito?
– El circuito de Ascot es muy exigente -le confió Sinclair a Eleanor.
– ¿Ah, sí? -A la muchacha le parecía una pista ovalada amplia y propicia, con un centro de abundante hierba verde-. ¿Y cómo es eso?
– La tierra del suelo está apelmazada y eso exige mucho al caballo, más que el derbi de Epsom Downs, en Surrey, o la carrera de Newmarket, en Suffolk.
Eleanor no había oído hablar de esas carreras, pero a diferencia de éstas, Ascot tenía el sello real. Al cruzar las imponentes verjas negras de la entrada había visto en lo alto la divisa real en relieve dorado. Se había sentido como si hubiera penetrado en el mismísimo palacio de Buckingham. Había muchos puestos ambulantes dentro del recinto, donde se vendía de todo, desde vasos de rico hordiate a manzanas de caramelo, y donde había gente de toda clase y condición, desde caballeros elegantemente ataviados que iban del brazo de sus señoras, acompañándolas, hasta rapaces desaliñados en sus puestos de tahúres con sus compinches haciendo de cebo, y alguna ocasión habría jurado que los había visto robar carteras a los transeúntes y mercancía en los tenderetes. Llevando a una de cada brazo, Sinclair las había guiado a través del gentío sin vacilación alguna hasta llegar a aquel lugar concreto, el mejor sitio desde el cual ver la carrera, según les había garantizado.
La joven enfermera tenía la impresión de que era verdad. Entonces doblaron la primera curva los corceles: todos juntos formaban un lienzo de pinceladas blancas, grises y negras al cual aportaban color las sedas y atavíos del los jinetes. Eleanor debió tomar el programa de las carreras comprado por Sinclair y abanicarse con fuerza para aliviar el calor provocado por aquel sol de justicia y espantar a las insistentes moscas. El oficial permanecía cerca, muy cerca, más de lo que solía estar ningún hombre, aunque esa cercanía parecía en parte consecuencia directa de los empujones de la multitud. Moira estaba recostada en la valla y tenía medio cuerpo fuera, apoyando sus brazos rollizos en el otro lado mientras animaba a gritos a Canción de ruiseñor.
– ¡Tira p’alante, mueve el culo!
Eleanor pilló a Sinclair mirándola, y ambos compartieron una sonrisa privada. Moira se volvió, avergonzada.
– Discúlpeme, señor. Me he dejado llevar.
– Está bien, no se inquiete. No va a ser la primera vez que la emoción le puede a alguien en el hipódromo.
La señorita Ames había oído cosas bastante peores; el trabajo en el hospital, incluso en uno dedicado exclusivamente a mujeres pudientes, le había endurecido el corazón ante los gemidos más espantosos y las mayores blasfemias. Había visto consumidas por la ira y la violencia a personas perfectamente correctas y respetables en el curso normal de sus vidas. Había aprendido que la angustia física, y a veces la perturbación mental, podían agriar el carácter de una persona hasta resultar prácticamente irreconocible: una tranquila costurera había aullado y peleado hasta el punto que fue necesario el uso de vendas para atarle las manos a los postes de la cama; una institutriz empleada en una de las mejores casas de la ciudad le había arrancado los botones del uniforme y le había tirado un orinal lleno; después de que le hubieran extraído un tumor, una modista le había clavado sus afiladas uñas hasta arañarle en los brazos y le había hecho objeto de algunas perlas que Eleanor pensaba que sólo podían usar los marineros. La muchacha había aprendido que el sufrimiento provocaba una transformación. A veces elevaba el espíritu, también había visto algunos casos de esos, pero lo habitual era que sacase lo peor de las indefensas víctimas, que pasaban pisoteando cuanto se pusiera en su camino.
La señorita Nightingale le había enseñado esa lección con hechos y palabras.
– No es ella misma, eso es todo -decía la superintendente cada vez que tenía lugar alguno de aquellos altercados.
– ¡Mira, mira, Ellie! -chilló Moira-. ¡Va a ganar, la yegua va a ganar!
La interpelada clavó la vista en la carrera y, sí, pudo ver cómo tomaba la delantera del pelotón una parpadeante marcha bermeja, minúscula como la llama de una vela. Sólo un par de corceles, uno blanco y otro negro, corrían por delante de ella. Incluso Sinclair parecía entusiasmado con el sesgo tomado por los acontecimientos.
– ¡Bravo! -gritó-. ¡Vamos, potrilla, vamos!
El joven estrechó el codo de Eleanor y ella notó una descarga no ya por el brazo, sino por todo el cuerpo. Apenas era capaz de concentrarse en la carrera, pues Sinclair dejó la mano donde estaba aunque sus ojos permanecían fijos en los caballos, que rodeaban el poste más lejano en aquel momento.
– La yegua blanca empieza a flaquear -anunció Moira, llena de júbilo.
– Y el caballo negro parece reventado -comentó Sinclair al tiempo que golpeaba la barandilla con el programa de carreras enrollado-. Venga, potrilla, venga, que tú puedes.
En ese momento, el arrebato de entusiasmo y el fino mostacho, casi transparente ahora que le daba de lleno el sol, conferían al joven un encanto casi juvenil. Eleanor no había dejado de advertir la atención suscitada por el teniente entre otras mujeres. Muchas damas habían girado los parasoles con el propósito de atraer la atención de Sinclair mientras atravesaba el atestado prado hasta llegar a aquel lugar, y una joven que iba del brazo de un caballero entrado en años había dejado caer el pañuelo; el teniente lo había recogido y se lo había devuelto con una media sonrisa sin dejar de avanzar. Poco a poco, la señorita Ames había cobrado conciencia de su propio atuendo, y le entraron deseos de haber tenido otro vestido más colorido y elegante, pero llevaba puesto su único traje bueno, de un tono verde boscoso con ribetes de tafetán y una manga de pernil abombada a la altura del hombro, ya pasada de moda, que se abotonaba hasta el cuello, aunque un día caluroso, especialmente uno como aquél, habría deseado no tener cubiertos los hombros y el cuello.
Moira se desabrochó el cuello de su vestido, una prenda de color amelocotonado a juego con el rojo de su pelo y su tez sonrosada, y colocó el vaso helado de la limonada en la base del cuello. Aún así, parecía al borde del desvanecimiento a causa de la creciente agitación.
Los caballos estaban llegando al lado más cercano de la pista ovalada y la yegua blanca daba síntomas de flaqueza: se retrasaba un poco más cada segundo que pasaba a pesar de que el jinete la fustigaba sin misericordia. El fogoso potro negro, por el contrario, mantenía constante su galope a cuatro tiempos, el propio de un caballo de carreras, con la esperanza de llegar a la meta sin necesidad de hacer un esfuerzo mayor. Sin embargo, Canción de ruiseñor no estaba agotada, antes bien el contrario, se esforzaba al máximo para ganar metros. Eleanor vio los músculos y los nervios de las patas cuando la potra estaba en pleno esfuerzo, subiendo y bajando la cabeza al ritmo del jockey, que permanecía inusualmente lejos de la cruz del caballo mientras le espoleaba. Las crines del cuello bailaban en el aire junto a su rostro.