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Aquel mundo estaba lleno de maravillas, de eso estaba convencido. Una chimenea sin humo. Bolas de cristal dando luz. Abrigos de una tela como nunca había visto igual. Pero no todo era irreconocible. ‹No, el mundo no ha cambiado ni pizca en lo esencial›, caviló mientras se limpiaba la mancha escarlata de la mano.

CAPÍTULO VEINTISÉIS

13 de diciembre, 19:30 horas

NADA MÁS VOLVER AL campamento, Michael corrió de vuelta a su cuarto, donde cambió parte de su equipo fotográfico y fue en busca de Hirsch. Corría por la pasarela cubierta de nieve en dirección al laboratorio de biología marina cuando de tropezó con Charlotte.

– Bienvenido -le saludó-. ¿Me acompañas a comer?

– Lo primero es antes -contestó él al tiempo que alzaba la cámara que llevaba colgada al cuello-. Han pasado horas desde que fotografié el bloque de hielo por última vez.

– Pues por otra horita más no vas a morirte -replicó ella, tomándole del brazo y arrastrándole en la dirección opuesta a la que él seguía-. Además, Darryl está en el comedor.

– ¿Estás segura? -inquirió él, resistiéndose a avanzar.

– Del todo, y ya sabes qué poquito le gusta que alguien fisgue en su laboratorio sin estar él presente.

Hirsch era muy territorial, y Michael lo sabía, pero habría estado dispuesto a arriesgarse si la doctora no se hubiera colgado de su brazo con tanta insistencia y si el viaje hasta la vieja factoría ballenera no le hubiera abierto un gran apetito. Se dijo a sí mismo que comería a toda prisa y luego arrastraría a Darryl hasta el laboratorio.

La doctora Barnes le informó durante el corto trayecto hasta el comedor que acababa de atender a Lawson, que se había hecho daño en un pie cuando le había caído encima un equipo de esquiar, pero a Michael le seguía costando centrarse, pues tenía la urticante sensación de que se estaba perdiendo algo y la picazón iba a más cada vez que la cámara le rozaba el pecho.

– Ahora mismo no hay nadie en la enfermería -le dijo Charlotte mientras subían la rampa que conducía a la zona común-, y voy a decirte algo: este trato de venir a la Antártida habrá merecido la pena después de todo si consigo mantener la portería a cero durante los próximos seis meses.

Una vez dentro, se deshicieron de sus abrigos y demás indumentaria antes de llenar hasta arriba los platos de estofado de ternera, un arroz viscoso y pan hecho con levadura natural, pues en el Antártico no se estropeaban las bacterias necesarias para la fermentación de la masa madre.

A esa hora, el comedor era un hervidero de probetas y reclutas, y no faltaba ni Ackerley, alias el Gnomo, quien solía tomar una botella de leche y una caja de cereales para volverse de inmediato al laboratorio botánico; podía vérsele sentado con sus colegas en una de esas mesas plegables parecidas a las usadas cuando se va de picnic. El personal de cocina, encabezado por un tipo entrecano, un cocinero veterano en los fogones de la Marina que insistía en hacerse llamar tío Barney, se las arreglaba para conseguir que los platos parecieran recién hechos a pesar de que en Point Adélie no era posible aplicar a rajatabla un horario para las comidas, pues no habría nadie capaz de cumplirlo. Nadie en toda la base, ni siquiera Murphy O´Connor, había logrado averiguar dónde estaba el truco para semejante prodigio.

Michael se adelantó a Charlotte a la hora de localizar a Darryl, prácticamente oculto ante el montón de platos llenos a rebosar de judías con arroz. El biólogo no apartaba la nariz de unos informes de laboratorio. Wilde se abrió paso hacia él y con la doctora a su lado.

Hirsch levantó la vista mientras se secaba los labios con una servilleta de papel.

– Hacéis una pareja estupenda -les saludó; luego, golpeteó los informes con la mano-. Éste es el resultado de la analítica hecha a la muestra de sangre de la botella -dijo como si fuera lo que todos estuvieran esperando escuchar.

– ¿Y te lo has traído como lectura para la cena? -preguntó de sopetón Charlotte mientras extendía la servilleta.

– Es absolutamente fascinante -insistió Darryl mientras empezaba a entrar en detalles sobre el origen de la corrupción de la sangre.

Charlotte le metió en la boca un trozo de pan sin levadura para hacerle callar y le preguntó:

– A ti no te explicó tu madre que en la mesa no se habla de ciertos temas, ¿a que no?

Michael se echó a reír, y también Darryl, una vez que se sacó el trozo de pan.

– No os hacéis ni idea, de veras, no os creeríais el número de células sanguíneas -repuso, intentando retomar el tema.

La doctora se lo impidió al decir:

– ¿Por qué no nos cuentas que has hecho hoy Michael?

El biólogo dio su brazo a torcer, partió un buen trozo de pan caliente y lo untó de mantequilla mientras el periodista les contaba la visita a la factoría noruega y la experiencia de guiar el deslizador de vuelta al campamento.

– ¿Danzing te ha dejado llevar el trineo…?

Michael asintió mientras hacía un esfuerzo por tragar un bocado de estofado especialmente correoso.

– De hecho, creí haberte visto mientras volvías de la caseta de inmersión en una motonieve.

Darryl admitió haber estado allí.

– Pero esta vez no ha picado nada que mereciera la pena. Volveré a probar suerte mañana.

Comieron en silencio durante unos minutos, tomándose su tiempo, pues en el Polo Sur cada comida, cada interrupción en el quehacer cotidiano, era una especie de comunión, una forma de indicarle la hora al cuerpo. A menudo era necesario detenerse y pensar si uno se había sentado a la mesa para desayunar o comer, aunque el tío Barney intentaba facilitar la tarea al servir los platos fuertes: montañas de salchichas para el desayuno y cantidades ingentes de espaguetis y chili con carne para el almuerzo. Betty y Tina habían sugerido el uso de las velas durante las cenas, pero los reclutas habían reaccionado de forma desaforada contra esa propuesta y habían dejado la pizarra de comunicados de Murphy llena de mensajes escritos con un lenguaje de lo más subido de tono.

Michael había intentado mostrarse paciente, pero antes de que Darryl hubiera terminado el pastel de melocotón, empezó a decir:

– ¿Tienes pensado volver al laboratorio esta noche? -el interpelado asintió con la cabeza mientras daba caza a una esquiva rodaja de melocotón en almíbar. Consumido por la impaciencia, Wilde agregó-: Lo decía porque, si no te importa, siempre podía ir yo primero y…

Darryl cazó la rodaja, se la comió y se dispuso a contestar.

– No te embales, que ya voy. -Arrugó la servilleta y la lanzó sobre el plato-. Tengo tantas ganas como tú de ver qué tal va la cosa.

– Yo también me apunto -dijo Charlotte tras dar un último sorbo a su café con leche.

Tras ponerse los abrigos, las gafas protectoras y los guantes apenas eran identificables, incluso entre sí. En el Antártico, la gente tendía a reconocer a los demás gracias a cosas muy simples como el color de la bufanda, un gorro con pompón en la punta o la forma de caminar, pues aparte de eso, todos parecían verdaderos ovillos de lana con rellenos de tela elástica.

Esa noche era inusualmente tranquila y velaba la luz del sol austral una capa de nubes tan tenue que recordaba una de esas cortinas de tela de poliéster que dejaba pasar la luz pero no el sol. Era un indicio serio del mal tiempo en ciernes.

Los tres amigos avanzaron hacia su destino haciendo crujir la nieve bajo las botas a cada paso que daban. Pudieron oír el zumbido de los taladros en el almacén de muestras cuando pasaron junto al laboratorio de glaciología, de camino hacia el cobertizo del trineo.