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A lo lejos destellaban las luces del laboratorio de botánica, siempre encendidas. Parecían hacerles señales de modo que a Michael le recordaba la noche de Navidad cuando era niño, cuando sus padres le llevaban a la misa de medianoche y la expectativa flotaba en el aire. En aquel entonces, él ya sabía que un regalo le esperaba a la mañana siguiente, igual que ahora estaba convencido de que le aguardaba otro en ese laboratorio bajo y a oscuras a la vuelta de la esquina.

Darryl marchaba en la cabeza; subió al trote la rampa de acceso y esperó a sus compañeros en la entrada sin abrir la puerta, pues deseaba mantenerla abierta el menor tiempo posible. Nadie cerraba con llave los laboratorios por orden del jefe O´Connor, por lo cual en cuanto llegaron Michael y Charlotte traspasaron todos juntos el umbral sin demora.

Nada más entrar, antes incluso de haberse quitado el abrigo, Michael notó el agua desparramada por el suelo. Los vertidos y derrames eran moneda corriente en el laboratorio marino, de ahí que el piso fuera todo un bloque de hormigón y contase con sumideros de desagüe a intervalos regulares. Por todo ello, tanta humedad no era algo inusual. Sus botas de goma hicieron el típico ruido de succión cuando anduvo por el suelo encharcado hasta la encimera de la mesa de trabajo, donde estaban el monitor y el microscopio. Luego, siguió a Darryl hasta un lateral del tanque central.

El agua todavía goteaba por los bordes y hasta donde él era capaz de apreciar las tuberías de plástico seguían siendo operativas, pero en el tanque sólo había agua marina. Estaba vacío.

No había ningún trozo de hielo ni rastro alguno de los cuerpos flotando en el líquido elemento.

Quedaban trocitos de hielo, restos del témpano que flotaban sin rumbo fijo, al capricho del movimiento de las aguas. Un intenso olor salobre saturaba el aire del laboratorio, pero Michael estaba algo más que perplejo, se estaba encabronando bastante. ¿Ésa era la idea que Darryl tenía de lo que era una broma? Porque si era una broma, no tenía ni puta gracia. Debía haberle consultado, no, avisado mejor, si era necesario reubicar los cuerpos.

– Vale… ¿Qué es lo que se está cociendo aquí? -le preguntó a Hirsch-. ¿Has ordenado a alguien que los traslade a otro sitio?

Pero supo la respuesta sin necesidad de formular pregunta alguna al ver la cara de pasmo del biólogo.

– ¿Dónde están…? -preguntó inocentemente la doctora mientras se quitaba la larga bufanda del cuello.

– No… lo… sé… -contestó Darryl.

– ¿Qué significa eso de que no lo sabes? -insistió ella-. ¿Crees que Betty y Tina han recobrado el témpano?

– No lo sé -repitió Hirsch con un tono de voz que convenció a Charlotte de la sinceridad de aquél.

– Bueno, calma, no es como si los muertos se hubieran levantado y se hubieran marchado por su propio pie -repuso la doctora Barnes. Un pesado silencio acogió esa frase. Michael fue al otro lado del tanque y cerró las válvulas de entrada y salida. Reparó entonces en un taburete situado delante de un radiador y en otro, cerca de la puerta. ¿Qué razón podía haber tenido Darryl para mover los asientos de ese modo?, se preguntó.

– Sé con qué celo defiendes tu intimidad, Darryl, pero dime, ¿ha estado trabajando alguien más contigo aquí dentro?

– No -contestó el interpelado en voz baja. No se había apartado del borde del tanque, seguía ahí parado, incapaz de digerir semejante desastre.

– Murphy ha de saber qué pasa aquí -sugirió Charlotte con optimismo-. Seguro que ha sido él quien ha ordenado el traslado de los cuerpos.

Dicho esto, la doctora se dirigió con mucha decisión al interfono situado a un lado de la entrada. Aun así, miró con perplejidad la extraña posición del taburete cuando se lo encontró en su camino.

Wilde siguió devanándose los sesos mientras cogía una fregona y la usaba para dirigir el agua hacia los sumideros. Entretanto, Hirsch miraba fijamente el tanque, como si los cuerpos fueran a reaparecer por arte de birlibirloque. Charlotte hablaba por el teléfono, pero Michael no fue capaz de distinguir más de alguna frase suelta. «No se encuentran aquí». «¿Estás seguro?». «Hemos mirado bien, por supuesto». Eso le bastó para saber que las noticias habían dejado a Murphy O´Connor tan confuso y sorprendido como al que más.

Darryl se retiró hasta la mesa de investigación, donde se dejó caer en la silla, delante del microscopio. Tenía el gesto pensativo y la frente surcada de arrugas. Michael se alejó del radiador, sin dejar de usar la mopa, y se dio cuenta de que el suelo estaba seco. El desbordamiento del tanque no había llegado tan lejos, y el charco de agua se concentraba alrededor del taburete. Daba la impresión de que alguien hubiera puesto algo a secar allí, y ese algo hubiera goteado en esa zona. Entonces, lanzó una mirada al otro asiento fuera de sitio y dejó la fregona apoyada sobre la pared para encaminarse enseguida hacia ese taburete.

Charlotte colgó el auricular en ese mismo momento y anunció que Murphy no tenía la menor pista sobre lo sucedido.

– Va a ponerse en contacto con Lawson y Franklin. Tal vez ellos sepan qué está pasando.

Michael estudió el suelo adyacente a la puerta, y en especial debajo del asiento. No había indicio alguno de humedad, pero de pronto sintió un chorro de aire helado entre los hombros y alzó la vista. Arriba había un ventanuco rectangular que corría por encima de la línea del tejado, aunque tenía más aspecto de ser un respiradero.

Se subió al escabel y desde allí estuvo en condiciones de apreciar que la hoja de la ventana estaba entreabierta. Los copos de nieve habían empezado a cuajar por la parte interior de la abertura, pero aun así, todavía era un buen observatorio de la explanada y se distinguían perfectamente las luces del cobertizo de la perrera, donde todo parecía estar tranquilo y en calma.

– ¿Has abierto tú ese respiradero, Darryl?

– ¿Qué…? -el biólogo alzó la mirada y vio al periodista, subido precariamente a la banqueta-. No, es más, dudo mucho que yo llegue ahí arriba.

Michael giró la manivela hasta cerrar la ventana y se bajó. Alguien la había abierto hacía poco tiempo con el propósito de mirar por el hueco.

– ¿Alguien quiere oír otra noticia? -preguntó el pelirrojo con resignación.

– ¿Es buena o mala?

– La botella de vino ha desaparecido.

– ¿Estaba en la mesa de trabajo? -inquirió Michael.

Darryl asintió.

– La dejé ahí mismo, junto al microscopio. -El biólogo tomó el portaobjetos-. Aún tengo la prueba de que esa maldita cosa ha existido: esto -continuó, alzando la lámina-, pero no hay ni rastro de la botella. Ni tampoco de los cuerpos, ya no.

«Eso me cuadra perfectamente», pensó Michael. «Quienquiera que se haya apoderado de los cuerpos ha arramblado también con la botella de vino». ¿Por qué? ¿Para qué? El panel corredizo del conducto de la ventilación debían de haberlo abierto para poder mirar. ¿Era obra de alguien que pretendía de verdad destruir todas las pruebas a fin de causar la sensación de que el hallazgo jamás se había producido? ¿Qué sentido podría tener eso?

¿Y si alguien había tenido la ocurrencia de querer sacarle partido monetario a todo el asunto? Eso tenía aún menos sentido para él. Era una ocurrencia demasiado estúpida para venir de algún probeta, aunque siempre podía ser obra de un par de reclutas a quienes se les había pasado por la cabeza que podían llevar los cuerpos al mundo civilizado y ganarse una fortuna exhibiéndolos, ¿era eso?

¿Y si sólo formaba parte de una broma, pesada y muy poco divertida? El jefe O´Connor iba a arrancarles la piel a los guasones si terminaba por resultar que todo eso era una simple payasada. Michael estaba seguro de ello.

El periodista comprendió que intentaba agarrarse a un clavo ardiendo. Todas esas ideas eran una sandez. Se dijo a sí mismo que debía calmarse y pensar. Debía ser algo más sencillo. Probablemente, Tina y Betty se había llevado el témpano para reanudar su trabajo, y si no era eso, se trataría de algo por el estilo. Seguro que el misterio se resolvía antes de que se fueran a la cama.