– ¿No había más botellas en ese arcón que sacaron del mar? -preguntó Charlotte.
– Sí, claro que sí -contestó Darryl con ojos centelleantes-. ¿Dónde han metido el arcón, Michael?
– Danzing lo había bajado del trineo la última vez que lo vi. Lo había dejado al fondo de la perrera.
– ¿Por qué no os quedáis Charlotte y tú por aquí mientras yo voy a echar un vistazo al cobertizo del trineo? Aseguraos de que no ha desaparecido nada más.
Le consumían las ganas de examinarlo todo desde que había echado un vistazo por el ventanuco.
Subió la cremallera de la parka al salir y bajó la rampa despacio, buscando con atención marcas de ruedas de una plataforma rodante, pero las únicas huellas visibles eran de suelas de botas. Quienquiera que fuera el ladrón, ¿cómo se las habían arreglado para sacar el témpano del laboratorio?
Anduvo sobre la nieve hasta llegar al cobertizo de los huskies y descubrió que al menos el arcón estaba donde lo había dejado Danzing, pero aunque seguían allí unos cuantos cachivaches, como la copa de oro con las iniciales SAC grabadas y un fajín blanco amarilleando por el tiempo, habían desaparecido todas las botellas.
– ¡Eh!, ¿qué diablos pasa aquí?
Vio a Danzing con los brazos extendidos en señal de asombro al darse la vuelta.
– Imagino que ya te lo ha contado Murphy.
– ¿El qué debía decirme O´Connor?
– Ah, pues la desaparición de los cuerpos y del bloque de hielo.
– Los perros… ¡Por amor de Dios, yo estoy hablando de los perros! Se avecina una tormenta de tomo y lomo y he venido para asegurarme de que están bien instalados para pasar la noche. -Miró en derredor como si los echara a faltar-. ¿Dónde demonios están?
La desaparición de las botellas le había causado semejante impacto que Michael había pasado por alto un hecho aún más sorprendente, pero ahora vio las estacas en el suelo y los cuencos de comida vacíos y boca abajo sobre la paja.
– ¡También ha desaparecido el trineo! -observó Danzing-. ¿Qué coño pasa aquí?
Michael no podía creer que alguien hubiera tenido valor para meter en eso a los canes, y menos sin el permiso expreso del musher, que se negaría de plano, sin duda.
– Acabo de venir para comprobar si habían robado algo del cofre -dijo Michael, sintiendo que debía dar una explicación a su presencia en ese lugar-, como así ha sido.
– A mí me importan una mierda las botellas y ese par de chupachups helados. ¿Dónde están mis perros? -bramó Danzing mientras entraba en el cobertizo pisando fuerte-. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
– Acabo de entrar.
– ¡Maldición!
Dio una patada a un cuenco y lo envió al otro lado del cobertizo. Después de detuvo al pie de las escaleras y se quitó un guante para tocar con los dedos una mancha de un escalón. Cuando Michael le prestó atención, el musher se había llevado las yemas de los dedos a la nariz y las estaba olisqueando.
– Es sangre -anunció al tiempo que miraba hacia el altillo; después, echó a correr escaleras arriba todo lo deprisa que las pesadas botas y la indumentaria se lo permitían.
Al poco de estar arriba, Michael le oyó gritar:
– ¡Jesús, no!
Entonces, también él subió. Se encontró al hombrón arrodillado en el suelo, acunando el cuerpo ensangrentado de Kodiak entre sus brazos.
– ¿Quién lo ha hecho? ¿Quién ha sido capaz de algo así? -murmuraba.
A Michael también le parecía algo inconcebible.
– Mataré a ese cabrón -aseguró Danzing, y Wilde le creyó-. Acabaré con el hijo de puta que ha hecho esto.
Michael le puso la mano en el hombro sin saber qué decir al desconsolado adiestrador, pero en ese momento el perro parpadeó y abrió los ojos.
– Un momento, mira… -intentó decir el periodista.
El husky soltó un gruñido bajo y airado, cobró vida y se echó a la yugular de su cuidador antes de que éste tuviera tiempo para reaccionar. El musher cayó de espaldas y el can no le soltó, siguió encima, rasgándole las ropas y la piel. Danzing repartió patadas a diestro y siniestro al tiempo que intentaba ponerse en pie, pero la rabia que enloquecía al perro le insuflaba al mismo tiempo una fuerza extraordinaria.
Michael vio colgando del cuello de Kodiak una cadena corta y la estaca todavía sujeta a ésta. Le echó mano al palo, pero una de las sacudidas se lo quitó de las manos. Volvió a aferrarlo y esta vez logró sujetarlo con la firmeza suficiente como para dar un tirón y alejar de la garganta de Danzing las fauces chorreantes de baba y sangre.
La criatura aún hacía chasquear las mandíbulas en su intento de morder a su amo cuando Michael le arrastró hacia las escaleras. Kodiak hundió las garras en los tablones del suelo para apoyarse. Sólo entonces centró su atención en Michael, se dio media vuelta, fijó en él sus llameantes ojos azules y saltó hacia delante.
Michael le hizo una finta de cintura como un torero y evitó limpiamente al can. El animal se precipitó escaleras abajo. Michael escuchó un golpazo, un sonido similar al de la madera cuando se astillaba y un chasquear de mandíbulas… Y después reinó el silencio.
Wilde se asomó hasta ver que la estaca se había enganchado entre dos escalones y el animal, que se había partido el cuello en la caída, se balanceaba al extremo de la cadena. La escalera de madera crujía con cada balanceo.
– Socorro -pidió Danzing desde el suelo con voz débil y borboteante.
El herido se sujetaba la garganta con la mano. Michael se quitó la bufanda y la usó para vendarla con fuerza.
– Volveré enseguida con la doctora Barnes -le aseguró.
Y salió disparado escaleras abajo, aún sin salir de su asombro. El cuerpo de Kodiak se balanceaba a uno y otro lado y al pasar junto a él Michael descubrió una herida honda en el pecho por la cual salía a chorros una sangre que se iba espesando en la paja de debajo. «¿Cómo se habrá hecho semejante corte?», se preguntó.
CAPÍTULO VEINTISIETE
13 de diciembre, 20:00 horas
SINCLAIR DESCRIBIÓ UN AMPLIO círculo alrededor de la parte posterior de la base a fin de pasar desapercibido y luego condujo el trineo sobre la nieve y el hielo, con la playa a un lado y la lejana cadena montañosa al otro. Eleanor soportaba el baqueteo en la cesta del deslizador, bien protegida por el abrigo robado en el cobertizo.
Los perros corrían con desenvoltura y parecían saber adónde iban, un destino del que Copley no tenía la menor idea, pero estaba preparado para enfrentarse contra cualquier eventualidad. En un momento dado descubrió una huella en forma de raíl en la nieve y se percató de que el tiro de canes seguía esa dirección. Permaneció sobre los patines, sosteniendo las riendas, sin importarle el soplo gélido del viento para el que el sol apenas proporcionaba alivio.
Alzó el rostro y permitió que el frío céfiro lo flagelase a placer mientras él llenaba de aire los pulmones lleno de gozo al ¡sentir!, ¡moverse!, ¡estar vivo de nuevo! No importaba qué sucediera después, lo recibiría con agrado, nada podía ser peor que el aprisionamiento casi eterno en el iceberg. El sol austral arrancaba pálidos destellos al galón dorado que lucía en el uniforme y el extraño abrigo rojo de cruces blancas le flameaba contra las piernas, pero el pulso se le había acelerado y le hormigueaban hasta los cabellos.
Alzó la mirada al oír unos chillidos de inquietud encima de su cabeza, era una bandada de pájaros marrones, negros y grises. En el fondo de su ser esperaba haber visto en lo alto a un albatros de un blanco níveo haciéndole compañía, pero no fue así. Había un sinfín de aves carroñeras, la suciedad de los plumajes y los gritos crispantes los delataban a sus oídos; seguían a los perros con la esperanza de obtener alguna comida. Había visto esa clase de pájaros con anterioridad sobrevolando en círculos en el ardiente cielo azul de Crimea.