La señorita Florence Nightingale pasó junto a ellas en ese momento y las saludó con una leve inclinación de cabeza. La superintendente también había sufrido la severidad del viaje y caminaba del brazo de su amiga, la señora Selina Bracebridge. Ésta era una mujer casada, a diferencia de la señorita Nightingale, la solterona más famosa de las Islas Británicas, pero las altas instancias militares habían resuelto que sería inapropiado emplear en el extranjero a mujeres solteras para la asistencia médica de heridos, razón por la cual las treinta y ocho enfermeras, con la sola excepción de la jefe del contingente, perdieron la condición de señoritas para recibir la mención honorífica de señoras, con independencia de que estuvieran o no casadas. Asimismo, también les facilitaron uniformes expresamente confeccionados por los modistas con el fin de hacerlas lo menos atractivas posible y difuminar las curvas de la silueta femenina por completo, razón por la cual los vestidos grises no tenían forma alguna y les colgaban como si fueran sacos de lana, y las gorritas blancas eran unos artilugios estúpidos que no favorecían a propósito los rasgos de ninguna de ellas.
Eleanor llegó a escuchar cómo una de las enfermeras le decía a la superintendente Nightingale que se consideraba capaz de sobrellevar todas las penurias del trabajo, pero luego añadió:
– Unas gorras son adecuadas para unos rostros y otras son para otro tipo de caras, pero si yo llego a saber que nos dan éstas, y mire que tenía ganas yo de ejercer de enfermera en Scutari, pues si lo sé, no vengo, señorita.
Las enfermeras que habían aceptado la misión formaban un grupo de lo más variopinto. Ella era muy consciente del recelo con el que iban a ser observadas cuando volvieran de aquella misión. Ciertos sectores de la prensa y la opinión británica las habían ensalzado como a heroínas por marcharse a realizar una tarea penosa pero honorable en las más atroces condiciones, pero en otros se habían cebado con ellas y las habían descrito como jóvenes impúdicas de clase trabajadora, unas buscadoras de fortuna que esperaban engatusar a oficiales heridos en su momento más vulnerable.
Catorce de las enfermeras habían sido reclutadas en hospitales públicos, como era el caso de Eleanor y Moira, pero Nightingale también había seleccionado a seis hermanas procedentes de la Training Institution for Nurses for Hospitals, Families and the Sick Poor, más conocida como Saint John’s House por tener su primera sede en la parroquia de San Juan Evangelista, fundada por el catedrático Todd con los parabienes del obispo de Londres; ocho de la Hermandad Protestante de la señorita Sellon y diez novicias de católicas; cinco del Orfanato de Norwood y otras cinco procedentes del hospital de las Hermanas de la Misericordia en Bermondsey. La incorporación de estas últimas dio que hablar. La confesión católica de muchos soldados no causaba problema alguno, pero levantaba ampollas la idea de que monjas católicas pudieran atender de cerca a hombres de otro credo, protestantes, por ejemplo. ¿Y si aprovechaban la oportunidad de oro que les ofrecía el disfraz de enfermera para hacer proselitismo en secreto a favor de la siniestra Iglesia Católica?
Cuando el Vectis se aproximó al estrecho de los Dardanelos, Eleanor observó que la superintendente se aferraba a la barandilla del barco y clavaba la mirada y su rostro adusto estaba tan pálido como de costumbre, pero había en él una expresión de arrebato. La brisa marina llevó hasta los oídos de la enfermera Ames las palabras con que la señorita Nightingale ensalzaba el paisaje a su amiga Selina.
– Éstas son las fabulosas llanuras de Troya, donde luchó Aquiles y Helena derramó sus lágrimas.
La superintendente parecía extasiada por esa visión. Eleanor sabía que Florence Nightingale procedía de una buena familia y que había sido educada en los mejores colegios, y la envidió por eso. Ella misma había emigrado a Londres en busca de mejorar su propia condición, pero el duro e interminable trabajo en el hospital de Harley Street le rentaba poco dinero y le dejaba poco tiempo para tales fines.
Sinclair había cambiado eso por poco tiempo.
¿Cómo habría reaccionado de haber sabido que ella se acercaba al escenario bélico? Copley le hubiera aconsejado que no lo hiciera, estaba segura de eso, pero le resultaba muy difícil de soportar la perspectiva de que tal vez él pudiera necesitarla mientras ella se hallaba a miles de kilómetros de distancia. Cogió al vuelo la oportunidad en cuanto se corrió la noticia de que se buscaban voluntarias para Crimea, y Moira, cuyo apego hacia el capitán Rutherford era más interesado que ardiente, la imitó.
– Dios los cría y ellos se juntan -dijo con despreocupación antes de firmar su solicitud.
Refugiada en la antigua factoría ballenera, Eleanor se preguntó cuál habría sido el destino de Moira. Habría muerto hacía décadas, por supuesto.
Sinclair irrumpió otra vez en la habitación con los brazos llenos de misales y cantorales.
– Qué bien nos van a venir -dijo mientras empezaba a hacer trizas los libros para luego arrojarlos al interior de la caldera.
Eleanor no dijo nada cuando las páginas arrugadas alimentaron la fogata, cada vez mayor, a pesar de que el sacrilegio le hacía sentir todavía más incómoda.
Él cerró la caldera cuando el fuego rugía y anunció que se iba a por otras cosas. Fue hasta la puerta y arrastró dentro un saco de lona que había dejado fuera y del mismo sacó cabos de vela, platos y copas de latón, cucharas dobladas, cuchillos y una licorera agrietada.
– Mañana realizaré un reconocimiento más minucioso, pero por ahora tenemos cuanto necesitamos.
Copley había vuelto a su comportamiento militar: reconocer los alrededores, reunir provisiones, hacer planes. Eso supuso un alivio para Eleanor y esperaba que ese estado de ánimo durase mucho, pues sabía perfectamente que el lado siniestro de Sinclair podía volver siempre, y en cualquier momento.
Palmeó la bolsa de comida que había cogido del cobertizo de los perros, ahora recostada sobre una pata de la mesa.
– ¿No deberíamos calentar algo para la cena? -comentó.
Lo dijo como quien pedía permiso para tomarse un suflé de chocolate.
– Comida… y bebida -agregó mientras depositaba sobre la mesa una de las botellas negras de vino.
CAPÍTULO TREINTA
14 de diciembre
LA ENFERMERÍA DE POINT Adélie no tenía una morgue propiamente dicha porque no la necesitaba: toda la Antártida era un módulo de baja temperatura. Murphy se decantó por conservar el cuerpo del musher en el lugar más frío y protegido de todos: en la bóveda existente debajo del almacén de muestras de glaciología. No era la primera vez. Habían guardado allí el cuerpo del geólogo muerto el año anterior después de rescatar el cadáver de la grieta.
La perspectiva no hizo demasiado tilín a Betty ni a Tina, pero ambas comprendían la gravedad de la situación y se mostraron predispuestas a buscarle un sitio al cuerpo de Danzing.
– Lo guardas ahí siempre y cuando el cuerpo esté protegido y sellado. No podemos arriesgarnos a contaminar el hielo de las muestras -contestó Betty.
– Además, tampoco me apetece tener los ojos muertos de ese desdichado pegados en mi cogote, la verdad -añadió Tina-. Ya da bastante grima tenerlo ahí abajo.
El jefe O´Connor tuvo que estar de acuerdo con eso y se ofreció voluntario para ayudar a Franklin con la preparación de los restos mortales, pues en su fuero interno tenía el convencimiento de que al menos le debía eso a Danzing. Primero metieron el cuerpo en una bolsa de cadáveres transparente, cerraron la cremallera y luego introdujeron el bulto dentro de un saco de lona verde oliva.
Michael y Franklin usaron una camilla de ruedas para recorrer el trayecto lleno de baches que iba desde la enfermería hasta el laboratorio de glaciología. La fuerza del viento derribó dos veces la camilla y Michael se vio obligado a depositar el cadáver en su sitio, y pudo notar cómo empezaba a ponerse rígido, ya fuera a causa del rígor mortis o de la temperatura. En cualquier caso, la sensación de estar levantando una estatua humana le puso el vello de punta.