SINCLAIR SE HABÍA MARCHADO hacía horas, y aunque la posibilidad de que sufriera un percance que le impidiera regresar junto a ella era uno de los mayores temores de su compañera, Eleanor también tenía el talante con el cual iba a volver. Estaba de un humor de perros en el momento de su partida. Esa tormenta sin fin le había desquiciado y el confinamiento obligado en aquella iglesia helada le había irritado mucho.
– ¡Maldito sea este lugar infernal! -había aullado. Sus palabras reverberaron en la capilla abandonada y chocaron contra las gastadas vigas del tejado-. ¡Malditas sean estas piedras y malditos sean estos maderos!
Había agarrado un candelabro del altar y lo había arrojado al suelo, donde había rodado con gran estrépito. Los talones de sus botas resonaban cuando golpeteaban contra el piso de la nave. Había arrancado una puerta rota y la había lanzado hacia el camposanto para luego proferir sus imprecaciones contra el cielo plomizo, obteniendo por toda respuesta el coro de lúgubres aullidos de los huskies, aovillados entre lápidas y losas.
Eleanor le temía en especial cuando perdía los papeles y elegía a todo lo sagrado como blanco de sus bravatas. La joven estaba convencida de que Sinclair había recibido una respuesta en Lisboa y ella no tenía el menor deseo de oír de nuevo el veredicto.
– ¿No deberíamos meter los perros en la iglesia, Sinclair? -se aventuró a sugerir, apoyándose en la jamba de la rectoría-. Están desprotegidos. Morirán ahí fuera…
El interpelado movió la cabeza como si el cuello fuera un resorte, permitiéndole a la joven apreciar en los ojos de su compañero ese brillo enloquecido y febril que había visto por vez primera en Scutari.
– Me encargaré de que entren en calor -gruñó.
Se puso el sobretodo y salió dando grandes zancadas para perderse en la tormenta. No se molestó en cerrar la puerta al salir. Parecía inmune a los elementos hostiles. Una nube de hielo y nieve se arremolinó en torno a la iglesia. Ella escuchó ladrar a los canes mientras Sinclair los enganchaba al trineo.
Eleanor se arrebujó en ese abrigo suyo, el de la tela milagrosa, y se acercó a cerrar la puerta. Había contemplado cómo azuzaba con insultos a los perros desde la parte posterior del trineo, que avanzó colina abajo hasta desaparecer de su vista. Entonces, ella apoyó su peso contra la tosca madera y empujó hasta cerrar la puerta que él se había dejado abierta.
El esfuerzo la debilitó tanto que se dejó caer sobre la última bancada. Temía estar a punto de desmayarse, razón por la cual apoyó la cabeza en el respaldo del asiento de delante y se tomó un respiro. La madera estaba fría y no era lisa del todo. Eso le alertó y estudió la superficie. Había unos signos grabados a arañazos en el respaldo. ¿Sería un nombre? Las letras estaban desdibujadas por el tiempo y en todo caso, fuera lo que fuese, no estaba escrito en inglés. Todo cuanto podía distinguir era algunos números cuyo orden parecía sugerir una fecha: 25.12.1937. El día de Navidad de 1937. Un simple vistazo le bastó para recordar y empezó a devanarse los sesos. Ella y Sinclair se habían embarcado a bordo del Coventry para realizar ese viaje aciago en 1856. Y si esa inscripción, los números del banco, era una fecha, la habían grabado ochenta y un años después de que los marineros la hubieran arrojado al océano.
Ocho décadas era tiempo suficiente para que hubieran muerto todas las personas que la conocían y a quienes ella conocía.
Ese lugar estaba abandonado desde hacía muchos años, tal vez incluso décadas, y ella siguió calculando: ¿cuánto tiempo podía haber transcurrido? ¿Cuánto tiempo había dormido en el seño del iceberg, en el fondo del océano? ¿Habían pasado siglos? ¿Qué mundo era ése en el que ahora, para su desgracia, había revivido?
Se despojó de un guante y acarició los trazos de la fecha con las yemas de los dedos, como si pudiera sentir la verdad que rezumaban los mismos. Al principio le incomodaba hasta el mismo sentido del tacto, y aún no se había habituado a sentir el menor contacto físico, pues tras haber pasado tanto tiempo en su prisión helada, le resultaba extraña incluso su propia piel. Por supuesto, siempre estaba la cuestión del decoro. En su fuero interno, ella no daba valor alguno a esa unión furtiva y abortada en la iglesia portuguesa.
Y ahora, en este frío y terrible lugar donde había ido a parar, no quedaba nada capaz de reverdecer las ascuas de ese fuego o nutrir un solo pensamiento de calidez.
Pero Eleanor sabía en el fondo de su corazón que había otro obstáculo en el camino, algo que siempre había estado allí como perenne recordatorio: el omnipresente reproche de lo sucedido, y aunque era precisamente eso lo que la unía a Sinclair, probablemente para toda la eternidad, eso era lo que los separaba. Cada uno veía una necesidad más urgente y un deseo imperativo en la palidez extrema y en la mirada desesperada del otro. Era revelador que sus labios parecieran yermos, sus dedos fueran carámbanos y sus corazones permanecieran guardados, como espadas en sus vainas.
Poco había cambiado desde Crimea en ese aspecto. Todo cuanto ella conocía desde entonces eran privaciones.
Escaseaba todo lo necesario en un hospitaclass="underline" vendas, mantas, medicinas y cojines de uso clínico para apoyar el resto de las extremidades después de una amputación. Eso fue lo primero que descubrieron las enfermeras de Nightingale nada más llegar al hospital de campaña en Scutari, un nombre derivado de su primera denominación: Selimiye Kilasi, el cuartel de Selimiye, pues había pertenecido al ejército turco. La enfermera Ames jamás había vivido no concebido una miseria como la que se encontró allí y algunas de las compañeras manifestaron su asombro por el modo en que el ejército británico trataba a sus heridos, y eso que ellas procedían de mundos más duros, pues habían trabajado en asilos de beneficencia y en prisiones. Combatientes lisiados en el campo de batalla no recibían ningún tipo de asistencia ni se les proporcionaba medicina de ningún tipo, y allí se quedaban, incapaces de moverse por su cuenta ni de alimentarse. Los soldados enfermos de disentería, los que sufrían una diarrea incontrolable o las víctimas de la misteriosa fiebre hemorrágica de Crimea -que había diezmado las filas de un modo atroz- yacían tirados en pasillos atestados o en duros camastros empapados de sangre, implorando en vano un vaso de agua. Las cloacas de debajo del hospital emitían un hedor insoportable, pero era tal el frío que se le colaba por las ventanas rotas que los hombres habían optado por tapar los agujeros con paja, lo cual intensificaba la pestilencia en las salas. Varias de las enfermeras, las más delicadas, se contagiaron enseguida y se convirtieron desde el principio en una carga en vez de una ayuda.
El primer encargo de las enfermeras entre las cuales se contaban Eleanor y Moira fue el de zurcir sábanas y lavar la ropa de las camas. Se indignaron. No habían acudido a Crimea con tal fin, ellas habían venido para atender a los heridos y asistir a los cirujanos en las operaciones y al staff médico en general, pero había un clima de hostilidad y recelo muy grande por parte de los doctores, y éstos se negaron a admitirlas en muchas salas o no aceptaban su colaboración cuando conseguían el acceso a las mismas.
– Esos tipos del alto mando se piensan que vamos a robarles los gemelos -comentó Moira con disgusto al no poder entrar en una habitación llena de heridos-. Estoy escuchando a esos desgraciados vertidos con harapos suplicar por un poco de agua o una gota de morfina y allí estoy yo, a menos de diez pasos. ¿Y qué hago? Remendar un agujero del calcetín.
La falta de combatividad y de agresividad por parte de la superintendente Nightingale dejó perpleja a la enfermera Ames en un primer momento, pero no tardó en comprobar la sagacidad de ésta. El ejército británico tenía unos usos centenarios y parecían escritos en piedra por lo inamovible de los mismos. La superintendente era consciente del desafío que representaba su presencia y lo limitó al máximo, evitando la confrontación hasta el límite de lo posible, y así, poco a poco, sin alarmar a nadie, fue extendiendo las responsabilidades y las tareas de su equipo. En cuanto los altos mandos vieron la utilidad de tener ropa y vendajes limpios, apreciaron lo ventajoso de tener preparados té caliente, cereales, caldo de pollo o de ternera y jalea que las enfermeras preparaban en una improvisada cocina. Y las enfermeras de batas sin forma y gorras estúpidas no tardaron en ser bendecidas por los soldados, hombres mutilados y agonizantes que muchas veces morían lejos del hogar, tirados sobre mantas raídas.