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– ¿Padeces de fiebres o te han herido?

El enfermo reclinó la cabeza sobre el catre y retiró la sábana para dejarle ver sus piernas. La derecha estaba ensangrentada y llena de cicatrices, pero la izquierda tenía peor aspecto: a la altura de la espinilla asomaba un hueso amarillento por debajo de la piel, surcada de estrías cárdenas.

– ¿Te alcanzaron? -inquirió ella con horror, y se avergonzó de pensar inmediatamente en Sinclair. Había luchado junto a Frenchie en la misma batalla.

– Me dispararon y mi caballo se precipitó barranco abajo -le explicó-. Rodamos por la pendiente y él acabó encima de mis piernas.

La muchacha humedeció la tela otra vez y después formuló la pregunta que realmente le interesaba, la única que deseaba hacer.

– Sinclair no estaba allí. Le vi por última vez mientras cabalgaba con Rutherford y el resto del regimiento en dirección a un lugar llamado Balaclava. -Frenchie volvió a cubrirse las piernas con la sábana; después, se pasó la lengua por los labios-. Tengo la cantimplora debajo de la cama.

Ella asintió y se puso a tantear. Un bicho de muchas patitas le correteó por encima de la mano mientras rebuscaba por los alrededores, pero al final la encontró y le desenroscó el tapón para que pudiera beber lo que a juzgar por el olor era ginebra. Ella sostuvo la boquilla junto a los labios y él bebió un largo trago, y luego otro. Después cerró los ojos.

– Debería haber imaginado que tú serías una de las enfermeras -murmuró.

– ¿Qué quieres que haga por ti? Me temo que ahora no llevo casi nada encima.

– Ya lo has hecho… -contestó.

– Mañana regresaré durante mi guardia y te traeré una camisa y una sábana limpias y una buena navaja.

Él alzó la mano unos centímetros para hacerla callar.

– Lo que de veras me gustaría es poder escribir a mi familia.

Era una petición de lo más frecuente.

– Traeré papel y pluma -le aseguró Eleanor.

– Que sea lo más pronto posible -repuso él, y la muchacha supo la razón de tanta prisa.

– Ahora descansa, Frenchie -dijo ella, y se levantó tras estrecharle el hombro con una mano-. Mañana por la mañana nos vemos.

CAPÍTULO TREINTA Y TRES

16 de diciembre, 10:00 horas

MICHAEL Y LAWSON IBAN como bólidos sobre el hielo, pero todavía no habían visto señal alguna de Danzing ni de los perros perdidos. Avanzaban a toda máquina y Wilde era consciente de que debían ir más despacio, ya que en cualquier momento podían tropezarse con alguna grieta de reciente formación, pero la velocidad era su medicina predilecta. Él se lanzaba a la acción, a la acción física, cuando una dificultad amenazaba con superarle. Era capaz de rehuir los pensamientos que le atormentaban mientras estuviera en acción y mantuviera la mente ocupada en tomar en décimas de segundo una decisión sobre una escalada o bajar en kayak unos rápidos o nadar con esnórquel por un cañón coral. Era lo bastante listo para saber que no podía dejar atrás los problemas, y eso que aun así lo había intentado muchas veces, pero un indulto temporal solía bastar para darle un respiro.

Ahora mismo, por ejemplo, intentó anclarse al presente y concentrarse en el morro de la motonieve mientras avanzaba por el yermo paisaje hasta que vio el lánguido vuelo de un gran albatros blanco cuando se aproximó a la costa. De hecho, el ave le acompañó durante un tiempo con un subibaja de círculos perezosos gracias a los cuales pudo mantener el ritmo velocísimo de las máquinas.

Lawson se había abierto en abanico y estaba realizando una aproximación directa a la factoría ballenera mientras que Michael se ceñía más el contorno de la costa y avanzaba cerca de la playa, jalonada de huesos blanqueados y edificios destartalados pertenecientes al antiguo enclave noruego.

Los dos pilotos convergieron para reunirse en la explanada donde había estado el patio de faenado. El silencio fue abrumador cuando apagaron los motores. Necesitaron unos segundos para acostumbrarse a él; luego, Michael fue capaz de escuchar el viento levantando nubes de nieve y el lejano grito del albatros. Miró al cielo, donde vio al ave sobrevolar el sitio con sus enormes alas desplegadas. No daba muestras de posarse.

Lawson deslizó las gafas hacia arriba y le observó.

– Si los chuchos están ahí, nos habrán oído llegar…

– Cierto -convino el reportero-, pero también nosotros deberíamos haberlos oído a ellos. De todos modos, nos queda algo de tiempo antes de la próxima tormenta… ¿Por qué no echas un vistazo por aquí mientras yo subo hasta la colina?

El animoso joven asintió y se llevó un par de bastones para conservar el equilibrio.

– Me reuniré contigo en una hora -anunció.

Michael le vio alejarse con paso renqueante y miró el reloj antes de subirse otra vez a la motonieve y acelerar el motor sin meter ninguna marcha mientras estudiaba el camino; luego, pasó como una exhalación por el sombrío callejón que discurría entre las salas de calderas hasta llegar a la cumbre de la colina, coronada por un campanario inclinado.

Echó pie a tierra cuando llegó a mitad de la ladera y dejó allí la motonieve para no tener que andar sorteando las tumbas y las lápidas del camposanto contiguo a la iglesia. Ascendió a pie el resto del trayecto y se plantó delante de las escaleras de piedra; luego, las subió también.

Abrió a empujones la pesada puerta de madera y entró en la humilde nave de bancos gastados y suelo de piedra. Al fondo había una mesa de caballete haciendo las veces de altar y en la pared de detrás, una cruz de tosca talla. Había salido de las estación científica con tantas prisas que se había dejado allí buena parte de su equipo, pero sin embargo, aún podía sacar unas cuantas fotografías con al siempre fiable Canon. Además, el permiso de estancia en la base expiraba dentro de un par de semanas, por lo cual planeó regresar una vez más y hacer las cosas bien, especialmente debido a que la iglesia había sido construida hacía más de un siglo y el lugar conservaba todavía un extraño aire expectante Aún no sabía cómo, pero deseaba captar esa sensación de que los extenuados balleneros iban a entrar en cualquier momento para ocupar los asientos y un sacerdote estaba a punto de recitar las Sagradas Esrcituras a la luz de una lámpara de aceite.

Michael descubrió un devocinario de cubiertas gastadas debajo de un banco y cuando intentó cogerlo, descubrió que se había quedado allí congelado. Sacó una fotografía y luego se preguntó si no le estarían entrando veleidades artísticas.

Metió la cámara debajo de la parka, se puso otra vez los guantes y anduvo en dirección al altar, pero en ese momento le pareció oír unos arañazos y se detuvo. ¿Aún podían quedar ratas allí? Volvió a escucharse el ruido. Un viejo tomo encuadernado en cuero descansada sobre la mesa de caballete, pero el tiempo había borrado el título. El sonido se hizo más claro cuando dio otro paso. Procedía de detrás del altar, donde vio una puerta con una tranca negra echada. Quizá fuera allí donde una vez vivió el sacerdote o tal vez hubiera un espacio reservado para guardar los objetos de valor relacionados con el culto: cálices, candelabros, biblias, etc.

Dio una vuelta para rodear la mesa del altar y se quedó de piedra al oír un sonido. Se acercó más, y volvió a escucharlo. Era una voz de mujer.

– ¡Abre la puerta, por favor! ¿Por qué regresaste para encerrarme mientras dormía? No puedo soportarlo. ¡Abre la puerta, Sinclair!

¿Sinclair? Michael se desprendió de un guante para manipular con más facilidad la manivela del pasador. Escuchó al otro lado de la puerta jadeos de la mujer, que parecía a punto de echarse a llorar.

– No soporto estar sola, no me dejes aquí.

Descorrió el herrumbroso cerrojo y tiró con fuerza para abrir la chirriante puerta.