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Se quedó anonadado al ver a una mujer, una mujer joven para ser más exactos, abrigada con una parka naranja que le venía muy grande. La muchacha puso cara de espanto y retrocedió a trompicones. La melena castaña le caía en cascada sobre el rostro, donde brillaban unos grandes ojos verdes, cuya mirada penetrante podía advertirse incluso en esa estancia mal iluminada. Ella retrocedió hasta interponer entre ellos una estufa de hierro que emitía un fulgor apagado y una mesa de madera sobre la cual descansaba una botella de vino. En una esquina se apilaban devocionarios y trozos de madera.

Los dos se miraron el uno al otro, incapaces de articular palabra. Michael no cesaba de darle vueltas a la cabeza. Conocía a esa mujer. ¡Claro que la conocía! Había visto por vez primera esos ojos verdes en el fondo del mar, y también allí, debajo de esa lápida de hielo, había observado ese cierre de marfil que ahora pendía de su cuello. Era la Bella Durmiente.

Pero no estaba dormida ni muerta.

Estaba viva y los jadeos interrumpían su respiración entrecortada.

Él se quedó en estado de shock. La mujer se hallaba allí, enfrente de él, a escasos metros de distancia, pero no podía dar crédito a sus ojos: percibía en movimiento a la misma mujer que había estado atrapada en un iceberg. Se le fue la cabeza en mil direcciones para buscar una explicación plausible y razonable, pero al cabo de unos momentos siguió con las manos vacías. ¿Qué explicación podía haber para semejante misterio? ¿Suspensión animada? ¿Y si había sufrido una alucinación de la que había despertado en algún momento? No se le ocurría nada que justificase la presencia tan próxima de la aterrada y debilitada joven.

Alzó la mano sin guante en un ademán tranquilizador, pero él mismo percibió el temblor de sus dedos.

– No voy a hacerte daño.

Ella no pareció muy convencida, y siguió con la espalda pegada a la pared, junto a la ventana.

Michael se puso otra vez el guante para proteger la mano, ya entumecida por el frío, pero lo hizo con movimientos suaves y sin quitarle la vista de encima de la joven. ¿Qué más podía decirle?

– Me llamo Michael… Michael Wilde.

Fue algo extraño, pero el sonido de su propia voz le inspiró confianza.

Sin embargo todo dio a entender que a ella no le ocurría lo mismo, pues no le contestó y recorrió la habitación con los ojos en busca de una posible escapatoria.

– Vengo de Point Adélie. -Aquello no debía de significar nada para ella, de modo que agregó-: La base científica. -‹¿Tendría algún sentido esa aclaración?›, se preguntó-. El lugar donde estabas antes de venir… aquí.

Él sabía que ella hablaba inglés, y con acento británico nada menos, pero no estaba seguro de la impresión que causaban sus explicaciones ni si las comprendía siquiera.

– ¿Puedes…? ¿Puedes decirme tu nombre?

Ella se humedeció los labios y se echó hacia atrás un mechón de pelo con un gesto nervioso.

– Eleanor -dijo con voz suave y desasosegada-. Eelanor Ames.

Eleanor Ames. Pronunció el nombre varias veces, como si así pudiera anclarlo a la realidad.

– ¿Y eres de… Inglaterra?

– Sí.

– Yo soy norteamericano -dijo, llevándose una mano al pecho.

Aquello se estaba convirtiendo en un esperpento tan absurdo que le entraron ganas de reír. Se sentía como si estuviera leyendo una de esas malas historias de ciencia ficción. Lo siguiente era que él sacara una pistolita de rayos o que ella le exigiera ser llevada ante el líder de Michael. Durante unos instantes se preguntó si no estaba a punto de chiflarse del todo.

– Bueno, encantado de conocerla, Eleanor Ames -dijo él, a punto de echarse a reír de nuevo ante lo absurdo de semejante situación.

Y habría sido de lo más embarazosa si ella no la hubiera suavizado en una muestra de tacto al hacer una pequeña reverencia.

El periodista recorrió la habitación con la mirada. El armazón de la cama sólo estaba cubierto con una vieja manta sucia debajo de la cual había un par de botellas, las halladas en el fondo del mar dentro del cofre.

– ¿Dónde está su amigo? -La muchacha no respondió de inmediato y él la miró a los ojos, donde adivinó que estaba sopesando qué respuesta iba a darle-. Le llamó Sinclair, ¿no es así?

– Se ha ido… me ha abandonado.

Michael no le creyó ni por asomo. Ella le estaba encubriendo, fuera cual fuese la razón. Quienquiera que fuera, y con independencia de lo que resultara ser, la expresión y la voz de la muchacha delataban unas emociones manifiestamente humanas. No había nada misterioso en ellas. Y en lo tocante al paradero desconocido de su compañero, Sinclair, ése era el menor de los interrogantes que flotaban en el aire. ¿Cómo había acabado presa en un glaciar? ¿Y cuándo había sucedido eso? ¿Cómo se habían escapado del bloque de hielo en el laboratorio? ¿Y cómo es que la había encontrado allí, en Stromviken?

Tal vez hubiera una forma amable y suave de interrogarla acerca de todo eso, pero él estaba bien seguro de no conocerla. Entonces vio una bolsa con comida para perros apoyada sobre la pared y decidió empezar con una pregunta sencilla y fácil.

– Entonces, ¿es el tal Sinclair quien se ha llevado los perros?

Se produjo otro nuevo silencio mientras ella sopesaba la respuesta y llegaba a la conclusión de que no ganaba nada con nuevas mentiras. Abatió los hombros y dijo:

– Sí.

Hubo un nuevo impasse bastante incómodo. Él vio el círculo carmesí de los ojos y los labios agrietados que ella se humedecía, y los ojos se le fueron a la botella situada encima de la mesa, sabedor de cuál era su cometido.

Pero ¿sabía ella que él lo sabía?

Cuando volvió a mirarla, supo la respuesta a su pregunta: sí. Ella bajó los ojos como si se avergonzara y le subió un rubor hético a las mejillas.

– No puedes quedarte en este lugar. Se avecina una tormenta -le anunció-. Pronto la tendremos aquí.

Wilde percibió en ella confusión y perplejidad. ¿Cuál era la naturaleza de su relación con Sinclair? Después de todo, aquel tipo la había dejado encerrada entre cuatro paredes y se había ido a sólo Dios sabía dónde. ¿Era su amante? ¿Su marido? ¿Acaso era él la única persona que ella conocía en el mundo de los vivos, o tal vez nadie salvo Sinclair podía conocerla a ella? Michael no tenía muy claro a qué carta atenerse, sólo sabía que no podía dejarla abandonada en esa iglesia congelada. Debía hallar una forma de hacerla salir de forma inmediata.

– Siempre podemos regresar a por Sinclair más tarde -sugirió Michael-. No le abandonaremos, pero ¿por qué no vienes con nosotros?

Ella abrió aún más los ojos y echó una ojeada a la puerta abierta en dirección a la iglesia vacía. Él interpretó el mensaje inequívoco de esa mirada: ‹¿Quién más iba a venir a importunarla?›

– He venido con un amigo -le explicó-. Podemos llevarte a la base.

– No puedo ir.

Michael se hacía una idea de lo que le rondaba por la cabeza a la muchacha, o al menos en parte.

– Pero allí podremos atenderte.

– No, no voy a ir -se negó la joven, aunque le falló la voz y le cambió hasta la expresión de la cara.

Parecía como si la última protesta le hubiera privado de las pocas fuerzas que le quedaban. Se alejó de la ventana y se sentó al borde de la cama, apoyándose con ambas manos, como si las necesitase para sujetarse. Una racha de viento más fuerte hizo temblar las contraventanas y avivó el fuego de la caldera, que brilló con más intensidad.

– Te doy mi palabra de que nadie va a hacerte daño -le aseguró Michael.

– Tu intención no es ésa -admitió-, pero al final me lo harás.

Él no estuvo muy seguro de entender lo que ella pretendía decir, pero a lo lejos ya oía el zumbido del motor de la motonieve de Lawson mientras subía la ladera de la montaña. Eleanor alzó la cabeza, alarmada. ‹¿Qué se imaginará que es ese ruido? ¿Influirá en su decisión?›, se preguntó el periodista.