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Escuchó unos gritos en ruso y vio cómo un enemigo acercaba una chispeante tea a la mecha de la pieza. Apretó los dientes, agachó la cabeza, dirigió la lanza hacia el hombre que sostenía la antorcha y cargó contra la pieza.

Áyax saltó justo cuando el cañón abrió fuego.

Lo último que recordaba era haber volado a ciegas y haber atravesado una compota hirviente de humo, sangre, vísceras y pólvora…, y luego, nada.

CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

16 de diciembre, 11:45 horas

EL INFIERNO ABRIÓ SUS puertas de par en par justo cuando Charlotte pensaba que las cosas no podían torcerse más, pues, aunque el tiempo era terrible y había varios pacientes con fiebre, eso era cierto, no había grandes urgencias médicas pendientes de tratar.

Primero, uno de los perros de Danzing enloquecía y mataba a su cuidador, y ahora venía el jefe O´Connor a contarle la sandez ésa de que las mutilaciones sufridas por el cuerpo tirado en el suelo del laboratorio de botánica eran obra del musher.

– Eso es imposible -replicó ella por undécima vez-. Yo misma verifiqué la muerte de Erik. Le puse los puntos del cuello con mis propias manos y le apliqué las palas del desfibrilador no una ni dos, sino tres veces. Y la línea del cardiógrafo era plana. -Se arrodilló y puso los dedos en el cuello helado de Ackerley-. Y vi cómo cerrabais la bolsa donde lo habíais metido.

– Vale, pues ha logrado salir de algún modo -insistió Murphy-. No puedo decirte nada más. Wilde y Lawson lo juran y perjuran.

De no haber conocido bien a Murphy, la doctora se habría preguntado si no estaba borracho o incluso si no se había metido algo más potente. Además, conocía bien a Michael y Lawson, y sabía que no iban a gastarle una broma con algo tan espantoso, teniendo algo horrible entre manos como tenía. Quien fuera había desgarrado de un modo atroz la garganta y los hombros de Ackerley. La sangre había manado a borbotones, empapando la camisa y los pantalones. Resultaba curioso que las gafas hubieran salido relativamente indemnes del ataque, salvo por los trozos de vísceras pegados a los cristales. Fuera o no un hombre la bestia que había cometido semejante atrocidad, aquello superaba con mucho cualquier cosa con la que hubiera debido enfrentarse una noche de guardia en las urgencias de Chicago.

– Querrías hacer un examen más detenido del cadáver, lo sé -dijo Murphy mientras se removía nervioso detrás de la doctora-, pero mira, en vista de lo que ha ocurrido con Danzing, no voy a arriesgarme ni una pizquita.

Charlotte ya había notado el bulto delator de una pistolera debajo de la chaqueta.

– ¿Y eso qué significa exactamente, Murphy?

– Te lo enseñaré.

Como ella tuvo ocasión de descubrir, eso implicaba que entre los dos iban a sujetar el cadáver encima de un trineo e ir luego arrastrándolo con la mayor discreción posible, o sea, yendo poco menos que a hurtadillas por la parte trasera de los edificios situados en las afueras de la base, y así hasta que llegaron a un cobertizo apenas frecuentado y usado como congelador para la carne. Era un antro cavernoso y bastante mal aprovechado, pues estaba lleno de latas de cerveza y de Coca-Cola, y algunas otras cosas de picar.

El jefe O´Connor, que había ido todo el trayecto en la retaguardia, apartó con un movimiento del antebrazo las latas y demás trastos depositados sobre un gran cajón de embalaje de más de un metro de altura. A pocos centímetros por encima del mismo discurría una gruesa tubería metálica de color rojo, aunque la pintura se estaba descascarillando.

– Metámosle ahí dentro -indicó él.

Murphy sujetó al difunto por los hombros y Charlotte por los pies, y bajaron el cuerpo con la mayor suavidad y respeto posibles.

Al incorporarse, Charlotte leyó el rótulo en letras negras del cajón de embalaje: «Condimentos variados Heinz».

– ¿Y por qué meterle aquí es mejor que llevarle a la enfermería y hacerle una autopsia como Dios manda? -quiso saber ella.

– Aquí puede quedarse tranquilo, al menos por un tiempo, y está más seguro -replicó Murphy.

– ¿Tranquilo…? ¿Seguro? ¿Seguro de qué…?

La doctora ignoraba qué giro exacto había tomado el asunto de Danzing, pero en cualquier caso, ¿qué se pensaba Murphy? ¿Qué ese cadáver mutilado iba a resucitar? El jefe O´Connor no le respondió a la pregunta, pero a ella no le gustó ni un pelo el brillo de sus ojos ni el par de esposas tintineantes que acababa de sacar del bolsillo trasero del pantalón. ¿Un par de esposas? ¿Qué iba a hacer? ¿Esposar al muerto?

– ¿Me disculpas un segundo? Enseguida salgo.

Charlotte salió al exterior y le esperó en la rampa, donde el viento soplaba de firme. Era cierto eso de que se les echaba encima otra tormenta.

¿Qué diablos estaba ocurriendo allí? ¿Cómo era posible que hubieran muerto dos personas en tan poco tiempo? Se sentía muy mal por pensar de forma tan egoísta, pero no podía evitar hacerse una pregunta: ¿iba eso a suponer una mancha en su expediente como médico residente de Point Adélie?

– Todo bajo control -dijo Murphy mientras aparecía detrás de ella; luego, se detuvo a asegurar la puerta con un candado y cadenas-. Huelga decir que he informado al tío Barney de que el acceso a esta unidad exterior queda prohibido hasta nueva orden.

La doctora se prometió no usar ningún condimento a partir de ese momento, sólo para estar segura.

– Y está de más decirte que de todo esto ni mu a nadie, al menos hasta que sepamos un poco por dónde nos da el aire… sobre todo en lo referente a Danzing.

16 de diciembre, 14:00 horas

Eleanor era consciente sólo a medias de cuanto sucedía. Recordaba haber cruzado la puerta de la iglesia con ayuda, bueno, casi la habían sacado en volandas, y la habían subido encima de una máquina enorme, sentada sobre algo con aspecto similar a una silla de montar.

Le habían aconsejado que para no caerse rodeara con los brazos la cintura de un hombre, ese que dijo llamarse Michael Wilde, un apellido que le hizo preguntarse si no sería irlandés; pero tomarse esas confianzas era ir demasiado lejos, y se había opuesto con las pocas energías que le quedaban.

Entonces, el otro hombre la había sujetado con una cuerda de una fibra muy fina pero resistente, y luego le había apretado bien la capucha sobre la cabeza. La máquina había salido disparada sobre la nieve como un pura sangre; además, el viento y el polvo de hielo levantado le azotaban con tanta virulencia que no le quedó otro remedio que agachar la cabeza y apoyarse sobre la espalda del tal Wilde y al final, aunque sólo fuera para no caerse, debió abrazar la cintura del hombre y sujetarse con fuerza.

A pesar de que el ruido habría sido ensordecedor de no haber sido por la capucha y de que iban dando tumbos sobre un desierto blanco, se sintió extrañamente arrullada. Se había sentido débil durante todo el día y había luchado por resistirse a la tentación de beber el contenido de las botellas negras que Sinclair había dejado en la rectoría, pero ahora de le escapaban las últimas fuerzas y se iba dejando ir, aunque la sensación no era desagradable. El traqueteo de esa máquina le recordaba el zumbido del vapor a bordo del cual habían viajado hasta Crimea bajo el ojo vigilante de la superintendente, claro. ¡Menudo escándalo le montaría si la viera aferrarse así a un hombre! Ella sabía perfectamente que la señorita Nightingale desaprobaba cualquier muestra de confraternización con los soldados o cualquier incumplimiento de las convenciones sociales. El escándalo debía evitarse a toda costa, y por muy dulce que se mostrase con los heridos, Nightingale solía dispensar a sus colaboradoras un trato seco e inflexible.