Incluso cuando rescató a Kristin de la montaña, él se había convertido en una noticia local. Con eso era suficiente. No quería ver cómo ninguna otra persona se convertía en foco de los medios de comunicación.
Eleanor terminó el chocolate y dobló meticulosamente la servilleta de papel, con la intención evidente de guardarla. Charlotte regresó en ese momento con un par de pijamas de hospital nuevos y una bata de felpa. Al entrar miró a Michael, como para darle a entender que Murphy le había explicado también el plan y que a partir de ahora podían contar con ella.
– Muy bien. Entonces, os veré mañana a las dos -dijo Michael, recogiendo la bandeja. Eleanor pareció algo alarmada al verle marchar. A Michael no le sorprendió, ya que se había convertido en su primer amigo en este mundo. Le sonrió y añadió-: Mañana te traeré más magdalenas recién hechas. Te lo prometo.
Por el gesto desolado de Eleanor, pensó que aquello debía de ser un exiguo consuelo.
CAPÍTULO TREINTA Y SIETE
26 de octubre de 1854, pasada la medianoche
SINCLAIR NUNCA LLEGÓ A saber cuánto tiempo estuvo tendido en el campo de batalla. Tampoco estaba seguro de qué era lo que le había despertado. Tan sólo sabía que había salido la luna llena y que el firmamento estaba cuajado de estrellas. Soplaba un viento gélido que hacía flamear los pendones desgarrados y arrastraba con él los gemidos de los corceles y los soldados que aún no querían, o no podían, morir.
Él era uno de ellos.
Todavía tenía la lanza en la mano, y cuando logró levantar la cabeza unos centímetros del suelo logró ver que el astil se había partido en dos, aunque al parecer no sin antes ensartar al artillero ruso. Se vio obligado a bajarla de nuevo para recuperar el aliento; a pesar de la brisa, el aire apestaba a humo y putrefacción. Tenía la guerrera y los pantalones tiesos de sangre seca, pero sospechaba que no se trataba de la suya.
Cuando consiguió levantar otra vez la cabeza, vio a su caballo Áyax, que yacía muerto a unos pasos. La mancha blanca de su hocico estaba cubierta de sangre y de polvo y, por algún motivo, Sinclair pensó que era imprescindible limpiársela. El corcel le había servido bien y él le tenía mucho cariño. No era justo que lo dejara allí en condiciones tan indignas.
Pero no se levantó, porque no podía. Se quedó tendido, escuchando los sonidos de la noche y preguntándose qué había sucedido. Cómo había terminado todo. Si se ponía a gritar en voz alta, ¿acudiría a ayudarle algún amigo, o más bien un enemigo para rematarle? Le ardían los ojos y tenía la garganta seca. Se palpó el cinturón con la esperanza de hallar en él una cantimplora. Después rebuscó en el suelo, entre el polvo que le rodeaba, y encontró una espuela junto con la bota a la que estaba cosida. Se giró sobre el costado y vio que era un cadáver. Usando la pierna como anclaje, logró incorporar el torso. Le dolían los huesos y apenas podía moverse, pero buscó dentro de la guerrera -una guerrera británica- y encontró un frasco. Consiguió abrirlo y dio un largo trago. Era ginebra.
La bebida favorita del sargento Hatch.
Se frotó los ojos con el dorso de la mano y se inclinó para estudiar el rostro del cadáver, pero toda la cara había desaparecido, arrancada por el estallido del cañón. Le palpó el cuello y encontró una cadena, y aunque la luz de la luna no brillaba lo bastante para leerla, supo que la medalla que colgaba de ella conmemoraba la campaña del Punjab. Soltó la medalla, terminó de vaciar el frasco y volvió a tumbarse.
Se preguntó cuántos miembros de la brigada habrían sobrevivido a la carga.
Se estaba levantando una niebla helada que poco a poco fue cubriendo el suelo. A lo lejos oía de vez en cuando el seco disparo de una pistola. Tal vez eran sólo los veterinarios, que acababan con los sufrimientos de los caballos mutilados. O soldados heridos que hacían lo mismo para terminar con sus propios dolores. Un temblor incontrolable recorrió el cuerpo de Sinclair; sin embargo, pese a lo frío que estaba el suelo, notaba la piel caliente y pegajosa por debajo del uniforme.
Antes de que pudiera oír cómo se aproximaba la criatura, notó una tenue vibración en el suelo y se obligó a sí mismo a tenderse y permanecer inmóvil. Era lo único que podía hacer para evitar el temblor de sus miembros, pero, fuese lo que fuese, aquella cosa siguió acercándose a él de forma furtiva, moviéndose al amparo de la niebla. El teniente Copley tuvo la impresión de que avanzaba a cuatro patas, con la cabeza cerca del suelo… ¿olisqueando? ¿Qué era eso? ¿Un perro salvaje? ¿Un lobo? Tomó un poco de aire y contuvo la respiración. ¿No sería una de aquellas criaturas invisibles que al caer la noche acechaban junto a las hogueras? Los turcos tenían un nombre para ellos: Kara-kondjiolos. Chupadores de sangre.
La criatura se había detenido junto al cadáver de Áyax, pero lo único que pudo distinguir Sinclair sin levantar la cabeza fueron dos omóplatos afilados que se inclinaban sobre la carne ya en descomposición. Sinclair tenía el sable a su lado, dentro de la vaina, pero era consciente de que no conseguiría desenfundarlo desde el suelo, y mucho menos empuñarlo en condiciones. Tanteó la cartuchera. Estaba vacía: la pistola debía de haber salido despedida por los aires cuando cayó. En su lugar, buscó en el cadáver de Hatch, palpó el cuero de su correaje y después lo exploró con los dedos hasta encontrar la cartuchera del sargento. Por suerte, la pistola todavía seguía allí. Sinclair la desenfundó con el mayor sigilo posible.
El engendro emitió un sonido bajo e ininteligible, algo a medio camino entre el graznido de un buitre y un grito humano.
Sinclair amartilló la pistola y la criatura se detuvo. Él vislumbró un cráneo liso con ojos brillantes y oscuros que se levantaba de entre la niebla.
Aquel ser desconocido reptó con cuidado sobre el caballo muerto y se detuvo para examinar los rasgos desaparecidos del sargento Hatch.
Después se acercó a él, y Sinclair sintió una mano, o más bien una garra, algo que en cualquier caso tenía uñas muy aguzadas y que le tocaba la pierna. Se quedó quieto, fingiendo estar muerto, mientras notaba cómo una boca lamía con avidez la sangre que le cubría las ropas. Sabía que tan sólo dispondría de un disparo, y tenía que asegurarse de que fuese certero. La bestia siguió el reguero de sangre hasta su pecho y Sinclair pudo oler su aliento a pescado muerto y ver sus orejas puntiagudas. Una lengua áspera recorrió el tejido de su uniforme, e incluso eso pudo soportarlo, pero cuando de repente los dientes le mordieron la carne para extraer su sangre y aquella boca húmeda empezó a chuparle la herida, no pudo evitar un respingo.
La criatura levantó la cabeza, y por primera vez Sinclair pudo ver su rostro, aunque después de aquello nunca supo describirlo de forma exacta. Su primer pensamiento fue que era humano -los ojos inteligentes, la boca arqueada, la frente redondeada-, pero el cráneo tenía una forma extrañamente alargada y la piel coriácea cubría una máscara siniestra y contraída en una grotesca sonrisa.
Con mano temblorosa, el teniente apuntó con la pistola y disparó.
La criatura profirió un chillido y se llevó la mano a la oreja arrancada por el balazo. Después le miró con indignación, pero aun así retrocedió. Copley luchó por incorporarse. La bestia seguía retirándose, moviéndose en cuclillas, muy despacio, pero él habría jurado que llevaba sobre los hombros una pelliza de piel, como un soldado de caballería.
¿Qué demonios era aquel ser?
Sinclair rodó sobre un costado y trató de gritar, pero sus voces apenas se oían. Alrededor del merodeador se formó un remolino de niebla, y un instante después tan sólo quedó una bolsa de vacío en la noche. Sinclair aferró con fuerza la empuñadura de la pistola y disparó otra vez a la criatura.