Una vez en el rellano, se encontró de nuevo con lord Shrivenham, al que dio una versión brevemente expurgada de su conversación con M.
– Me temo que tendrá usted que transmitírselo a su médico, señor – terminó-. M se muestra inflexible en que Trilby sea trasladada a esta clínica lo antes posible y puesta bajo la supervisión de sir James Molony. Todos sabemos lo que le pasó a Emma Dupré y ninguno de nosotros desea que Trilby pueda ser objeto de algún nuevo daño. Una vez bajo la custodia de sir James disfrutará del mejor cuidado médico posible…, y me parece que a usted le gustará. Debe sentirse terriblemente preocupado por su salud mental, ¿verdad?
Shrivenham asintió repetidas veces.
– Lo haré. Si el viejo M lo dice es porque hay que hacerlo. ¿Y quién soy yo para discutir con él? Lo haré ahora mismo.
Roberts salió de la casa minutos después, lanzando una mirada asesina a Bond con el rostro contraído por la cólera.
De acuerdo con lo prometido, al cabo de media hora un equipo del servicio llegaba con una ambulancia, algunos enfermeros, un coche de seguimiento y un par de hombres no identificables montados en poderosas motos. Tardaron unos quince minutos en transferir a Trilby Shrivenham a la ambulancia, pero en seguida el pequeño convoy se alejó en dirección a la clínica protegida con que contaba el servicio, cerca de Guildford, en Surrey.
A las tres de la madrugada, Bond volvía a Regent's Park, donde M le aconsejó tomar algún reposo en el camastro de campaña que normalmente usaba el funcionario de servicio y que aquella noche estaba destinado a alguna complicada tarea.
– Por la mañana -le advirtió M- quiero que lea el expediente de Scorpius y que eche una mirada a las oficinas de la Avante Carte. – Al ver la expresión de sorpresa que se pintaba en la cara de Bond, permitió que sus labios se curvaran en una breve sonrisa de placer-. ¡Oh, sí, 007! No dejamos que la hierba crezca bajo nuestros pies. Hemos localizado el centro operativo de esa tarjeta de crédito y he hablado con su amigo el sargento Pearlman. Un tipo duro. Partirá hacia Pangbourne a primera hora de la mañana y allí tendrá mucho que hacer. Hemos revelado a la prensa la muerte de la joven Dupré y también hemos dicho que era miembro de la Sociedad de los Humildes, añadiendo detalles acerca de los considerables fondos que esa joven aportó a la organización. Esto armará un revuelo considerable. -Hizo una brusca señal hacia la puerta-. Que descanse, Bond. Ordenaré que le llamen a las seis. Siempre es mejor empezar temprano. Buenas noches y procure dormir bien.
Bond soñó en un gran templo que no sabia dónde se hallaba lleno de una congregación vestida con túnicas blancas, cantando un mantra incomprensible. El se encontraba en mitad del templo y miraba hacia arriba para ver cómo una joven era transportada en dirección a un bloque de granito que servía como altar. No le era posible distinguir su cara, pero ella gritaba con voz ronca, conforme la ataban a la piedra y se hacían atrás para dejar paso a un insecto gigantesco. El animal se arrastró hacia delante y pudo observar que se trataba de un enorme escorpión. El bicho levantó la cola con un aguijón largo como un estoque, dispuesto a clavarlo sobre la muchacha tendida sobre el altar. Los cánticos se hicieron cada vez más ruidosos. Pero conforme Bond miraba, la chica se convirtió en un hombre, que volvió su rostro aterrorizado hacia la congregación. Bond pudo ver entonces que se trataba de sí mismo. La larga aguja de acero que era el aguijón de la bestia empezó a descender.
– Las seis, comandante Bond.
Harper, uno de los mensajeros veteranos, ex comando de los marines reales, lo estaba sacudiendo por el hombro.
Al despertar, Bond notó que estaba cubierto de sudor y que la pesadilla seguía fresca y real en su mente.
– Le he preparado una buena taza de café, señor. Tal como a usted le gusta.
Bond dio las gracias a Harper, que conocía perfectamente su carácter desde muchos años atrás. La caliente infusión tenía buen sabor, y a Bond le pareció como si le hiciera recuperar las fuerzas. Lentamente fue saliendo de la cama y empezó su rutina: la ducha caliente y fría, los ejercicios físicos y algunos nuevos sistemas de control de la respiración aprendidos de uno de los instructores del SAS. Acababan de dar las seis y media cuando se presentó en la antesala de M. La ayudante de Moneypenny, un marimacho autocrático e imposible de tratar, a la que todo el servicio conocía simplemente como la señora Boyd, estaba sentada a la mesa de Moneypenny, que con sus dos pantallas computadoras y su compleja unidad de teléfono intercomunicador era conocida con el nombre de «supervisora de recepción».
– ¿Le está esperando M? -preguntó la señora Boyd y con su rostro de dragón dirigió a Bond una mirada indicadora de que para ella no era más que un cualquiera.
– Desde luego -Bond raras veces se molestaba en entablar conversación con la suplente de Moneypenny y, desde luego, jamás bromeaba con ella. Sólo en muy raras ocasiones ocupaba la codiciada antesala, y se decía que Moneypenny la había tomado a su servicio a causa de su desafortunada falta de carisma. Porque Moneypenny no quería que nadie la sobrepasara en sus dominios.
La luz situada sobre la puerta de M se encendió en cuanto la señora Boyd dio el nombre de Bond por el intercomunicador.
Era evidente que M había permanecido en su despacho toda la noche porque había en él una pequeña cama de campaña recientemente hecha y puesta contra la pared. M estaba en mangas de camisa e iba sin afeitar, cosa poco normal en un viejo funcionario como él. Hizo una seña a Bond para que entrara y le indicó que esperase de pie frente a su mesa escritorio. M tardó un par de minutos en revisar sus papeles.
– Bien 007 -pronunció finalmente-. He dicho a los del registro que tengan la carpeta en la habitación 41. Como está calificada de especial, luego de intervenir ayer Wolkovsky, habrá un guardián ante la puerta. Dejará usted, a dicho guardián, todos sus materiales de escritura: pluma, libreta de notas y diario y cualquier otra cosa que lleve. Confío en usted, pero debemos ceñirnos a las reglas, ¿no le parece?
Bond hizo una señal de asentimiento y preguntó cómo le había ido a su jefe con el sargento Pearlman del Special Air Service.
– Parece una buena persona -contestó M mirando su reloj-. Ahora se encuentra en camino hacia Berkshire… y no me extrañaría que le acompañase media Fleet Street.
– ¿Y Trilby Shrivenham?
– ¿Qué quiere saber de ella?
– Sólo me preguntaba si se ha recibido alguna noticia sobre su estado. Eso es todo, señor.
– Hum. Yo diría que se encuentra muy mal. Según me aseguró sir James logrará salir del paso por lo que respecta a la droga, de la que alguien le inyectó una dosis letal. Pero lo que a él más le preocupa es el estado de su mente.
– ¿Han manipulado su mente cuando se encontraba bajo la influencia de ese mejunje infernal? -preguntó Bond ansioso por comprobar si su teoría era cierta.
– Sí, algo así. Y ahora váyase a la habitación 41 y, cuando haya terminado con ese expediente, vuelva aquí enseguida. Tenemos mucho que hacer.
Bond hizo una señal de asentimiento, al tiempo que decía:
– A la orden, señor.
Aquello provocó una nostálgica mirada de M, quien añadió:
– He hecho que las dos tarjetas de Avante Carte sean enviadas a la sección Q. La ayudanta del armero les está dando una mirada.
Se refería a la inefable señora Ann Reilly, experta tanto en armas como en electrónica y conocida por casi todos miembros del servicio como «la bella Q» a causa de su papel como ayudanta del mayor Boothroyd, armero y jefe de la sección Q.
Cuando tomaba el ascensor para bajar al segundo piso donde estaba localizada la habitación 41, Bond se preguntó qué habría inducido a M a permitir que la «bella Q» pasara sus experimentadas pupilas por el plástico de la Avante Carte.