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– Creo que tiene razón -asintió la muchacha.

Una vez en la puerta se detuvieron y Bond miró hacia atrás.

– Es una lástima -se lamentó-. ¡Vaya montón de chatarra de ordenadores que dejamos ahí!

Se acercaron al ascensor, que milagrosamente seguía funcionando.

– Nunca me gustó ese Hathaway -comentó Harriett cuando llegaban al vestíbulo principal y salían adoptando la misma actitud de quien abandona el edificio para ir a comer.

– Tampoco sus colegas me hacían muy feliz -le respondió Bond sonriendo-. Recuerde que le dé las gracias en algún momento, señorita Horner.

– Así lo haré, no se preocupe -respondió ella, devolviéndole la sonrisa.

Los detectores de humo situados en el cuarto piso estaban activando las alarmas contra incendios en el momento en que salían del edificio. La furgoneta blanca seguía en el mismo lugar, pero el hombre que esperaba a alguien había desparecido. Bond empujó a la muchacha hacia la izquierda y luego en dirección a Oxford Street, mientras volvía la cabeza de un lado a otro buscando un taxi. Con una mano sujetaba a Harriett por el codo. No podía permitir que se apartara de él.

– James, ¿a qué se dedica usted? -preguntó Harriett mientras se acercaba un taxi con el letrero de «libre» encendido.

– Estoy como si dijéramos en el servicio civil. -Bond dio al chófer una señas en Kilburn.

– ¿Un funcionario civil armado?

– En efecto.

– ¿Servicio de seguridad?

– ¡Caliente, caliente, Harriett! Pero me gustaría saber también cuál es su profesión. Y dígame la verdad, por favor. Nada de embustes.

La joven tenía los ojos de un gris cálido, no del tipo frío de paisaje marítimo.

– Bueno -empezó. Y enseguida respiró hondamente-. La verdad es que soy investigadora secreta para el Ministerio de Hacienda de Estados Unidos.

– No me gustaría hacer trampas con mis impuestos teniendo a alguien como usted husmeando por los alrededores.

– ¿No? Verá usted, James; tengo un pequeño problema.

– ¿Qué problema?

– Estoy trabajando en Inglaterra clandestinamente, sin que nadie haya pedido permiso a sus autoridades. Me ha atrapado usted con las manos en la masa.

Bond enarcó una ceja.

– Pues maneja usted la masa con gran habilidad y talento -reconoció él con una cálida sonrisa.

8. La sangre de los padres

– ¡Desollaré vivo a Wolkovsky! -exclamó M descargando un puñetazo sobre su mesa con tal fuerza que pareció como si los retratos de sus predecesores se estremecieran en sus marcos.

Bond se dijo que raras veces había visto a su jefe tan exasperado.

– No creo que David Wolkovsky supiera nada de esto -declaró extendiendo las manos en ademán tranquilizante.

– No sea tonto, Bond. Wolkovsky sabe todo lo que se traen entre manos los norteamericanos, y por lo que a mí respecta no permitiré que esa gente fisgonee por nuestro terreno sin ni siquiera pedir permiso. -Agarró el intercomunicador y empezó a transmitir instrucciones a la infatigable señorita Moneypenny-. En primer lugar mande mis saludos al señor Wolkovsky en la embajada norteamericana. Me gustaría que viniera a verme sobre las cinco de la tarde. A continuación… -continuó enérgicamente.

La mente de Bond retrocedió para rememorar los acontecimientos de la mañana. Considerando que en situaciones como aquélla lo mejor solía ser actuar primero y pedir permiso después, había llevado a Harriett Horner al refugio secreto que el servicio tenía en Kilburn y que por regla general se utilizaba para interrogatorios después de una misión o para albergar a agentes que estuvieran de vuelta de una operación y en tránsito hacia la llamada «casa de convalecencia» de Hampshire.

A su llegada descubrió que el lugar estaba vacío, excepto por una pareja de guardianes armados hasta los dientes. La primera cosa a hacer consistía en telefonear a la «Unidad de Despeje» para ponerla al corriente del estropicio ocurrido en las oficinas de la Avante Carte, y alertados sobre la posibilidad de que los bomberos y la policía estuvieran ya allí. Una vez hecho esto, dio a los dos hombres instrucciones concernientes a Harriett.

– No la pierdan de vista. Haré venir a una funcionaria femenina en cuanto sea posible. Entretanto trátenla como una hermana en grave peligro.

– Una chica como ella correría grave peligro si yo la pudiera agarrar -comentó uno de los tipos con aire decidido.

Pero aceptaron las instrucciones de Bond, quien dijo a Harriett que volvería enseguida.

– Quédese aquí. Estará perfectamente a salvo. Entretanto avisaré a las autoridades. Lo pasará muy bien. No se preocupe.

– Según usted, todo marcha perfectamente, pero yo creo que mi presencia aquí es tan ilegal como la de un agente secreto ruso.

Desde luego, tenía razón; pero Bond pensó que podría salirse con la suya siempre que pusiera en la balanza todo su encanto y su sentido de la lógica cuando hablara con M. Durante su recorrido en el taxi él y Harriett habían mantenido una breve conversación y luego de que Bond le hubo enseñado su documento de identidad, ella hizo lo propio y le reveló con detalle la operación en la que estaba tomando parte.

– Esa llamada Institución Benéfica de los Humildes no es más que una tapadera. Su jefe, el padre Valentine, ha acumulado millones. La sociedad se originó en Estados Unidos. Tenemos un equipo de seis personas intentando investigar diversas compañías ficticias distribuidas por todo el mundo. Valentine debe al tío Sam cientos de millones de dólares y otros organismos están también dispuestos a echarle el guante. Nunca creí que se descolgara usted por allá sólo para pedir una tarjeta Avante Carte. Mencionó a Emma Dupré. Bien, su tarjeta fue anulada esta mañana. Ha sido una de las pocas cosas que he tenido que hacer.

– La señorita Dupré ha muerto -le explicó Bond con calma-. Así fue como los nuestros supieron lo de su tarjeta. Sí, ya teníamos una idea de que ese Valentine no es lo que parece. ¿Cuánto lleva usted trabajando en esto?

– He tardado dos meses en llegar donde estamos ahora, pero de pronto todo se ha puesto en claro.

– No por completo. Seguimos trabajando en ello y me ocuparé de que todo termine bien para usted. -Le dirigió una suave sonrisa-. Mi superior es muy sensible a una cara bonita y más aún a un cuerpo escultural. Déjelo de mi cuenta.

Ella parecía dudar y de pronto se inclinó hacia adelante como si fuera a decirle alguna cosa más.

– La estoy llevando a un lugar seguro donde se quedará hasta que entere a los míos de lo que pasa. -Bond le puso una mano ligeramente sobre el hombro-. Si hay alguna otra cosa…, si posee alguna información más, será preferible que me la diga. Tenemos un expediente muy completo de los Humildes y de su guru.

– Bueno, sí -admitió ella, indecisa-. Existe otra cosa. ¿Ha oído hablar alguna vez de un tal Vladimir Scorpius?

– ¿Y quién no ha oído hablar de él en mi ambiente de trabajo?

– Pues existe un hilo conductor…, un contacto aunque frágil, entre Valentine y sus Humildes y ese Vladimir Scorpius.

– ¿De veras? ¿Qué clase de contacto?

– Cartas y algunos telegramas. Un par de conversaciones telefónicas registradas por otra organización. Scorpius es un criminal, pero nunca se han podido presentar pruebas contra él. No conozco el asunto en detalle.

– Perfecto. -Bond no estaba dispuesto a desperdiciar nada-. También queremos dar con ese Scorpius.

– Si han puesto en movimiento a nuestra sección de la Oficina de Impuestos es porque con frecuencia ése es el único medio de acabar con esa clase de gente. Ya lo hicieron así en la década de los veinte con Al Capone. Ahora el objetivo es Valentine y Scorpius. ¿Sabe que lo llaman el Rey del terror?

– No lo sabía, pero me parece un nombre muy adecuado.