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– ¡Nada, Harriett! ¡Por lo que más quieras, hay que nadar!

Pero la joven se había convertido en un peso muerto al tiempo que emitía gemidos entrecortados que él atribuyó al considerable esfuerzo que ambos habían tenido que realizar para llegar hasta allí.

Bond siguió tirando de Harriett, agarrándola por el jersey oscuro de cuello alto que se había puesto junto con los pantalones tejanos. Igual que Bond, iba descalza. Los dos habían decidido que ello les resultaría ventajoso, durante su larga carrera hasta el mar.

Bond se volvió, asió a la fláccida joven por las axilas de modo que la nuca de ella descansara sobre su pecho, y empezó a nadar con sólo las piernas con toda la fuerza que le era posible, lanzando al aire nubecillas de espuma igual que un esquife al ser remolcado. No cesaba de hablar insistiendo en que debían realizar la hazaña juntos, sin darse cuenta de que el cuerpo de Harry le pesaba cada vez más.

El mar empezó a encresparse, por lo que conforme continuaba moviendo las piernas, de vez en cuando la cabeza le quedaba bajo el agua. En una ocasión, luego de salir de una ola soplando y escupiendo, Bond creyó oír ruido de disparos procedentes de una zona alejada de la playa y de la casa.

Cinco minutos después escuchó el ruido de un motor y se dijo: «¡Diablo! Scorpius nos hace perseguir por una embarcación.» Pateó con más energía y volvió a hundirse al tiempo que movía el cuerpo hacia la derecha. Al cabo de un minuto tendría que detenerse para comprobar su dirección.

Se hundió de nuevo, volvió a emerger y gritó a Harriett:

– ¡Animo! ¡No nos cogerán! ¡Hay que seguir adelante!

Esta vez escuchó una respuesta, pero no de la joven sino de alguien que gritaba tras su cabeza:

– ¡James! Estamos aquí. No se preocupe. Continúe nadando.

Reconoció débilmente aquella voz y se volvió al tiempo que tiraba fuertemente de Harriett, manteniéndole la cabeza fuera del agua.

Un bote hinchable de grandes dimensiones se bamboleaba cerca de ellos. En la proa pudo ver a una figura en cuclillas con una metralleta apoyada sobre la borda. Había otra figura detrás de la primera, mientras en la popa un hombre gritaba:

– ¡James, quédese donde está! Le vamos a recoger.

El bote hinchable maniobró para acercarse más y David Wolkovsky le tendió una mano.

– ¡Cielos, James! ¿Quería que nos mataran a todos?

– Pero ¿co… cómo? – balbució Bond, escupiendo más agua.

Los miembros le pesaban. Se oyó a sí mismo decir que sacaran a Harriett primero. Luego, por un instante, la fatiga le dominó y sólo tuvo la noción de una fría oscuridad.

Todo aquello quizás había durado unos segundos. Cuando se hizo de nuevo la luz para él estaba tendido en el fondo del bote, temblando, envuelto en una manta. Wolkovsky se inclinaba un poco y pudo notar el calor ardiente del áspero licor conforme el hombre de la CIA le iba vertiendo coñac en la boca.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Bond, intentando incorporarse.

Pero David Wolkovsky le empujó suavemente de nuevo hacia abajo. Por unos segundos volvió a experimentar sus antiguos temores. No había confiado en Wolkovsky, sobre todo después de haberle visto en el vuelo de la Piedmont.

– ¡Cállese, James! Procure calentarse y tranquilizarse. Si le hubieran retenido en la casa, habríamos entrado a rescatarle.

– ¿Qué dice que habían hecho?

– Ayer montamos una operación contra Scorpius.

El mar, el viento y el motor del bote producían un ruido que le impedía oír con claridad. Bond se incorporó un poco intentando sentarse con el fin de escuchar las palabras de Wolkovsky.

– ¿Cómo? -preguntó tosiendo, carraspeando y tragando el aire con fuerza.

– Cuando desapareció en el interior de «Ten Pines» con ese individuo del SAS efectuamos un reconocimiento y formulamos unas cuantas preguntas. Luego hablamos con M y con algunos de los suyos, tres de los cuales están aquí con nuestros muchachos.

«¡Oh, cielos!», pensó Bond, recordando cómo había vacilado sobre si sería prudente esperar quizás un día más.

Wolkovsky le contó que se habían cometido otros dos atentados atroces en Inglaterra.

– Decidimos no esperar más. Así que planeamos una operación conjunta entre nosotros, el FBI y los muchachos de ustedes. Al amanecer hemos entrado en la casa en el preciso instante en que ustedes rompían el cristal de esa trampa. Ahora todo está tranquilo allí, así que me parece que regresaremos. Teníamos preparada esta embarcación en caso de que alguno de esos individuos se lanzase al mar. Hay un muelle de madera que utilizan cuando sube la marea. Sale del extremo más alejado de la casa. Y allí es a donde ahora vamos.

Bond se echó a reír.

– ¡Arriesgamos nuestras vidas para nada! -exclamó-. Harry, arriesgamos nuestras vidas para salir de ahí cuando ya venían a rescatamos. ¡Eh, Harry! – Pero no hubo respuesta. Bond se apoyó sobre un codo-. ¿Dónde estás, Harry?

Wolkovsky le puso una mano sobre el hombro.

– Lo siento, James.

Se apartó y Bond pudo ver el contorno del cuerpo de Harriett tendido en el fondo del bote cubierto por una manta.

– ¡Harry! -la volvió a llamar, esta vez con voz temblorosa.

– James, ya no sirve de nada.

Wolkovsky se echó hacia atrás y apartó la manta de las piernas de Harriett. Le habían arremangado una pernera de los tejanos y podían verse cuatro marcas horribles, un cuarteto de profundas mordeduras, allí donde los mocasines de agua habían hundido sus colmillos en la blanda carne de la pantorrilla. La sangre alrededor de las heridas estaba negra y coagulada y la pierna terriblemente hinchada, con la carne en un tono azul oscuro como el de la sangre alrededor de las heridas.

– ¡No! -gritó Bond-. ¡Por Dios santo, no…! ¡No es posible…!

– James, ya estaba muerta cuando la izamos a bordo. se tendió sobre la movediza goma, quedándose mirando hacia el cielo. «Ha sido culpa mía -pensó-. Un día más y los dos estaríamos vivos.» La terrible ironía de todo aquello le turbaba la imaginación. Luego todo pareció concentrarse y penetrar aún más en su interior conforme el subconsciente empujaba la verdad hacia un rincón de su cerebro. Hizo un esfuerzo para alcanzar la bolsa que contenía la Browning Compact.

– Dejadme que me las entienda con Scorpius -pidió-. Sus pupilas parecían muertas conforme las fijaba en la cara de Wolkovsky-. Que sea yo quien acabe con él.

– Estamos intentado atraparle vivo, James. Ahora vamos al muelle.

Bond consiguió arrodillarse y avanzó a gatas arrastrando la manta, que dejó al descubierto la cara de Harriett. Tenía el pelo pegado al cráneo, pero en sus facciones había una expresión de reposo. Debió de ser imaginación suya, pero le pareció como si volviera la cabeza y por encima del murmullo de las olas le dijera: «¡Adiós, querido James! Te he amado mucho.»

Inclinándose sobre ella, la besó en la mejilla al tiempo que exclamaba en voz alta:

– ¡Maldita sea, Harry! ¿Por qué ha tenido que ocurrir así?

Le volvió a cubrir el rostro y levantó la mirada, con las pupilas ardientes.

– Que alguien se ocupe de ella -ordenó-. Dejadla como está. Cuando todo haya terminado, quiero que se le haga un funeral como es debido. Pero ahora pienso dar uno a nuestro amigo, Vladimir Scorpius, que no tendrá nada de decoroso.

El bote hinchable tropezó contra el muelle, que Bond nunca había visto y cuya existencia ni siquiera conocía. De ser así, ¿se habrían desarrollado las cosas de manera distinta? ¿Habrían esperado un poco más? ¿Habrían seguido otra ruta? ¿Quién podía imaginarlo?

Caminó dando traspiés por el muelle, con David Wolkovsky a su lado. Pearly Pearlman aguardaba de pie en la puerta que se hallaba al extremo.

– Todos se encuentran bajo control, jefe. -Miró a Bond-. ¿Está usted bien?

– Sí, perfectamente. ¿Dónde se halla Scorpius? ¿Y esa renegada que es su esposa?