Eran las doce y unos minutos cuando aterrizaron en Andrews Field, con lo que apenas si tuvieron tiempo para presentarse antes de que el VC 10 de la Royal Air Force que llevaba al primer ministro tomara tierra en la 19 Right, la pista más larga de las dos existentes.
Bond contempló la escena panorámicamente desde un jeep que avanzaba sin hacer ruido por detrás de la banda y de la guardia de honor. Se acercó una escalerilla rodante y la puerta se abrió para dejar ver la conocida figura del primer ministro, rodeado muy estrechamente por el Servicio de Protección Diplomática y por agentes del Servicio Especial. Los secretarios y consejeros se quedaron atrás conforme el primer ministro se ponía firme en la escalerilla cuando la banda empezó a tocar el himno nacional inglés seguido por el de Barras y estrellas. Una vez la ceremonia hubo terminado, los recién llegados empezaron a bajar.
– Por lo menos esta vez llevan una protección muy fuerte -murmuró Bond, agarrándose a la barra de metal conforme el equipo del primer ministro se dirigía hacia los tres helicópteros SH-3D que los estaban esperando-. Los gorilas casi no me dejan ver al primer ministro.
Los grupos se acercaron en silencio a los tres enormes helicópteros, que enseguida despegaron, lanzándose a campo través hacia la Casa Blanca para posarse, una vez allí, y desembarcar a sus pasajeros y volver a partir, en busca del resto. Los árboles ya no estaban en flor y desde el aire la ciudad tenía un aspecto espectacular con su monumento a Washington, su Reflecting Pool y el Lincoln Memorial puestos como espléndidas joyas en el ahora rosado y blanco paisaje del Mall. No por primera vez, Bond se admiró ante la semejanza que aquella ciudad ofrece con París.
Cuando el trío hubo desembarcado, el primer ministro ya se había encontrado con el presidente y ambos habían desaparecido en el interior del relativamente modesto edificio de la Pennsylvania Avenue 1600.
Wolkovsky se puso en contacto con el jefe de la seguridad de la Casa Blanca, que de manera bastante comprensible se mostraba un tanto perplejo, respecto al conjunto del programa. Había dado su aprobación al mismo, pero con cierto recelo, según manifestó:
– Por fortuna, en los momentos actuales nuestro Servicio de Seguridad es el mejor del mundo -afirmó. Y al pronunciar aquellas palabras miraba fijamente a Pearlman y a Bond.
– Sabemos muy bien lo que se está tramando -le explicó Bond tranquilamente-. A lo mejor no lo cree, pero le aseguro que se intenta un asesinato. -Hizo una pausa y enseguida pareció como si tomara el control de todo el asunto-. Dígame, ¿cuándo se va a dejar entrar a los muchachos de la prensa?
– Los de televisión están ya aquí. Los otros llegarán en cualquier momento entre ahora y alrededor de la una cuarenta y cinco.
– ¿Qué precauciones hay?
– Tendrán que enseñar sus pases especiales para la Casa Blanca.
– Esa persona tendrá también su pase, puede usted estar seguro.
– Hagan lo que crean más oportuno -les contestó el jefe de la seguridad dirigiéndoles una mirada escueta como si pensara que se estaban tomando demasiadas molestias por nada-. Entrarán por la puerta Este.
Acordaron que Wolkovsky se quedaría en el Rose Garden, donde todos estaban ahora reunidos, para echar una ojeada a la gente de la televisión, mientras que Pearlman y Bond se irían a la puerta Este, desde donde podrían ver a cada uno de los fotógrafos conforme fueran entrando.
– Si logra introducirse aquí…, si realmente intenta llevar a cabo su propósito… -empezó Bond conforme caminaban hacia la entrada dotada de su propia cabina de piedra y cristal donde se identificaba a cada visitante-. ¿Tendrá usted…?
– ¿Quiere decir si tendré el valor para matarla? -preguntó Pearlman.
– Sí; eso quiero decir.
Se produjo una larga pausa en el curso de la cual llegaron a la puerta.
– Jefe, la verdad es que no lo sé. Ya be aceptado que, a menos de que se produzca un milagro, ella tendrá que morir. Si no logro decidirme a impedirlo, usted se dará cuenta enseguida y le aseguro que nunca se lo voy a recriminar.
Permanecieron en silencio mirando a los hombres y mujeres de la prensa conforme iban trasponiendo la puerta, siendo cada uno de ellos identificado por los guardianes que conocían a la mayoría de antemano.
Los relojes continuaban su marcha. Era la una y media. No había señal de nadie que ni remotamente se pareciera a Ruth.
La una cuarenta y cinco. La primera oleada de fotógrafos había ido disminuyendo y ya sólo llegaban algunos rezagados.
A la una y cincuenta un joven vestido de oscuro y provisto de varias cámaras mostró su pase y le fue franqueada la entrada. Era más bien rollizo y llevaba tres aparatos colgados del cuello. Su pelo rubio y corto sobresalía bajo las amplias alas de un vistoso sombrero, y un bigote caído le prestaba cierto aire levemente bohemio.
– Los hay de todas clases -comentó el agente de vigilancia-. Por hoy la función se acabó, como dicen los dibujos animados. Ya no va a entrar nadie más.
– Quizá nos hayamos equivocado -comentó Bond, aunque poco convencido. Notaba la tensión proveniente de Pearlman como una carga eléctrica.
– Tal vez -convino el hombre del SAS como si estuviera a punto de derrumbarse por el agotamiento.
Cuando llegaron al Rose Garden la manada de operadores de televisión y de fotógrafos de prensa estaba preparando sus equipos y disponiéndose para el acontecimiento.
Bond y Pearlman se acercaron a Wolkovsky y movieron la cabeza con aire dubitativo. Luego Pearlman dijo:
– Ella está aquí; en algún lugar. Estoy seguro. Lo siento en mi interior.
– ¿Cancelarán el acto? -preguntó Bond.
– No, señor. En absoluto. -Wolkovsky aspiró el aire fuertemente-. Me voy a colocar en la parte de atrás. Y ustedes dos ¿quieren situarse a cada uno de los lados de esa gente? Hay que vigilar a los fotógrafos; no al presidente ni al primer ministro.
Bond hizo una señal de asentimiento y los dos se alejaron: Pearlman hacia el extremo izquierdo, mientras Bond lo hacía hacia la derecha.
Flotaba en el aire un ambiente de excitación. Y eso que los miembros de la prensa no tienen fama de impresionables.
James Bond podía sentir la tensión cada vez mayor. Los latidos de su corazón semejaban el segundero de un reloj que estuviera aproximando sus manecillas hacia la hora en que se iba a producir algún horrible desastre. Miró a los agitados fotógrafos. No había entre ellos nadie que se pareciera a Ruth, al menos tal como la había visto durante la boda. Una nube, una neblina fría, parecía trastornarle el cerebro.
Observó a Pearlman, cuya mirada se posaba inquieta en cada uno de los hombres y mujeres de la prensa. El murmullo se acalló cuando el presidente y su esposa escoltaron al primer ministro de Inglaterra hacia el jardín. Fue una llegada festiva, con el presidente bromeando con periodistas a los que conocía y haciendo comentarios espontáneos al primer ministro, quien aparecía muy compuesto, saludable y feliz, como si no estuviera sometido a presión alguna.
Bond volvió a fijarse en los fotógrafos. Tal vez se hubieran equivocado de medio a medio. Se preguntó si a lo mejor Ruth no planearía atacar al primer ministro cuando éste regresara al aeropuerto de Heathrow en un avión de la RAF. Volvió a mirar hacia el lugar de la celebración donde el presidente y el primer ministro ocupaban sus puestos y luego volvió los ojos, una vez más, a los fotógrafos, muy atareados con sus enfoques y sus emplazamientos.
De pronto se sintió totalmente seguro de que acababa de producirse una variación anormal. En los escasos segundos en que sus ojos se habían apartado del grupo algo, en éste había cambiado. Al principio no pudo saber de que se trataba. Pero luego, de pronto, lo vio todo claro, perfectamente definido en su mente. El joven de aspecto bohemio se había abierto paso a codazos hasta la primera fila. Había en él algo extraño. Pasó otro segundo antes de que Bond observara que en realidad el fotógrafo no se estaba preocupando por las cámaras que llevaba colgadas al cuello ni tomaba foto alguna. Dio un paso hacia adelante frente al grupo más nutrido de los reporteros, al tiempo que su mano derecha empezaba a desplazarse hacia arriba para alcanzar la parte interior de su chaqueta.