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– Ah -dijo, después de un vistazo rápido-. Tres treinta. Lo siento tanto. Debo haberlo apuntado incorrectamente. Me alegro de haber llegado brevemente más temprano entonces. Debería llamar mi tía y decirle.

Cuando tomó un teléfono celular de su bolso, di un paso lejos para permitirle intimidad, aunque con mis sentidos auditivos aumentados podría haber oído la conversación murmurada a cien pies de distancia. A través del teléfono, oí a una mujer vieja suspirar. Prometió reunirse con nosotras cuanto antes y luego le hizo una ¿advertencia? a su sobrina para que no comenzara sin ella.

– Bien -dijo Paige, apagando el teléfono-. Mis disculpas otra vez, Sra. Andrews. ¿Puedo llamarle Elena?

– Por favor. ¿Deberíamos esperar dentro?

– Realmente, este es un mal lugar para algo como esto. La tía Ruth y yo tomamos café aquí esta mañana. La comida es grandiosa, pero es demasiado tranquilo. Se pueden oír conversaciones desde a través de la sala. Supongo que deberíamos haberlo imaginado, pero no somos muy experimentadas en esta clase de cosas.

– ¿No?

Ella se rió, una sonrisita ronca-. Supongo que oyes mucho de esto. La gente no quiere confesar que está inmersa en esta clase de situaciones. Estamos en ello. No lo negaré. Pero este es nuestra primera… ¿cómo lo llamarías? ¿Venta? De todos modos, ya que el salón de té resultó ser una mala opción, teníamos un menú pedido y los tomaremos en nuestro hotel. Mantendremos la reunión allí.

– ¿Hotel? – Yo había pensado que ella vivía en Pittsburgh. Los vendedores por lo general arreglaban reuniones en su ciudad natal.

– Es unos bloques más allá. Un paseo fácil. Intimidad garantizada.

Grandes campanas de advertencia se oían. Cualquier mujer, hasta una tan desafiada en su feminidad como yo, sabía que no era la mejor opción ir al cuarto de hotel de un extraño. Parecía una película de horror dónde la heroína va sola a la casa abandonada después de que todos sus amigos fenecen de muertes horribles y la audiencia sentada grita, “¡No vayas, perra estúpida! Bien, yo era la única gritando, “¡Continúa, pero atrapa al Uzi!". Caminar de cabeza al peligro era una cosa; caminar desarmada era otra. Afortunadamente para mí, estaba armada con la fuerza de Supergirl. Y si eso no sirviera como truco, mi acto de Clark Kent venía con colmillos y garras. Un vistazo a esta mujer, de apenas cinco pies con dos, casi una década menor que yo, me dijo que no tenía nada por qué preocuparme. Por supuesto, tenía que simular preocupación. Era lo esperado.

– Umm, de acuerdo -dije, echando un vistazo por sobre mi hombro-. Yo preferiría un lugar público. No quisiera ofender…

– No tiene importancia -dijo ella-. Pero todo mi material está en el hotel. Nos detenemos brevemente allí, y si todavía no te sientes cómoda, podemos agarrar mis cosas, encontrarnos con mi tía, e ir a otra parte. ¿Está bien?

– Supongo -dije, y la seguí calle abajo.

El hotel era uno de esos viejos lugares con un enorme vestíbulo clasificado como sala de baile, arañas de cristal como lámparas, y operadores de ascensores vestidos como organilleros. La habitación de Paige estaba en el cuarto piso, la segunda a la izquierda del ascensor. Abrió la puerta y la mantuvo abierta para mí. Vacilé.

– Podría pegar algo bajo la puerta para mantenerla abierta – dijo ella.

Su cara era toda abierta inocencia, pero no se me escapó el tono burlón de su voz, tal vez porque yo era mucho más alta y en mejor estado físico. Incluso sin la fuerza werewolf, podría vencerla en una lucha. De todos modos, eso no quería decir que no hubiese algún tipejo con una pistola semiautomática detrás de la puerta. Todos los músculos del mundo no podrían detener una bala a la cabeza.

Eché un vistazo alrededor y di un paso dentro. Ella tomó una libreta de papel de la mesa y la sostuvo, haciendo gestos hacia la puerta que se cerraba.

– No será necesario -dije.

– El teléfono está aquí mismo -Ella levantó al receptor de modo que yo pudiera oír el tono de marcado-. ¿Quisieras que te lo acerque? Estoy bastante segura de que en Pittsburg funciona el servicio novecientos once.

Perfecto. Ahora se estaba burlando de mí. Pequeña y estúpida imbécil. Probablemente una de esas cabezas llenas de aire que aparcaban en subterráneos desiertos por la noche y se jactaban de su coraje. La impulsividad de la juventud, pensé, con la madurez de alguien casi dos años pasados en su treintena.

Cuando no contesté, Paige dijo algo sobre hacer té y desapareció en la habitación contigua a la suite. Yo estaba en la sala de estar, que tenía una pequeña mesa, dos sillas, un sofá, un sillón reclinable y una televisión. Una puerta parcialmente abierta conducía al dormitorio. A través de ella, pude ver maletas rayadas apoyadas contra la pared lateral y varios vestidos colgados en un estante. Frente a la puerta principal había tres pares de zapatos, todos femeninos. Ninguna señal de un ocupante masculino. Hasta ahora las Winterbournes parecían ser honestas. No era que yo realmente esperase que algún tipo con una semiautomática saltara desde detrás de la puerta. Yo era suspicaz por naturaleza. Ser un werewolf te hace eso.

Cuando me senté a la mesa, vi los platos del salón de té. Emparedados, galletas, y pastas. Podría haber devorado tres platos como esos de un bocado. Otra cosa de werewolf. Como la mayoría de los animales, pasamos una gran parte de nuestras vidas atrapados en las tres fuerzas de la supervivencia básica: comer, luchar, y… reproducirse. La parte de alimento era una necesidad. Quemamos calorías como leña en un incendio, sin un abastecimiento constante, nuestra energía quedaba en nada. Tenía que tener cuidado cuando comía delante de humanos. No era justo. Los tipos pueden tragarse tres Big Macs y nadie pestañearía. Yo obtenía miradas extrañas si terminaba dos.

– Entonces, respecto a esa información que vendes -dije cuando Paige volvió-. ¿Es tan buena como la del caso de Phoenix, ¿verdad?

– Mejor -dijo ella, poniendo la bandeja del té sobre la mesa-. Es la prueba de que los werewolves existen.

– ¿Tú crees en werewolves?

– ¿Tú no?

– Creo en todo lo que permita vender revistas.

– ¿Entonces no crees en werewolves? -Sus labios se torcieron en una desagradable media sonrisa.

– No quiero ofender, pero ese no es mi tema. Escribo historias. Las vendo a revistas. La gente como tú las compra. El noventa por ciento de los lectores no lo cree. Es una fantasía inocua.

– Mejor mantenerlo en ese ámbito, ¿verdad? Fantasía inocua. Si uno comienza a creer en werewolves, entonces tienes que admitir la posibilidad de otras cosas, como brujas y hechiceros y chamanes. Por no mencionar a vampiros y fantasmas. Entonces habría demonios, y ese es un nido de gusanos que no quieres abrir.

Más perfecto aún. Ahora definitivamente se estaba burlando de mí. ¿Acaso alguien pegó un gran cartel en mi espalda que dice “Búrlense de mí”? Tal vez estaba tomando todo esto de manera más personal de lo necesario. Mírenlo desde su punto de vista. Como una creyente, ella probablemente consideraba a los incrédulos de la misma forma en que éstos la consideraban a ella, como una patética ignorante. Y aquí estaba yo, lista para comprar información para perpetrar un mito en el que no creía, vendiendo mi integridad por el alquiler del próximo mes. Una puta periodística. ¿No merecía unas pocas burlas por esto?

– ¿Dónde está la información? -pregunté, tan cortésmente como pude.

Ella extendió la mano hacia la mesa del costado, donde había una carpeta. Durante un momento, ella la hojeó, con los labios apretados. Entonces tomó una hoja y la puso entre nosotros. Era una fotografía de la cabeza y los hombros de un hombre de mediana edad, asiático, una nariz chata y una boca hosca suavizada por unos ojos parecidos a los de un gamo.

– ¿Lo reconoces?

– No lo creo -dije-. Pero es una cara bastante ordinaria.