Realmente he estado alejada del favor. Si había alguna duda, pronto se desvanecieron. Los guardias trajeron mi desayuno dos horas tarde, lo dejaron, y se marcharon. Luego trajeron mi almuerzo. Nada pasó en el interino. Absolutamente nada. Carmichael no me llamaba para un chequeo. Matasumi no se acercaba para interrogarme. Xavier no se aparecía para una visita. Ni siquiera Tess se tomaba el deber de observar fuera de mi celda. Me dejaron con mis pensamientos, consumidos por recuerdos de la noche anterior. Sola con mis miedos, mis autorecriminaciones, y mi pena, reflexionando sobre la muerte de Armen, luego Ruth, luego mi propia situación, la que se ponía más difícil con cada hora que pasaba.
Alrededor de media tarde mi puerta se abrió, y salté de mi asiento tan rápido que habrían pensado que Ed McMahon estaba de pie allí, con un pase para la Cámara de Editores. De acuerdo, era sólo un guardia, pero llegado este punto, cualquier cara era bienvenida. Tal vez él venía para llevarme arriba. Tal vez venía para entregar un mensaje. Infiernos, tal vez venía sólo para hablarme. Seis horas de exilio y ya sentía como si yo hubiera pasado una semana en aislamiento.
El guardia entró, puso un florero de flores en la mesa, y se marchó.
¿Flores? ¿Quién me enviaría flores? ¿Carmichael que trataba de animarme? Correcto. ¿Matasumi pidiendo perdón por devolverme a la celda? Oh, sí. ¿Bauer agradeciéndome por todo mi trabajo desinteresado por ella? Eso debía ser. Con una risa amarga, giré las flores y leí la tarjeta.
Elena,
Lamento oír lo que sucedió.
Veré lo que puedo hacer.
Ty
Golpeé el florero de la mesa y apreté los puños, hirviendo de furia. ¡Cómo se atrevía! Después de la noche anterior, como se atrevía a enviarme flores, fingir preocupación por mi exilio. Fruncí el ceño hacia las flores esparcidas a través de la alfombra. ¿Esta era su idea de una broma? ¿O trataba de engañarme haciéndome pensar que se preocupaba? ¿Se burlaba de mí? O él, de su modo enrevesado, ¿Realmente se preocupaba? ¡Maldición! Gruñí y di una patada al florero a través del cuarto. Cuando no se rompió, avancé a zancadas, lo tomé con una mano, y me giré para lanzarlo hacia la pared. Entonces me congelé a mitad del tiro, los dedos todavía alrededor del florero. No podía hacer esto. No podía permitirme incurrir en la cólera de Winsloe. Una furia impotente me atravesó y fue casi suficiente para hacerme lanzar el florero a la pared, mandando al diablo las consecuencias. Pero no lo hice. Ceder a la rabia sólo le daría una excusa para hacerme daño otra vez. ¿Quería jugar juegos mentales? Bien. Me dejé caer de rodillas y comencé a juntar las flores, borrando todos los signos de mi cólera. La próxima vez que Tyrone Winsloe entrara en mi celda, vería sus flores amablemente dispuestas sobre la mesa. Y yo le agradecería por su preocupación. Sonreír y agradecer. Los dos podíamos jugar este juego.
A las siete de esa tarde, la puerta se abrió. Un guardia entró.
– Ellos te necesitan arriba -dijo.
La euforia se precipitó a través de mí. ¡Sí! Y no era demasiado pronto. Entonces vi su cara, la estrechez de su mandíbula fallando al ocultar la ansiedad en sus ojos.
– ¿Qué ha pasado? -Dije, poniéndome de pie.
Él no contestó, sólo giró y sostuvo la puerta. Dos guardias más esperaban en el pasillo. Todos traían sus armas fuera. Mi estómago se hundió. ¿Qué era esto, entonces? ¿Había pedido Bauer mi muerte? ¿Se había cansado Winsloe de jugar conmigo y había decidido cazarme? Pero esto no haría que los guardias estuvieran preocupados. Algunos, como Ryman y Jolliffe, lamerían sus labios de solo pensar en la perspectiva.
Cuando atravesé la puerta, el primer guardia me empujó en la espalda con su arma, no un golpe fuerte, más bien un golpecito impaciente. Tomé velocidad y rápidamente avanzamos hacia la salida de seguridad.
La sala de espera del hospital estaba atestada. Conté siete guardias, además de Tucker y Matasumi. Mientras daba un paso a través de la puerta, el tiempo redujo su marcha, mostrándome un montaje de impresiones visuales privadas de olor y sonido, como una película silenciosa avanzando con la manivela de a un fotograma por vez.
Matasumi estaba sentado, su rostro blanco, sus ojos contemplando la nada. Tucker en el intercomunicador ladrando órdenes silenciosas. Cinco guardias arracimados alrededor de él. Un guardia sentado al lado de Matasumi, con la cabeza entre sus manos, las palmas sobre sus ojos, humedad en su barbilla, una mancha húmeda manchando una manga de su camisa. El último guardia miraba la pared lejana, abrazándose a sí mismo con sus brazos, la cabeza inclinada, su pecho levantado. Mientras movía mi peso hacia adelante, mi zapato se deslizó. Algo hacía que el suelo estuviera resbaladizo. Eché un vistazo hacia abajo. Un delgado charco opaco color amarillento marrón. Vómito. Alcé la vista. La puerta del hospital estaba cerrada. Avancé, todavía con lentos movimientos. Las caras se voltearon. La muchedumbre se separó, no dejándome espacio pero alejarme. Nueve pares de ojos sobre mí, expresiones en los límites desde la aprehensión hasta la repugnancia.
– ¿Qué pasa aquí? -La voz de Winsloe detrás de mí rompió la ilusión.
Yo podía oler ahora: vómito, sudor, ansiedad, y miedo. Alguien murmuró algo ininteligible. Winsloe pasó por delante de mí para examinar la ventana del hospital. Todos hicieron una pausa, conteniendo colectivamente el aliento.
– ¡Mierda santa! -dijo Winsloe, su voz llena no de horror, sino de maravilla-. Elena hizo ah, mierda, ya veo. ¡Jesús jode a Cristo, debes ver esto!
Casi contra mi voluntad, mis pies se movieron hacia la puerta del hospital. Winsloe dio un paso al lado para darme espacio y poner su brazo alrededor de mi cintura, tirándome hacia él.
– ¿Puedes creer esto? -dijo, luego se rió-. ¿Supongo que puedes, verdad?
Al principio, no vi nada. O nada extraño. Más allá de la ventana había un mostrador, un fregadero blanco, de acero inoxidable antiséptico brillando como un artículo en una sala de exhibición de cocinas. Una fila de botellas estaba ordenada detrás del mostrador. La carpeta de Carmichael estaba en un ángulo perfecto de noventa grados al lado del fregadero. Todo ordenado y pulcro, como siempre. Entonces algo a lo largo de la base del mostrador saltaba a la vista. Una obscenidad dentro de la prístina limpieza. Una salpicadura con forma de estrella de sangre.
Mi mirada barrió el suelo. Una mancha de sangre de quince centímetros sobre el mostrador. Gruesas gotas caían en zigzag sobre carro volcado. El carro estaba tumbado, los contenidos dispersos y rotos. Un charco de sangre. Una marca de zapato en el charco, con los bordes perfectos. Luego otra mancha, más grande, un zapato ensangrentado deslizándose a través del suelo. El archivador. El gabinete de acero de cien de libras tirado, bloqueando la esquina lejana como si alguien lo hubiese arrastrado y se hubiese escondido detrás de su imperfecta barricada. Los papeles se dispersaban a través del suelo. Sangre salpicada sobre ellos. Bajo la cama, un zapato con la planta ensangrentada. Encima del zapato, una pierna. Giré para afrontar a los demás, para decirles había alguien allí. Mientras me daba vuelta, mi mirada viajó por la pierna hacia la rodilla, luego a una piscina de brillante carmesí, luego a la nada. Una pierna cortada. Mi estómago saltó a mi garganta. Me giré lejos, rápido, pero no lo bastante rápido. Vi una mano tirada a unos pies de la cama. Más cerca de la puerta, medio obscurecida bajo una bandeja derramada, un trozo sangriento de carne que había sido humano.
Algo golpeó la puerta, reverberando con tanta fuerza que tropecé hacia atrás con el impacto. Un rugido de furia. Un destello de piel amarillenta marrón. Una oreja. Un hocico empapado de sangre. Bauer.