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– Sigue buscando.

Darby colgó y se quedó mirando las fotografías en primer plano del rostro quemado del chico. ¿Era Walter Smith el hombre que había matado a Emma Hale y Judith Chen? Sobre el papel, parecía el sospechoso perfecto. ¿Estaría atrapado en el interior del Sinclair, cercado por la policía?

Consultó el reloj: las once y media de la noche. Habían pasado cuarenta minutos desde su conversación con Bill Jordan. ¿Habrían detenido ya a Walter Smith? ¿Seguirían persiguiéndolo los hombres de Jordan? La incertidumbre era exasperante.

Sería necesaria una orden de registro para entrar en la casa de Walter Smith en Rowley. Eso llevaría tiempo.

¿Estaría Hannah Givens prisionera dentro de la casa de Rowley o estaba encerrada en algún otro sitio? ¿Vivía Walter Smith con alguien? ¿Con un compañero de piso o con una novia? Si vivía con alguien, esa persona podría proporcionarle información adicional sobre él.

Darby hizo una copia de la historia clínica de Smith. Metió las hojas en su mochila y echó a correr por los pasillos en dirección a la puerta principal.

Walter miró a su alrededor en el aparcamiento del motel. La policía no lo había seguido hasta allí, no lo habían seguido a través del túnel de acceso, pero habían asaltado todo el hospital. Había cerrado con el candado la reja a sus espaldas, y corría a través del bosque cuando oyó las sirenas. Al cabo de un momento, unas luces parpadeantes azules y blancas acuchillaban la oscuridad.

La policía no lo había encontrado, pero habían encontrado a María y ella ya no estaba, su Santa Madre ya no estaba con él.

Sentado al volante, con la ropa empapada en sudor, Walter se balanceaba sin cesar hacia delante y hacia atrás, una y otra vez, diciéndose que no iba a llorar.

Pero al final no pudo aguantarse más y dio rienda suelta a su llanto como si fuera un niño pequeño, mientras le temblaba todo el cuerpo.

«¿Puedes oírme, Walter?»

La voz de María le llegaba alta y clara. Walter dejó de balancearse y se paró a escuchar.

– Te oigo.

«Quiero que me escuches con mucha atención. Voy a ayudarte. ¿Me estás escuchando?»

Walter se secó las lágrimas.

– Sí.

María le explicó lo que tenía que hacer.

– No puedo -dijo Walter.

«No hay ninguna razón para tener miedo. Yo estaré contigo en todo momento. Eres mi chico especial y te quiero muchísimo. Tú puedes hacerlo. Y ahora, ve a casa y prepara a Hannah.»

Sintiendo el profundo amor de su Santa Madre en el interior de su corazón, Walter arrancó el coche.

Capítulo 79

Hannah estaba sentada en su cama, sujetando con las manos una figura de la Virgen María.

La creyente era su madre, que había insistido en que la familia acudiese a misa todos los domingos y se sacrificase durante la época de Cuaresma. A su padre la Iglesia le resultaba más bien indiferente. En cierta ocasión, estando solos los dos, le había confesado: «Si quieres que en tu vida pasen cosas buenas, no las vas a encontrar sentada en un banco. Tendrás que usar esa cosa que tienes entre una oreja y la otra».

Y pese a todo, papá le seguía la corriente a su madre y llevaba a cabo a rajatabla todo el rituaclass="underline" inclinarse y levantarse, arrodillarse, levantarse e inclinarse, dar gracias por todas las cosas maravillosas de tu vida, y ahora marchaos y sed buenos y ni se os ocurra cuestionar las motivaciones del buen Dios. Hannah siempre se sentía atrapada en un punto intermedio: quería creer que la vida tenía algún sentido más elevado, pero no llegaba a tragarse toda esa historia del hombre invisible que vigilaba desde el cielo todo lo que hacías, lo bueno y lo malo, y lo consignaba en las columnas correspondientes.

La última vez que había rezado fue el verano antes de empezar la universidad. Su prima Cindy había dado a luz a un niño que nació con una malformación en el corazón. El pequeño Billy estuvo seis meses en la incubadora y fue sometido a todas las intervenciones quirúrgicas imaginables, incluida la colocación de un marcapasos. Una empresa fabricó uno especial para que cupiera en su pecho diminuto. Se recaudaron donativos, las iglesias rezaron por su recuperación y al final, el Señor dijo que no, que lo sentía pero que Billy tenía que irse. Todo formaba parte del plan divino de Dios, dijo el cura entonces.

Y una mierda.

¿Qué papel podía desempeñar un crío recién nacido en el misterioso plan divino de Dios? ¿Qué sentido tenía dejar que Billy naciera, para empezar? ¿Por qué un Dios misericordioso iba a someter a un recién nacido a todo ese dolor y ese sufrimiento? ¿Y por qué un Dios bondadoso haría oídos sordos a los millares de judíos hambrientos de los campos de concentración? ¿A los judíos a los que hacían entrar en los hornos y a los que disparaban en la cabeza sobre una fosa común? ¿De qué manera podía encajar una cosa así en el plan divino del Todopoderoso?

Hannah no tenía respuesta para esas preguntas, pero no podía negar que el mero hecho de sujetar la estatuilla le procuraba cierto alivio. La Santa Madre de Dios mantenía a raya las lágrimas y le proporcionaba un rayo de esperanza.

Puede que el sufrimiento tuviese algún propósito, pero si lo que quería era sobrevivir, Hannah sabía que iba a tener que utilizar eso que tenía entre las dos orejas.

Los candados de la habitación emitieron un ruido metálico y la puerta se abrió.

Hannah se levantó de la cama de un salto y vio a Walter con la ropa que llevaba la noche del secuestro: sus vaqueros y su suéter perfectamente doblados en la mano y, colgando de la muñeca, una bolsa que contenía sus botas.

Walter arrojó la ropa y las botas al suelo.

– Vístete.

Había pasado algo. El maquillaje que Walter empleaba para tapar sus cicatrices se le había corrido en distintos puntos de la cara, y Hannah vio unas zonas más espesas, correosas, de piel color marrón y carmesí. Tenía los ojos húmedos. ¿Habría llorado?

– Vístete -repitió Walter.

Llevaba el pelo despeinado y levantado, con las puntas en todas direcciones, como si se acabara de levantar de la cama, y se había puesto el abrigo.

– ¿Adónde vamos?

– Te llevo a tu casa.

Hannah estaba a punto de hacerle la pregunta, pero se contuvo. «No digas nada. Haz sólo lo que te diga.»

Tenía que preguntárselo. Necesitaba saberlo.

– ¿Por qué me vas a soltar?

– María me ha dicho que es lo correcto.

Hannah recogió su ropa, que olía a suavizante. Walter la había lavado.

Él no se fue de la habitación. Hannah se llevó la ropa detrás de la cortina que ocultaba el retrete y se vistió rápidamente.

Cuando salió, Walter llevaba un par de esposas.

Esta vez no le pidió que se volviese, sino que le puso las manos a la espalda bruscamente y la esposó. Ella no se resistió. Cuando le colocó una venda sobre los ojos, tampoco protestó. Walter la asió del brazo y tiró de ella por el pasillo a toda prisa, como si la casa estuviera en llamas.

La ayudó a subir las escaleras. Hannah subió los escalones uno a uno, mientras el corazón le palpitaba con fuerza debido al miedo y las esposas le raspaban la muñeca. ¿Por qué tenía tanta prisa? Algo iba mal. Hannah no podía ver, no podía distinguir la silueta de las cosas. Estaba atrapada en la oscuridad.

Llegaron a lo alto de la escalera. Hannah entró en la cocina. Walter la sujetó del brazo y la condujo por lo que parecía un estrecho pasillo. No dejaba de golpearse contra las paredes.

Walter le dijo que se detuviese y ella lo obedeció. La agarró por los hombros y luego la dirigió hacia la izquierda y le dijo que diera tres pasos adelante. Lo hizo.

Walter respiraba con dificultad.

– Voy a quitarte las esposas y ayudarte a ponerte la chaqueta -le dijo-. Cuando te la hayas puesto, te esposaré de nuevo.

Una vez le hubo puesto el abrigo, subido la cremallera y colocado las esposas de nuevo, Walter apoyó las manos en los hombros de Hannah y la desplazó hacia la derecha. Un objeto duro chocó contra las puntas de sus botas.