Sam se puso en pie sobre la tabla y se preparó para recibirla. Cuando volvió, Lorissa no estaba sola. Skurfer, un viejo amigo del instituto y el dueño de la tienda de surf a la que iban todos, sonrió.
– ¿Anoche te anotaste un tanto?
– Hace ocho años que terminamos la secundaria; ¿no podríamos encontrar una expresión menos basta que»anotarse un tanto»?
– Por supuesto.
Él que había contestado era Nash, otro viejo amigo y enamorado de Sam del instituto, que como alternativa propuso un verbo mucho más explícito, y todos rieron.
Todos menos Lorissa.
– Sam no se «anota tantos» en las citas a ciegas. Es demasiado prudente para hacer eso. ¿No, Sam?
– Así es -contestó ella, mirando el oleaje con renovada determinación-. Y si os interesan esas enormes olas más que mi vida sexual, deberíais iros ya.
Los hombres se fueron juntos, y ellas se quedaron mirando.
– No te has acostado con él -dijo Lorissa, en voz baja.
– ¿Es una afirmación o una pregunta?
Su amiga se quedó mirándola.
– Es una deducción. Te gusta el sexo como a todo el mundo, pero extrañamente, aunque no quieres tener una relación estable, necesitas más de una cita para intimar. Me apuesto el sueldo a que no has hecho el amor con él.
Sam no lo había hecho, pero lo había deseado con toda su alma.
– ¿Tan segura estás?
– Bueno, siempre has tenido la misma norma. Regla número uno: no tienes relaciones sexuales con un tipo hasta que lo conoces. Regla número dos: te quitas las ganas y lo dejas.
– Eh, yo no…
– Claro que sí -afirmó Lorissa, con una sonrisa apenada-. Las dos sabemos que cuando un tipo te gusta lo suficiente como para acostarte con él, es el beso de la muerte de la relación, porque no te gusta la idea de tener pareja. Las relaciones te dan miedo.
– ¿Puedes dejar de mencionar esa palabra?
– ¿Qué pasa? ¿Te estoy poniendo nerviosa?
Sam suspiró.
– Voy a aprovechar ésta -dijo, empezando a nadar hacia la siguiente ola.
– Te vas porque sabes que tengo razón.
– Me voy porque es una buena ola.
– ¿Se portó como un imbécil?
Sam se volvió y vio la preocupación en los ojos de su amiga.
– Porque si fue así -gritó Lorissa-, lo mataré. Y también mataré a Cole por haberme pedido que os arreglara una cita. A los dos.
Sam miró la perfecta cresta que se elevaba frente a ella y la dejó pasar. Con un suspiro, volvió con Lorissa, a la que se notaba preocupada, asustada y arrepentida.
A Sam se le estremeció el corazón. La noche anterior, mientras conducía bordeando la costa, se había sentido sola, aunque no lo estaba en absoluto.
No sabía por qué se resistía a aceptar el amor, pero sabía que si había sido capaz de salir adelante después de la muerte de sus padres, era gracias a la mujer que la estaba mirando en aquel preciso instante. Lorissa la había querido y apoyado más que nadie.
– No se portó como un imbécil -afirmó Sam-. En absoluto. De hecho, fue… -se mordió el labio para no decir que había sido adorable, delicioso e impresionante-. Un perfecto caballero.
– Entonces, ¿a qué viene tanto misterio? -preguntó Lorissa, mirándola detenidamente-. Oh, no. Ahora comprendo. Te gusta. Te gusta mucho -sonrió con complicidad-. Anda, dime la verdad.
Sam pensó que no debería haber dejado pasar aquella ola.
– Me lo pasé bien. Bueno, muy bien.
– ¿Y vas a volver a verlo? ¿Te ha llamado? ¿Lo has llamado? ¡Deja de hacerte la interesante y cuéntamelo!
– Sólo fueron unas horas. Y debería matarte por no haberme dicho que era una ex estrella de la NBA.
– En realidad, no lo sabía -dijo Lorissa-. Supongo que tendría que haber asociado su nombre a las noticias, pero nunca he sido muy aficionada al baloncesto. ¿Y ahora qué pasa? ¿Vais a volver a salir o lo has despachado como al resto?
– Bueno… el fin de semana que viene haremos esa… cosa…
– ¡Dios mío, vas a tener una segunda cita! Lorissa estaba tan emocionada que parecía que acababa de ganar la lotería.
– Sólo voy a ayudar a su hermana en un festival de beneficencia. Eso es todo. No es una segunda cita.
– Sí que lo es.
– No.
Consciente de que no iba a convencer a Lorissa cuando ni siquiera podía convencerse a sí misma, Sam se lanzó hacia la siguiente ola.
El lunes, Sam se saltó su baño matinal para ir, como todos los meses, a San Juan Capistrano. Como había hecho el primer lunes de cada mes durante los últimos cinco años, aparcó frente a la pequeña cabaña de la playa, subió las escaleras y llamó a la puerta.
Mientras esperaba, sacó un cheque del bolso e hizo una mueca de dolor al pensar en el dinero que le quedaba, sobre todo después de gastarse ochocientos dólares en Jack Knight en la subasta.
La puerta se abrió y apareció Red, un enamorado de la playa de sesenta y cinco años, piel curtida, hombros caídos y pelo largo. El hombre que le había dado un trabajo cuando tenía catorce años y demasiado tiempo libre en las manos. El mismo que, aunque nunca había querido tener hijos, la había acogido tras la muerte de sus padres, dándole todo lo que podía cuando la vida le había quitado tanto.
Y como siempre, verlo la conmovió profundamente.
A él se le iluminaron los ojos, pero acostumbrado a ponerle mala cara, se apoyó en el umbral, cruzado de brazos, y preguntó:
– ¿Ya ha pasado un mes?
– Sabes que sí.
– ¿Y qué quieres?
Ella le puso el cheque en la mano.
– ¿Tú qué crees?
Red miró el papel y, como todos los meses, frunció más el ceño.
– ¿Tiene fondos?
– Deposítalo y verás.
– Prefiero no tener problemas.
Era el mismo diálogo. Como siempre, él trató de devolverle el cheque, y ella se llevó las manos a la espalda.
– ¿Qué pasa? ¿Mi dinero no es lo bastante bueno para ti?
– Te he dicho que no quiero que me des dinero.
– He comprado tu local, te pago por eso. ¿Cuántas veces tenernos que discutir esto? Deposita el maldito cheque para reducir mi deuda, y pronto dejaré de llamar a tu puerta.
– De acuerdo. Supongo que no te habrás metido en líos.
– Supones bien -dijo Sam, echando un vistazo a su alrededor-. ¿Has contratado a una asistenta para que arregle este antro?
– Sí, con tu dinero. Gracias. ¿Seguro que no quieres que te devuelva el cheque? Podrías dar unas lecciones de cocina. Aprender a hacer brownies.
– Muy gracioso.
Todos conocían su esfuerzo por hacer brownies decentes. Y en realidad, el empeño tenía sentido. Cualquier psiquiatra habría disfrutado con ella, porque su madre siempre hacía brownies, y siempre estaban deliciosos.
En el fondo, Sam sabía que los estropeaba a propósito. Debía de tener algo en contra de ser feliz, o de desear el amor verdadero, o estaba asustada por alguna estupidez semejante.
Pero no le importaba y seguía intentando hacer brownies como los de su madre.
– O podrías comprarte ropa nueva -añadió Red, mirándole los pantalones cortos, la camiseta y las chanclas-. O incluso podrías cortarte el pelo. Tienes que buscarte un hombre.
– Para que lo sepas, no necesito ropa nueva ni otro peinado para conseguir un hombre.
– Pues yo no veo que lleves ningún anillo de compromiso.
– No me interesa casarme. ¿Cuál es el problema?
– Tal vez que me gustaría verte feliz y que te cuiden.
Sam se enterneció al oírlo, pero se mantuvo firme.
– Te lo agradezco mucho, pero soy capaz de hacerme feliz y, desde luego, puedo cuidarme sola.
– ¿En serio? ¿Lo tienes todo cubierto?
Ella levantó la barbilla.
– Por supuesto.
– ¿Y también puedes tener hijos sola?
– Mira, no he venido hasta aquí para que me des un sermón.
– Entonces, ¿por qué no te has ido? -preguntó.
Porque él era lo más cercano a un padre para Sam, y le apetecía pasar un rato con él.