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– Se dice que son buenos para el yang, por eso se suelen comer en el frío invierno, según creo -comentó Chen intrigado por el sermón de Pei, que sonaba muy filosófico-, pero nunca he oído hablar de la parte dialéctica.

– Para la gente que tiene la patología de un yang elevado, comer carne roja podría ser perjudicial. En esos casos, la tortuga contribuye a restablecer el equilibrio -explicó Pei, más ruborizado por la respuesta de Chen que por el vino-. Otro error común consiste en creer que el sexo disminuye el yin, y que por tanto es peligroso. La gente se olvida de que el trabajo duro también consume el yin.

– ¿De veras? -preguntó Chen, pensando en la «enfermedad sedienta» que había estado analizando para su trabajo-. Lo que dice es muy profundo.

– Nuestra cena está perfectamente equilibrada. Tan buena para el yin como para el yang. Confucio dice: «No puedes ser demasiado selectivo con lo que comes». ¿Eso qué quiere decir? Está claro que no se refiere únicamente al sabor. Para un sabio como Confucio, es algo mucho más profundo. La comida tiene que proporcionar un auténtico estímulo que nos permita conseguir grandes logros para nuestro país.

Estuviera o no extraído de esos libros clásicos únicamente con objetivos comerciales, no podía negarse que los ecos confucianos aún resonaban en el estilo de vida cotidiano chino.

La elocuencia de Pei no se limitaba a las teorías. El banquete les deparó una sorpresa tras otra. Sopa con una enorme cabeza de pescado, enriquecida con ginseng americano;hajia, lagartijas especiales de Guanxi frescas, no desecadas y procesadas como se solía ver en las herboristerías, servidas con orejitas de madera blanca; y congee de nido de golondrina espolvoreado con bayas de gouji rojo escarlata.

– ¡Ah, el nido de golondrina! -exclamó Pei, levantando un cucharón-. Para hacer sus nidos en los acantilados, las golondrinas tienen que hacerse con todo lo que puedan recoger y mezclarlo con su saliva, la esencia de la vida.

El nido de golondrina era un productobu de larga tradición. El delicado cuenco de congee dulce le recordó un pasaje de Sueño de la habitación roja, en el que el nido de golondrina que toma una delicada joven para desayunar cuesta más que la comida de un agricultor de todo un año.

– ¿A qué se debe que la saliva de las golondrinas sea tan especial? -volvió a preguntar Chen.

– De vez en cuando tenemos la boca seca porque nos falta saliva, sobre todo después de las nubes y de la lluvia, ya sabe -explicó Pei con una cálida sonrisa-. Es un síntoma de que nuestro yin es insuficiente.

– Sí, la enfermedad sedienta -respondió Chen. Sin embargo, la gente podía tener sed por razones de todo tipo, reflexionó, no sólo por las nubes o la lluvia.

Para sorpresa de Chen, a continuación apareció un cuenco de tocino estofado en salsa de soja. Un plato casero, en claro contraste con las anteriores extravagancias.

– La especialidad del presidente Mao -explicó Pei, leyendo la pregunta en la mirada de Chen-. En vísperas de una batalla crucial durante la segunda guerra civil, Mao afirmó: «Mi mente está agotada, necesito tocino con salsa de soja para estimular el cerebro». En aquella época no siempre era fácil servir carne en las comidas, pero, tratándose de Mao, el comité central del Partido se las ingenió para servirle a diario un cuenco de tocino. Y, claro está, Mao condujo al Ejército de Liberación del Pueblo de victoria en victoria, ¿Cómo podía equivocarse Mao?

– No, Mao no podía equivocarse nunca -respondió Chen, mientras saboreaba el tocino.

Entonces llegó el momento cumbre del banquete: trajeron a un mono enjaulado que sacaba la cabeza de la jaula, con el cráneo afeitado y los miembros bien sujetos. Un camarero depositó la jaula en el suelo para que inspeccionaran al mono; después, sonriendo, cogió un cuchillo de acero y un pequeño cucharón de latón y aguardó la señal. Chen había oído hablar alguna vez de este plato especial. El camarero le serraría la parte superior del cráneo al mono para que los comensales pudieran saborear el cerebro, vivo y sanguinolento.

Pero Chen comenzó a sudar y se puso muy nervioso de repente, casi tanto como por la mañana. Quizás aún no se había recuperado.

– ¿Qué le ocurre, maestro Chen? -preguntó Pei.

– Estoy bien, director Pei -respondió Chen, secándose el sudor de la frente con una servilleta-. El tocino está buenísimo, me recuerda las comidas que mi madre cocinaba en mi infancia. Es una budista devota, por lo que me gustaría hacer una propuesta en su nombre. Por favor, liberen al mono. En la fe budista, esto se denominafangsheng: liberar una vida.

Pei no estaba preparado para una propuesta de este tipo, pero no fue difícil convencerlo.

– Fangsheng. No cabe duda de que el maestro Chen es un buen hijo, así que haremos lo que nos pide.

Los demás comensales estuvieron de acuerdo. El camarero volvió a coger la jaula y prometió soltar al mono en las colinas. Chen le dio las gracias, aunque se preguntó si cumpliría su promesa.

Pei era un anfitrión tan amable y servicial que Chen no tardó en olvidar el episodio del mono. Al otro lado de la ventana, la noche se desplegó como el pergamino de un paisaje chino tradicional, ofreciendo un panorama invernal que se extendía hasta el lejano horizonte. A esta altitud, la luz tardaba más en desaparecer. Las cumbres nunca habían tenido un aspecto tan majestuoso: era como si exhibieran su belleza en un intento desesperado por retener el resplandor del día.

Lo invadió una sensación de bienestar mientras sostenía su copa. El banquetebu había funcionado, al menos psicológicamente.

Cuando Chen volvió a su habitación horas después, se sintió como una batería recargada de las que aparecen en los anuncios de televisión.

También se sintió relajado. Reclinándose contra la cabecera acolchada, se dejó vencer por una agradable somnolencia. En la ciudad le había costado dormirse, pero esta noche no tenía que preocuparse. ¿Se debía a la cena? El estímulo del yin, o del yang, al que su cuerpo ya había respondido.

Chen se durmió dejándose llevar por estos pensamientos errabundos.

Y continuó durmiendo. Se despertó un par de veces, pero las cortinas impedían que entrara la luz del día y no había ruido de tráfico como en la ciudad. Una sensación de pereza se apoderó de él, y no se levantó. No tenía hambre. Ni siquiera miró el reloj de la mesilla de noche. La experiencia le pareció extraña e inexplicable, pero creyó que le beneficiaría para reponerse.

Volvió a dormirse y perdió la noción del tiempo.

18

Cuando nadie lo esperaba, el Departamento de Policía de Shanghai recibió un soplo.

El soplo, si eso es lo que era, llegó en elShanghai Evening News. Para ser exactos, era un anuncio clasificado recortado del periódico y enviado al Departamento, en un sobre dirigido al inspector Liao:

Probemos el triple alterne. Después de cantar y de comer, ha llegado el momento de bailar. En cuanto al sitio elegido, ¿dónde mejor que en el club Puerta de la Alegría? A la hora de siempre, ya sabes. Wenge Hongqi

Podría haberse tratado de una broma entre amigos. Pero, al dirigirlo a Liao, el mensaje adquirió un matiz siniestro.

– No es un soplo -dijo Liao, frunciendo el ceño.

De las víctimas que llevaban el vestido mandarín rojo, una era una acompañante para comidas, y otra una acompañante para karaokes, por lo que la siguiente tendría que ser, como había sugerido Hong, una acompañante para bailes.

«A la hora de siempre» sonaba aún más apremiante. El jueves por la noche, o la madrugada del viernes.