Decidió no darle más vueltas: no era el momento de ponerse a interpretar sueños. Volvió a pensar en el caso de Shanghai, y entonces se dio cuenta de que era viernes. Se sintió tentado de llamar a Yu, pero se echó atrás. Si lo llamaba se quedaría sin vacaciones, aunque le parecía que sólo acababan de empezar. Ni siquiera había dado un paseo por el pueblo, y tampoco había dedicado tiempo alguno a su trabajo de literatura.
En lugar de ponerse en contacto con Yu decidió llamar a Nube Blanca. La muchacha, que no había leído ni escuchado nada nuevo sobre el caso, lo animó a disfrutar de sus vacaciones. Nube Blanca había visitado a la madre de Chen para asegurarse de que se las arreglaba bien en casa, por lo que no tenía de que preocuparse.
Mientras miraba por la ventana, se le ocurrió que podría dar un paseo junto al lago.
Fuera hacía un poco de frío, y el lago parecía bastante desierto en esa época del año. Sólo había un viejo pescador sentado en la orilla, envuelto en un raído abrigo militar. La cesta de bambú que descansaba a su lado estaba vacía. El anciano parecía absorto en sus pensamientos, o quizás había adoptado una postura de meditación.
El inspector jefe pasó junto a él sin molestarlo.
Chen miró hacia las montañas que se recortaban contra el horizonte y le pareció oír el murmullo de una cascada no demasiado lejana. Miró hacia atrás y vislumbró, a cierta distancia, una débil luz parpadeante en la mano del anciano.
La lucecita brilló frente a los bosques y las colinas, y después se apagó. De pronto se escuchó el susurro de los pinos: un suspiro largo y profundo del viento. Chen se sorprendió de su propia tristeza. A continuación tomó un sendero resbaladizo que serpenteaba entre grupos de alerces y de helechos. Tuvo que andar despacio. Debía de haber llovido mientras dormía. No tardó en llegar a una larga alfombra de pinaza que amortiguaba sus pasos. Entonces el sendero se ensanchó de forma inesperada y lo condujo hasta el mercado del pueblo.
El mercado ya estaba muy concurrido a esa hora, aunque la mayoría de los compradores eran turistas en busca de recuerdos. Chen tardó varios minutos en abrirse paso entre la multitud hasta que por fin se detuvo frente a un puesto que exhibía dinero del más allá, un producto propio de la superstición que no se veía habitualmente en Shanghai.
«Dongzhi se acerca», exclamó con entusiasmo el vendedor ambulante, doblando el papel de plata de modo que pareciera un lingote de plata con formade yuanbao. Al parecer, en el más allá chino la moneda principal seguía siendo el lingote de plata. «Allí la gente necesita dinero para comprar ropa de invierno.»
Obedeciendo a un impulso, Chen compró un puñado de dinero del más allá. Él no creía en estas supersticiones, pero su madre sí. Lo quemaba de vez en cuando en honor a su padre fallecido, en particular durante festividades como Dongzhi o Qingming.
De vuelta en la habitación de su hotel, Chen cogió los libros que había traído y se dirigió a la piscina cubierta.
El pabellón de la piscina tenía una pared de cristal polarizado, para que los nadadores pudieran disfrutar de la privacidad mientras contemplaban las vistas del lago y de las colinas en invierno. Después de unas enérgicas brazadas, Chen se sentó en una silla reclinable colocada junto a la piscina y comenzó a leer.
Quizá por haberse habituado a estudiar inglés en el Parque Bund, Chen había desarrollado la capacidad de leer y de concentrarse en lugares públicos. En aquellos años, el ambiente siempre cambiante del Bund lo distraía. Aquí, además de gozar de las vistas del exterior, disfrutaba contemplando a las muchachas que retozaban en la piscina. Sus cuerpos cautivadores aparecían y desaparecían en el agua azul cada vez que levantaba la vista de los antiguos clásicos confucianos. Resultaba irónico, porque Confucio dice: «Un caballero no debería mirar si no lo hace conforme a los ritos».
Conforme a los ritos o no, ante aquel espectáculo la lectura le parecía menos aburrida. Dado que su difunto padre había sido un erudito neoconfuciano, y que las máximas confucianas seguían formando parte de la vida cotidiana china, como comprobó en el banquetebu, la frase «Confucio dice» no le resultaba extraña. Pero nunca había estudiado de manera sistemática el confucianismo, prohibido en las aulas durante sus años de estudiante. Deseaba haber podido hablar más con su padre, cuya muerte temprana impidió que pudiera inculcarle la tradición a su hijo.
Chen sacó su cuaderno. Algunas de sus primeras notas de investigación parecían guardar relación con los ritos confucianos. Según Confucio, los ritos están siempre presentes y en todas partes. Mientras la gente se comportara conforme a los antiguos ritos, como había hecho supuestamente en los viejos tiempos, todo iría bien. Aunque parecía haber ritos relacionados con cualquier cosa, Chen nunca había oído hablar de ningún rito relacionado con el amor romántico.
Aquella mañana no consiguió encontrar ningún dato interesante en los libros que había llevado consigo. Los maestros confucianos habían pasado por alto la pasión romántica: era como si nunca hubiera existido.
Entonces Chen amplió su búsqueda al término matrimonio:hunli significaba, literalmente, «ritos matrimoniales» en chino. Encontró varios párrafos sobre los ritos matrimoniales, pero ni una sola palabra referida a la pasión entre parejas jóvenes. Por el contrario, se suponía que los jóvenes no debían conocerse, y mucho menos enamorarse, antes de la boda. Sólo los padres podían concertar su matrimonio.
En elLibro de los ritos, uno de los cánones confucianos, aparecía una clara afirmación sobre la naturaleza del matrimonio.
Los ritos del matrimonio existen para establecer una feliz conexión entre dos [familias de distintos] nombres, con la intención, en su carácter retrospectivo, de garantizar los servicios en el templo ancestral, y en su carácter futuro, de garantizar la continuidad del linaje familiar. Por consiguiente, el varón les da mucha importancia…
Los ritos matrimoniales consisten en seis pasos rituales consecutivos, que son, a saber, la visita de la casamentera, las preguntas sobre el nombre y la fecha de nacimiento de la muchacha, el horóscopo de la pareja, los regalos por el compromiso matrimonial, la elección de la fecha de la boda y la bienvenida del novio a la novia el día del casamiento.
Pese a todas estas actividades, continuó leyendo Chen, el hombre y la mujer no tenían ocasión de conocerse hasta el mismo día de su boda. El matrimonio, celebrado por decisión de los padres con el propósito de dar continuidad al linaje familiar, no tenía nada que ver con el amor romántico.
Chen subrayó un párrafo en su ejemplar de Mencio, en el que se condenaba a los jóvenes que se enamoran y actúan por su cuenta sin tener en consideración los matrimonios concertados.
Cuando nace un hijo varón, lo que se quiere para él es que pueda tener una esposa; cuando nace una hija, lo que se quiere para ella es que pueda tener un marido. Este sentimiento paterno lo manifiestan todos los hombres. Si los jóvenes, sin aguardar la orden de sus padres ni la intervención de los intermediarios, hacen agujeros para poder verse, o trepan por un muro para estar juntos, serán objeto del desprecio de sus padres, así como de cualquier otra persona.
Chen sabía que las situaciones que el filósofo Mencio describía como «hacer agujeros y trepar muros» se habían convertido en metáforas habituales para referirse a las citas entre jóvenes amantes.
Chen cerró el libro e intentó poner en orden todo lo que acababa de leer. Los matrimonios concertados reforzaban la estructura social basada en la familia, porque el amor romántico podía impedir que los padres fueran siempre el centro del afecto, la lealtad y la autoridad.