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– Disculpe, ¿me puedo sentar aquí?

– ¡Ah! -exclamó Chen, levantando la vista para contemplar a una mujer joven que colocaba una silla reclinable al lado de la suya-. Sí, por favor.

La joven se acomodó en la silla junto a él. Era una mujer atractiva de poco más de treinta años y rasgos bien definidos, boca recta y rostro enmarcado por unos rizos delicados. Llevaba sobre el bañador un pareo o sari blanco de tela vaporosa, probablemente un caftán blanco, que flotaba alrededor de sus piernas largas y esbeltas. También tenía un libro en la mano.

– Es tan agradable leer aquí… -La mujer juntó las piernas y encendió un cigarrillo.

Chen no tenía ganas de hablar, pero no le molestó que una mujer atractiva se pusiera a leer a su lado. El inspector jefe sonrió sin decir nada.

– Lo vi en el restaurante hace un par de días -comentó ella-. ¡Menudo banquete!

– Lo siento, no recuerdo haberla visto allí.

– Estaba sentada a una mesa del comedor exterior, mirando el interior a través de las ventanas. Todo el mundo parecía muy ocupado brindando en su honor. Deben de irle muy bien las cosas.

– No, la verdad es que no.

– ¿Un «bolsillos llenos»?

Chen volvió a sonreír. Ella no habría creído que era policía y que había venido solo para intentar acabar un trabajo de literatura. No tenía ningún sentido revelar su identidad.

Pero ¿quién era ella? ¿Qué hacía una mujer atractiva sola en una lujoso complejo de vacaciones? Chen se contuvo al percatarse de que estaba pensando como un investigador. Era una turista sin nombre que estaba de vacaciones; él no tenía ninguna obligación de entrometerse en las vidas de los demás.

– ¿Qué está leyendo? -preguntó ella.

– Un clásico confuciano -respondió Chen.

– Es interesante -observó la mujer, echando un vistazo a las muchachas que nadaban en la piscina-. Leer a Confucio junto a una piscina.

Chen captó la sutil ironía del comentario. Confucio tenía razón al afirmar lo siguiente: «Nunca he visto a nadie al que los estudios le gusten tanto como las beldades».

Ella también empezó a leer su libro. Su cabello parecía negro como el azabache bajo la luz del sol, y los ojos le brillaban con «olas otoñales», posiblemente una expresión sacada de esas historias de amor. Chen la notó cerca, y se fijó en su axila sin depilar cuando la joven estiró un brazo detrás de la cabeza. Llevaba una esclava hecha con hilo de seda roja que acentuaba su bien torneado tobillo. Chen recordó algunos versos sobre las divagaciones de un hombre ante la visión de las piernas de una mujer, blancas y desnudas pero recubiertas de una leve pelusilla negra visible a la luz del sol.

El inspector jefe se reprendió a sí mismo y comenzó a cuestionarse la necesidad de esas vacaciones. La aterradora experiencia que había tenido en su casa se debió a un exceso de café. Tal vez se dejó llevar por el pánico. Ahora sentía que volvía a ser el de siempre. Entonces, ¿por qué continuar sus vacaciones? Un asesino en serie andaba suelto por Shanghai, pero él estaba leyendo junto a la piscina, en un complejo de vacaciones a cientos de kilómetros de distancia, pensando en imágenes poéticas de carácter romántico.

Al menos debería escribir unas cuantas páginas más de su trabajo de literatura, así que abrió su cuaderno y empezó a anotar algunas frases para la conclusión.

En la sociedad china tradicional, la institución de los matrimonios concertados conllevaba hostilidad hacia el amor romántico. Sin embargo, ¿cómo pudieron surgir todas esas historias de amor? Aunque Chen sólo había analizado tres, había muchas más. La publicación y la difusión de estos relatos contrarios a la norma social de los matrimonios concertados, debería haber sido imposible…

Lo interrumpió un camarero que, tras reconocerlo como el «distinguido huésped» de la sala del banquete, se acercó con una botella de vino en una cubitera.

Quizá forme parte del servicio habitual en el complejo, pensó Chen.

– Lo siento, no llevo encima el vale.

– No se preocupe, señor -respondió el camarero, depositando la cubitera sobre una mesita junto a su silla reclinable-. Invita la casa.

Chen le indicó por señas que sirviera primero una copa a la mujer sentada en la silla de al lado.

– «Un forastero solitario, muy lejos de su hogar» -dijo Chen, citando un verso de un poema de la dinastía Tang.

– Bueno, mi media naranja se ha ido a una reunión de negocios -respondió ella inclinándose hacia Chen por encima de la mesita, lo que acentuaba la turgencia de sus pechos-. Así que me ha dejado aquí sola.

La marea siempre cumple

su palabra de que volverá.

De haberlo sabido,

me habría casado con un joven que surcara la marea.

Era una cita de otro poema de la dinastía Tang, la primera mitad del cual rezaba así:

¡Cuántas veces

me ha decepcionado

este mercader de Qutang tan ocupado

desde que me casé con él!

Una cita sorprendentemente inteligente que revelaba su capacidad de burlarse de sí misma al insinuar que su marido era un hombre ocupado e insensible, y que ella se sentía muy sola aquí.

– Pero un hombre joven que surcara la marea no podría permitirse traerla a un lujoso complejo de vacaciones.

– Eso es muy cierto, y muy triste. Me llamo Sansan. Doy clases de estudios sobre la mujer en la facultad de Magisterio de Shanghai.

– Yo me llamo Chen Cao. Soy estudiante a tiempo parcial en la Universidad de Shanghai.

– Me gusta viajar, por eso me considero afortunada de tener un marido capaz de pagar estas vacaciones. Por cierto, ¿de verdad está interesado en hacer carrera en el mundo académico?

– Bueno, lo cierto es que no lo sé -respondió Chen-. Usted acaba de citar un verso sobre la posición social de una mujer en la dinastía Tang. En aquella época, puede que esa mujer no tuviera la capacidad de elegir. ¿Cree que el problema se debía a su matrimonio concertado?

– ¿A un matrimonio concertado? No, creo que es una explicación demasiado simplista. El matrimonio de mis padres fue concertado. Un matrimonio muy feliz, por lo que yo sé -explicó Sansan, sirviéndose otra copa de vino-. Pero piense en la cantidad de divorcios que hay hoy en día entre parejas jóvenes que se han jurado amor eterno junto a mares y montañas.

– ¡Menuda afirmación viniendo de una profesora de estudios sobre la mujer! -exclamó Chen-. Los clásicos confucianos no mencionan otro tipo de matrimonio que no sea el concertado, por eso me pregunto cómo pudo vivir el pueblo chino durante dos mil años sin hablar del amor romántico.

– Bueno, todo depende de la interpretación que le dé. Si se la cree, me refiero a la interpretación de que los padres comprenden a los jóvenes y siempre defienden sus intereses, entonces vivirá de acuerdo con esta creencia. Lo mismo sucede en la actualidad: si cree que una base material es esencial para cualquier superestructura, en la que el amor romántico es como un jarrón decorativo sobre la repisa de la chimenea, entonces no le sorprenderán los anuncios clasificados de todas esas mujeres que buscan millonarios en nuestros periódicos.

– Este es sin duda un tipo de socialismo muy chino.

– Y que lo diga. ¿Cree que el amor es algo que siempre ha existido, desde tiempos inmemoriales? -preguntó Sansan con cinismo-. Según la obra de Denis de RougemontEl amor y Occidente, el amor romántico no existió hasta que lo inventaron los trovadores franceses.

Chen sintió un escalofrío al notar el perfume de su cabello. Durante los últimos años, mientras se ocupaba de un caso tras otro, no había tenido demasiado tiempo para leer, mientras que ella, como muchos otros, había leído libros de los que Chen ni siquiera había oído hablar. «Siete años en lo alto de las montañas, miles de años abajo en el mundo.» Quizás era demasiado tarde para ponerse a soñar con otra profesión.

– ¿Así que está leyendo clásicos confucianos para un trabajo sobre el matrimonio concertado? -preguntó Sansan.