Chen sacó el ejemplar deMañana Oriental que había comprado en la terminal de autobuses. En el periódico aparecía una fotografía de Hong tomada en el cementerio, entre las tumbas en ruinas. Hong yacía con las piernas y los brazos extendidos y llevaba un vestido mandarín rojo desgarrado. Bajo la fotografía habían incluido el siguiente pareado:
Apareció con un vestido mandarín rojo,
como pétalos sobre una rama negra y mojada.
Parecía una parodia de un poema imaginista, pero ¿era la poesía relevante en un momento en el que varias jóvenes inocentes estaban muriendo, una tras otra?
El coche logró salir finalmente del atasco y llegó hasta la fachada art déco restaurada del club Puerta de la Alegría.
Puede que los clientes habituales aún no hubieran empezado a llegar. Sólo había dos o tres personas frente al edificio, sacando fotografías. Posiblemente periodistas, o policías de paisano. Chen entró con la cabeza gacha. El hombre de mediana edad sentado tras el mostrador de recepción ni siquiera lo miró.
Sus compañeros ya habrían peinado el local, por lo que no esperaba encontrar nada nuevo. Sin embargo quería entrar, como si así pudiera establecer un vínculo entre los vivos y los muertos.
Al subir por las escaleras de mármol vio carteles de estrellas de cine de los años treinta en las paredes. Todas habían bailado aquí, dejando a su paso historias o fotografías que perduraban en el tiempo.
En una sala de la segunda planta Chen creyó ver un rostro que le resultaba familiar. Entonces giró hacia la derecha y subió hasta un balconcito que tenía detrás una oscura recámara. Permaneció allí varios minutos contemplando la sala de baile, ahora vacía, donde Hong había bailado como una nube radiante. Chen susurró su nombre.
Varios empleados colocaban mesas y sillas para la sesión de noche. El negocio seguiría adelante, como era habitual. Chen decidió marcharse.
Cuando salía del club vio, no demasiado lejos, un magnífico templo budista con baldosas vidriadas y aleros inclinados que resplandecían bajo el sol. Era el monasterio Jin'an, al parecer construido cientos de años atrás y reformado recientemente. En su infancia, sus padres solían ir con él al monasterio para participar en servicios religiosos ancestrales. A veces alquilaban una habitación dividida por una mampara, traían una variedad de alimentos especiales a modo de ofrenda y contrataban a los monjes para que salmodiaran los escritos sagrados budistas.
Obedeciendo a un impulso, Chen compró un tíquet y entró en el templo que no había visitado en tantos años.
El patio delantero apenas había cambiado, aunque lo habían adoquinado de nuevo. Chen recorrió el templo como si fuera un peregrino, poniendo en orden sus fragmentados recuerdos de la infancia: la habitación minúscula con resplandecientes instrumentos religiosos, los monjes con sus amplias mangas flotantes, la comida vegetariana que imitaba diversos pescados y carnes, la huida de los fantasmas imaginados por los pasillos, la salmodia de los escritos sagrados que sonaba como el zumbido de los mosquitos en una noche de verano…
Chen volvió a sentirse un poco aturdido, como si caminara a tientas por un pasillo largo y oscuro esperando encontrar algo en el otro extremo, sin saber exactamente qué. No tardó en ver una hilera de habitaciones a lo largo de la pared del ala oeste. En las pequeñas celdas había gente sentada o postrada junto a sus ofrendas tradicionales, colocadas entre velas encendidas. Entonces entró un grupo de monjes en fila, golpeando instrumentos de madera con forma de pez y llevando a cabo ritos religiosos contra la vanidad de este mundo trivial. Sin embargo, todo parecido con sus recuerdos infantiles acababa aquí.
Un monje joven se dirigió hacia él con paso firme. El monje, que llevaba unas gafas de montura dorada y sostenía un teléfono móvil, saludó a Chen con mirada expectante tras sus gafas fotocromáticas.
– Bienvenido al templo, señor. Puede donar cuanto le plazca, y su nombre perdurará aquí para siempre. Guardamos todas las ofrendas en el registro del ordenador. Eche una mirada al panel.
Chen vio un panel con una imagen impresionante de un gran buda de oro. El buda alargaba la mano, como si instara a los creyentes a hacer donativos. Por mil yuanes, el nombre del donante aparecería grabado como benefactor en una placa de mármol, y por cien, su nombre se guardaría en el registro electrónico. Junto al panel había un despacho con la puerta entreabierta, a través de la que se podían ver los ordenadores que garantizaban la gestión eficaz de los donativos para la imagen del Buda de oro.
Sacando un billete de cien yuanes, Chen lo introdujo en la caja de donativos sin firmar en el registro.
– Ah, aquí tiene mi tarjeta. De ahora en adelante también puede enviar talones -sugirió el joven monje en tono agradable-. Mucha gente quema incienso en aquel quemador. La verdad es que funciona.
Chen cogió la tarjeta y se dirigió hacia el enorme quemador de incienso de bronce situado en el centro del patio del templo. Allí vio a gente que metía incienso y dinero de papel del más allá en el quemador.
Una anciana estaba echando una bolsa entera de dinero de papel del más allá, tras haber doblado cada pieza en forma de lingote de plata. Chen no había tenido tiempo de doblar el dinero, por lo que se limitó a echar su montón de papel de plata en el quemador. Lentamente, el papel de plata empezó a arder con una llama oscura, pero una bocanada de aire hizo que las cenizas se arremolinaran hacia lo alto como una figura danzante, antes de desaparecer.
– Una señal -murmuró la anciana con voz atemorizada, aludiendo a la creencia de que los espíritus se llevan el dinero en una ráfaga repentina de viento-. No tiene que preocuparse por la ropa que ella lleva en invierno.
¿Cómo podía saber la anciana que la ofrenda era para una mujer? Hizo la ofrenda pensando en Hong, vestida con aquel qipao de seda roja.
Chen no creía en el más allá. Como muchos chinos, se sentía levemente reconfortado cuando cumplía con algunas convenciones religiosas. En alguna parte, de algún modo, era posible que existiera algo que escapara al conocimiento humano. Confucio dice: «Un caballero no habla de los espíritus». Según el sabio, los caballeros tienen tantas cosas que hacer en este mundo que carece de sentido preocuparse por el más allá, del que nada se sabe con certeza. Aun así, Chen no creía que tuviera nada de malo encender una vela, sostener incienso o quemar algo de dinero del más allá. Quizá podría conducir a una especie de comunicación con los muertos.
Chen compró un puñado de varas largas de incienso y las encendió, como hacían los demás. Rezó para que Buda lo guiara en su persecución del asesino, y así Hong podría descansar en paz.
Como si no bastara con sus rezos, Chen hizo una promesa, sosteniendo las varas de incienso: si conseguía capturar al criminal, sería policía toda su vida, y olvidaría todos los planes y ambiciones que albergaba. Un policía concienzudo y satisfecho con su trabajo.
Después se dirigió a la parte trasera del templo, desde donde subió un tramo de escaleras de piedra hasta llegar a un patio elevado. Apoyándose en la barandilla de piedra blanca, intentó pensar mientras observaba el contraste entre los antiquísimos aleros del templo y los rascacielos posmodernos.
Entonces se dio cuenta de que otro monje se dirigía con sigilo hacia él. Era un anciano con el rostro curtido y la frente surcada de arrugas que llevaba una larga sarta de cuentas negras en las manos.
– Parece preocupado, señor.
– Sí, maestro -respondió Chen, esperando que el monje no quisiera pedirle otro donativo-. Soy un hombre normal y corriente, perdido en el mundo trivial del polvo rojo. Soporto la carga de mis preocupaciones como un caracol que arrastra su caparazón.
– Le parece que el caracol arrastra su caparazón porque usted quiere verlo así. Es sólo una apariencia.