– Sí, la recuerdo. La prohibieron a principios de los sesenta. Entonces yo aún era un alumno de la escuela elemental, y tenía una fotografía de aquella bella heroína escondida en mi cajón.
– La fotografía creó polémica por la supuesta elegancia burguesa de la heroína -explicó Xiong-. Lo mismo sucedió con la fotografía de la mujer vestida con el qipao.
– ¿Podría decirme algo más acerca de esa foto? -preguntó Chen-. ¿Se trata de un qipao rojo?
– Es la fotografía de una mujer hermosa vestida con un qipao elegante, junto a su hijo, un Joven Pionero que lleva un pañuelo rojo. El niño le tira de la mano y señala hacia el horizonte lejano. La fotografía se titula «Madre, vayamos allí». El fondo parece un jardín particular. Es una fotografía en blanco y negro, por lo que no estoy seguro del color del vestido, pero es muy elegante.
– ¿Cómo pudo causar controversia una foto así? -preguntó Chen-. No es una película, no tiene ninguna trama.
– Permítame que le haga una pregunta, inspector jefe Chen. ¿Cuál era el prototipo ideológico para las mujeres en la época de Mao? Chicas de hierro, masculinas, militantes, vestidas con los mismos trajes Mao que los hombres. Estos trajes, holgados como sacos, no permitían adivinar las formas femeninas, ni reflejaban ningún tipo de sensualidad o de pasión romántica. Por tanto, el ambiente político no era el más propicio para el mensaje implícito de la fotografía, particularmente cuando fue nominada para un premio nacional.
– ¿Qué mensaje implícito?
– Para empezar, representaba a la madre ideal como una mujer femenina, elegante y burguesa. Además, el fondo del jardín también era muy sugerente.
– ¿Podría describir la foto con más detalle?
– Lo siento, es todo lo que recuerdo. No la tengo delante. Pero la puede encontrar fácilmente. Se publicó en 1963 o 1964 en la revistaFotografía de China. Era la única revista de fotografía en aquella época.
– Gracias, Xiong. Su información podría ser muy relevante para nuestra investigación.
Tras despedirse de Xiong, Chen decidió ir a la biblioteca, que no se encontraba demasiado lejos de allí.
En la biblioteca, con la ayuda de Susu, encontró un ejemplar de aquel número en concreto deFotografía de China en sólo diez minutos. Normalmente llevaba horas encontrar una revista publicada en los años sesenta.
Era una fotografía en blanco y negro, tal y como la había descrito Xiong. La mujer que llevaba el vestido mandarín en la foto era toda una belleza. Chen no podía saber el color exacto del vestido, pero no parecía de color claro.
La mujer estaba de pie en un jardín, descalza, frente a un minúsculo arroyo serpenteante donde tal vez acabara de mojarse los pies. El niño que le daba la mano tendría unos siete u ocho años, y llevaba el pañuelo rojo de un Joven Pionero. En la fotografía no salía nadie más.
Chen le pidió prestada una lupa a Susu y estudió cuidadosamente el vestido mandarín.
Parecía un diseño idéntico a los que llevaban las víctimas de los asesinatos: mangas cortas y aberturas bajas, con un aspecto convencional. Incluso los botones de tela en forma de peces invertidos parecían iguales.
Si había alguna diferencia, ésta radicaba en que la mujer llevaba el vestido con elegancia, abotonado de forma recatada. Iba descalza, pero el hecho de que estuviera de pie al fondo del jardín, en compañía de su hijo, indicaba que se trataba de una joven madre feliz.
El fotógrafo se llamaba Kong Jianjun. En el índice de la revista, Chen descubrió que Kong también era miembro de la Asociación de Artistas de Shanghai.
Una sílfide venía desde el extremo este de la calle Nanjing cuando Chen salió de la biblioteca con la revista en la mano. Estuvo a punto de pensar que había sido Hong -su alma, o lo que fuera- quien lo había guiado.
El inspector jefe Chen llamó por teléfono a la Asociación de Artistas de Shanghai.
– Kong Jianjun falleció hace unos cuantos años -le explicó una joven secretaria desde la oficina-. La expusieron públicamente a la crítica de las masas durante la Revolución Cultural, según tengo entendido.
– ¿Tiene la dirección de su domicilio particular?
– La que conservamos en nuestro registro es antigua. No tenía hijos, y sólo le ha sobrevivido su mujer. Tendrá unos setenta y pico años. Puedo enviarle el expediente por fax a su despacho.
– A mi casa. Estoy de va… Espere, envíelo a este número -indicó Chen, dándole el número de fax de la biblioteca.
– Muy bien. También podría hablar con el comité vecinal, si la mujer aún vive allí.
– Gracias, eso haré.
Chen volvió a la biblioteca para recoger el fax. Susu le entregó las páginas, además de una taza de café recién hecho y un pastel de crema de nueces.
– Es difícil deberle favores a una belleza -dijo Chen.
– Ya vuelve a citar a Daifu -respondió ella con una dulce sonrisa-. A ver si se le ocurre algo nuevo la próxima vez.
Lo que le vino a la memoria fue, inesperadamente, una escena de años atrás, en otra biblioteca, en otra ciudad…
Sólo la luna de primavera
permanece comprensiva, brillando aún
para un visitante solitario, que medita
sobre los pétalos caídos
en un jardín desierto.
El tiempo fluye como el agua. Chen se bebió el café de un trago. Era negro y amargo, quizá tendría que haberlo rechazado. Susu no sabía nada acerca de su reciente problema de salud.
El inspector jefe empezó a estudiar el expediente. Kong había trabajado como fotógrafo en Wangkai, uno de los célebres estudios estatales de Shanghai. También fue miembro de la Asociación de Artistas, y ganó varios premios. Murió poco después de la Revolución Cultural. Le había sobrevivido su esposa, que ahora vivía sola en el distrito de Yangpu. No se mencionaban las dificultades que aquella fotografía causó a Kong. Como otros «artistas burgueses», el fotógrafo fue objeto de una crítica de las masas durante la Revolución Cultural. Tampoco aludía a la fotografía premiada de la mujer vestida con el qipao.
Mientras se levantaba del escritorio, Chen tuvo que resistirse a la tentación de tomar otra taza de café.
22
Era casi la una y media cuando Chen llegó a la casa de Kong en la calle Jungong.
Al ver los buzones de madera descolorida al pie de la agrietada escalera de cemento, Chen supuso que sería uno de los «nuevos hogares para trabajadores» construidos en los años sesenta. Ahora el edificio tenía un aspecto viejo y descuidado, y estaba abarrotado de gente. Encontró el nombre de la viuda de Kong en uno de los buzones.
Chen subió por las escaleras y abrió una puerta de un empujón. Resultó ser una vivienda de tres dormitorios compartida por tres familias. Vio una cocina común atestada de hornillos, lo cual confirmó su hipótesis: la viuda debía de vivir en una habitación individual dentro de la vivienda.
Chen llamó a la puerta número 203. Una mujer de cabello blanco le abrió y lo miró a través de sus gafas de montura plateada.
– ¿Es usted la señora Kong?
– Todo el mundo me llama tía Kong aquí -dijo la anciana, invitándolo a entrar.
Vestía chaqueta y pantalones de algodón guateado y calzaba un par de zapatillas de color rojo escarlata con jazmines bordados. La habitación era tan pequeña como un pedazo de tofu, y estaba atiborrada de todo tipo de objetos de dudosa utilidad. Una única silla, de tres patas, se apoyaba contra la pared. A los pies de la escalera había un anticuado recipiente de paja para conservar caliente el arroz, que quizá le servía de escabel. En la habitación hacía frío, pese a que la ventana estaba sellada con papel.
– Puede sentarse en la silla -ofreció la anciana.
– Gracias -respondió Chen, sentándose con cuidado en el borde de la silla-. Siento molestarla, tía Kong.