Chen le explicó el propósito de su visita, tras sacar su tarjeta y la revista.
La mujer estudió la fotografía de la revista con expresión inescrutable. Durante dos o tres minutos no dijo ni una palabra.
Mientras esperaba, Chen comenzó a percibir el olor que invadía la habitación. Se fijó en una pequeña lata que hervía sobre el fogón de gas colocado en un rincón. Posiblemente la comida del gato. La mayoría de habitantes de Shanghai tenían gatos para cazar ratas, como en la conocida frase del camarada Deng Xiaoping: «No importa que el gato sea negro o blanco; siempre que cace ratas, será un buen gato». Si bien los habitantes más jóvenes y modernos de Shanghai habían empezado a introducir el concepto de «mascota» en la ciudad, en un edificio tan viejo como éste un gato todavía servía, por encima de todo, para cazar ratas. La lata de arroz sobrante hervido con espinas de pescado era quizá la única comida para gato que la tía Kong podía permitirse, pero cocinar en la habitación podía ser peligroso para una anciana que vivía sola. La bombona de propano estaba colocada junto a una minúscula mesa de madera, sobre la que reposaba una palangana de plástico que contenía tazas y cuencos enmohecidos.
– Sí, es una fotografía que sacó mi marido. En los sesenta -dijo la tía Kong con voz algo trémula-, pero falleció hace muchísimo tiempo. ¿Cómo iba a acordarme yo de nada?
– Le concedieron un premio nacional por esta fotografía. Debió de habérselo mencionado. Intente recordar, tía Kong. Cualquier cosa que se le ocurra puede ser importante para nuestro trabajo.
– ¡Un premio nacional! Sólo le trajo mala suerte. Esta foto fue como una maldición.
– Una maldición -repitió Chen. Una palabra sin duda extraña. Y sin embargo, se repetía una y otra vez en la investigación. La anciana debía de recordar algo sobre la foto. Algo siniestro-. Por favor, dígame a qué tipo de maldición se refiere.
– ¿Y quién quiere hablar de cosas relacionadas con la Revolución Cultural?
Chen comprendió que los recuerdos de aquellos años aún podían ser demasiado dolorosos. Y a la viuda tampoco le sería fácil abrirse ante un desconocido. No obstante, él estaba más que dispuesto a ser paciente.
– ¿Se refiere a que las personas relacionadas con la foto fueron víctimas de una maldición, tía Kong?
– Criticaron mucho a mi marido por esta foto, por el delito de «defender el estilo de vida burgués». Ahora, después de tantos años, le pido por favor que lo deje descansar en paz.
– Es una fotografía magnífica -siguió diciendo Chen con tono imperturbable mientras sacaba otra tarjeta, la de la Asociación de Escritores Chinos-. Soy poeta. En mi opinión, es una obra maestra. Un poema fotográfico.
«Un poema fotográfico» había sido el mayor elogio posible en la crítica tradicional china, pero Chen creyó ser sincero al usar el cliché.
– Puede que lo sea, o puede que no. Pero ¿qué más da? Míreme. Me han dejado aquí sola, como si fuera un trapo sucio y gastado. -La tía Kong señaló la bombona de propano- Ni siquiera puedo usar la cocina comunitaria. Todo el mundo se mete conmigo. Hábleles de esta supuesta obra maestra. ¿De qué me va a servir?
La anciana se levantó, se dirigió hacia el hornillo arrastrando los pies y comenzó a remover la comida que hervía en la lata con un palillo de los que se utilizan para comer. De repente, se volvió hacia el recipiente de paja, canturreando como si no hubiera nadie más en la habitación.
– Negrito. La comida está lista.
La tapa del recipiente de paja se levantó, y de debajo salió un gato. El animal empezó a restregar la cabeza contra la pierna de la anciana.
Chen se levantó para irse, muy a su pesar. La señora Kong no le pidió que se quedara.
Mientras abría la puerta, Chen echó una última mirada a la cocina. Había dos mesas destartaladas, cubiertas de verduras sin preparar, sobras, tofu fermentado y palillos y cucharas sin lavar.
Al salir del edificio, Chen vio el letrero de madera del comité vecinal al otro lado del callejón y se dirigió con paso firme hasta el despacho. Era casi un acto reflejo para un policía.
Chen mostró su tarjeta al entrar en el despacho. Para su sorpresa, la tarjeta no impresionó al presidente del comité, un hombre demacrado de cabello gris apellidado Fei. Chen le habló de la tía Kong, recalcando que su marido había sido un artista galardonado, e instó al comité a ayudarla a mejorar sus condiciones de vida.
– ¿La tía Kong es pariente suya? -preguntó Fei con sequedad, pasándose la mano por el pelo. Chen se fijó en que tenía los dedos quemados por el frío.
– No. La he conocido hoy, pero creo que debería tener acceso a la cocina comunitaria.
– Permítame que le diga una cosa, camarada inspector jefe Chen. Las peleas entre vecinos por el uso de la zona común son difíciles de resolver. Por lo que yo sé, el hombre que ocupaba la habitación que ahora ocupa la tía Kong no disponía de espacio en la cocina común. Era un cuadro del Partido que prácticamente trabajaba y vivía en su fábrica. Además, los vecinos de la tía Kong aún usan cocinas con briquetas de carbón. Sería peligroso para ella tener la bombona de propano en la misma habitación.
– Está bien -dijo Chen después de reflexionar unos segundos-. ¿Puedo usar su teléfono?
Chen llamó al jefe de la comisaría del distrito, que era a su vez jefe de seguridad del comité vecinal. Después de pedir que le pusieran con el director, Chen le pasó el teléfono a Fei, quien escuchó con expresión sorprendida.
– Ahora lo recuerdo, inspector jefe Chen -dijo Fei con otro tono de voz-. Tendrá que disculpar a un hombre de mi edad. Como dice el refrán, a un viejo los ojos sólo le sirven para no reconocer la montaña Tai. Claro, lo he visto por la tele, y también he oído hablar de usted.
– Tal vez usted haya oído alguno de los rumores que circulan sobre mí -repuso Chen-. Según dicen, siempre devuelvo los favores.
– No tiene que devolverme ningún favor, inspector jefe Chen. Es difícil mediar en las disputas de los vecinos, aunque deberíamos esforzarnos al máximo. En eso tiene razón. Vayamos a la habitación de la tía Kong.
Chen no se molestó en preguntar qué le había dicho el director a Fei. Los dos volvieron juntos al edificio de la viuda.
Todos los vecinos de la vivienda salieron de sus habitaciones al ver que Fei y Chen se detenían en el estrecho pasillo. Fei anunció que el comité vecinal y la comisaría del distrito habían acordado de forma conjunta habilitar un pequeño espacio en la cocina común para la tía Kong. No tenía por qué ser muy grande, bastaría con que cupiera una bombona de gas propano. Por razones de seguridad, el comité levantaría un tabique entre la bombona y las cocinas de carbón. No hubo ni una sola protesta.
Tras anunciar esta decisión, Chen se disponía a marcharse cuando la tía Kong se le acercó con sigilo.
– ¿Camarada inspector jefe Chen? -preguntó la anciana.
– ¿Sí, tía Kong?
– ¿Podemos hablar un momento?
– Por supuesto. -Chen se dirigió a Fei y agregó-: Márchese, yo me quedaré un rato más. Gracias por su gran ayuda.
– Así que es usted alguien importante -repuso ella, cerrando la puerta tras entrar ambos en la habitación-. Llevo más de diez años cocinando en esta habitación, y usted me ha solucionado el problema en media hora.
– No tiene importancia. Soy un gran admirador del trabajo del señor Kong -afirmó Chen-. El despacho de la comisión vecinal está al otro lado del callejón, así que entré un momento y les conté sus problemas.
– Supongo que quiso granjearse mi agradecimiento -dijo ella-, y la verdad es que le estoy agradecida. No caen bollos blancos desde el cielo azul, ya lo sé.
El gato negro entró de nuevo. La tía Kong lo cogió y se lo puso en el regazo, pero el gato bajó de un salto y salió corriendo hasta el alféizar de la ventana, donde se ovilló contra el cristal.