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Su visita al instituto no empezó con buen pie.

El camarada Zhao Qiguang, actual secretario del Partido en el instituto, aunque se mostró respetuoso con Chen no fue de gran ayuda. Zhao tuvo que buscar los datos en el registro antes de poder decirle algo sobre Mei. Según Zhao, tanto Mei como su marido Ming habían trabajado en el instituto. Ming se suicidó durante la Revolución Cultural, y su esposa murió en un accidente. Zhao desconocía la existencia de la fotografía.

– Llegué al instituto hará unos cinco o seis años -dijo Zhao a modo de explicación-. La gente no tiene demasiadas ganas de hablar sobre la Revolución Cultural.

– Sí, el Gobierno quiere que el pueblo mire hacia delante, no hacia atrás.

– Debería intentar hablar con algunos de los empleados más antiguos. Puede que sepan algo, o puede que conozcan a alguien que lo sepa -sugirió Zhao, mientras garabateaba varios nombres en un trozo de papel-. Buena suerte.

Sin embargo, los empleados que conocieron a Mei o se habían jubilado o habían muerto. Después de dar unas cuantas vueltas por el instituto, Chen localizó al profesor Liu Zhengquan del Departamento de Instrumentos.

– ¡Ésa es Mei! -exclamó Liu, examinando la fotografía-. Pero nunca había visto esta foto.

– ¿Me podría decir algo sobre ella?

– La flor del instituto, caída demasiado pronto.

– ¿Cómo murió?

– La verdad es que no lo recuerdo. Tendría treinta y tantos años entonces, y su hijo unos diez. ¡Qué tragedia!

– ¿Qué le pasó a su hijo?

– No lo sé -respondió Lu-. No estábamos en el mismo departamento. Tendría que hablar con otra persona.

– ¿Podría decirme a quién puedo preguntárselo?

– Bueno, podría hablar con Xiang Zilong. Ahora está jubilado y vive en el distrito de Minghang. Ésta es su dirección. Creo que aún lleva una foto de Mei en la cartera.

Era una indirecta sobre la admiración que Xiang había sentido por Mei. Xiang era un romántico que aún llevaba una foto suya al cabo de tantos años.

Chen le dio las gracias a Liu, miró el reloj y salió de inmediato en dirección a Minghang. No había tiempo que perder.

El distrito de Minghang, zona industrial en el pasado, estaba a una distancia considerable del centro de la ciudad. Afortunadamente, el metro paraba ahora allí. Chen tomó un taxi para llegar lo antes posible al metro, y después de veinte minutos salió de la estación y tomó otro.

Shanghai se había expandido rápidamente. En Minghang también habían construido numerosos edificios de viviendas nuevas que relucían bajo el sol de la tarde. El taxista tardó bastante en encontrar el edificio de Xiang.

Chen subió las escaleras de cemento y llamó a una puerta de imitación de roble en la segunda planta. Alguien abrió con cautela. Chen entregó su tarjeta a un hombre alto y demacrado con el rostro surcado de arrugas, que llevaba un albornoz de algodón guateado y zapatillas de fieltro. El hombre examinó la tarjeta con sorpresa.

– Sí, soy Xiang. ¿Así que usted es miembro de la Asociación de Escritores Chinos?

Chen le había entregado su tarjeta de la Asociación de Escritores Chinos, un lapsus inexplicable.

– Vaya, me he confundido de tarjeta. Soy Chen Cao, del Departamento de Policía de Shanghai, y también soy miembro de la asociación.

– Creo que he oído hablar de usted, inspector jefe Chen -dijo Xiang-. No sé qué viento le ha traído hoy hasta aquí, pero entre, como poeta o como policía.

Xiang sacó un termo con té y le sirvió a Chen una taza; después añadió un poco de agua en la suya. Chen observó que el anciano cojeaba un poco al andar.

– ¿Se ha torcido el tobillo, profesor Xiang?

– No. Parálisis infantil a los tres años.

– Siento haberme presentado sin avisar. Se trata de un caso importante. Tengo que hacerle algunas preguntas -explicó Chen, sentándose en una silla plegable de plástico junto a un escritorio extraordinariamente largo, al parecer hecho a medida. El escritorio era el mueble principal en un salón lleno de estanterías-. Preguntas sobre Mei. ¿Fue colega suya?

– ¿Preguntas sobre Mei? Sí, fue colega mía, pero hace muchísimos años de eso. ¿Por qué?

– El caso no tenía, ni tiene, que ver con ella, pero la información sobre Mei podría arrojar algo de luz sobre nuestra investigación. Todo lo que diga será confidencial, por supuesto.

– No va a escribir sobre ella, ¿verdad?

– ¿Por qué lo pregunta?

– Hará un par de años, un hombre se puso en contacto conmigo para pedirme información sobre ella. Me negué a decirle nada.

– ¿Quién era? -preguntó Chen-. ¿Recuerda su nombre?

– He olvidado su nombre, pero no creo que me enseñara su carné de identidad. Dijo que era escritor. Cualquiera podría haber afirmado serlo.

– ¿Puede darme una descripción detallada de aquel hombre?

– Entre treinta y treinta y cinco años. Educado, pero bastante esquivo al hablar. Es todo lo que recuerdo. -Xiang bebió un sorbo de té-. Ahora que la nostalgia colectiva se ha apoderado de esta ciudad, están teniendo mucho éxito todas esas historias sobre familias que fueron ilustres, comoLa desventurada beldad de Shanghai. ¿Por qué habría de permitir que cualquiera explote su recuerdo?

– Hizo bien, profesor Xiang. Sería horrible que un supuesto escritor se aprovechara del sufrimiento de Mei.

– No, nadie puede volver a arrastrar su recuerdo por el fango de la humillación.

Chen percibió un ligero temblor en la voz de Xiang. Dada su admiración por Mei, esta reacción no resultaba demasiado sorprendente. Pero la frase «el fango de la humillación» indicaba que sabía algo más.

– Le doy mi palabra, profesor Xiang. No he venido en busca de ninguna historia.

– Ha mencionado un caso… -Xiang parecía indeciso.

– En este momento, no puedo darle detalles. Bastará con que le diga que varias personas han muerto, y que más van a morir si no detenemos al asesino. -Chen sacó la revista y las otras fotografías-. Puede que haya visto esta revista.

– Sí, y también las otras fotografías -dijo Xiang, mientras empezaba a examinarlas. Pálido y con el semblante muy serio, se levantó, se dirigió a una de las estanterías y cogió un ejemplar deFotografía de China-. La he guardado todos estos años.

De la revista sobresalía un punto de libro con una borla roja, que señalaba la página de la fotografía. Era un punto de libro nuevo con una imagen de la Perla Oriental, un famoso rascacielos construido al este del río en la década de los noventa.

– Hace muchísimo tiempo de todo esto -afirmó Chen-. Tiene que haber alguna historia detrás.

– Sí, una larga historia. ¿Qué edad tenía usted cuando comenzó la Revolución Cultural?

– Todavía estaba en la escuela elemental.

– Entonces tiene que saber algo del contexto histórico.

– Por supuesto. Pero, por favor, cuéntemelo todo desde el principio, profesor Xiang.

– En mi opinión, las cosas empezaron a cambiar a principios de los sesenta. Me acababan de enviar al Instituto de Música, donde Mei ya llevaba trabajando unos dos años. Con su belleza y talento, allí era la reina. No me malinterprete, inspector jefe Chen. Yo la veía como una fuente de inspiración más que otra cosa. Me sentía frustrado por no poder ensayar los clásicos; nada estaba permitido, salvo dos o tres canciones revolucionarias. De no ser por su presencia, que iluminaba la sala de ensayos de un extremo a otro, yo habría dimitido.

– Como ha mencionado -señaló Chen-, Mei era la reina. Debió de haber muchas personas que la admiraban y que querían acercarse a ella. ¿Qué me puede contar de eso?

– ¿A qué se refiere? -preguntó Xiang, lanzándole una mirada desafiante.

– Tengo que hacerle preguntas de todo tipo para la investigación. No estoy faltándole al respeto a Mei, profesor Xiang.