– No, pero puedo enterarme -respondió Xiang-. ¿Va a investigarlo?
– ¿Le llamó la atención algo más sobre él?
– Sí, me fijé en otra cosa. Normalmente, la Escuadra de Mao que enviaban a una escuela estaba integrada por obreros de una misma fábrica, pero, en nuestra escuela, el jefe de la escuadra, el camarada Actividades Revolucionarias, venía de una fábrica distinta.
– Sí, parece raro -admitió Chen, sacando un cuadernito-. ¿En qué fábrica trabajaba?
– En la fábrica de acero Número Tres de Shanghai.
– ¿Qué edad tenía él entonces?
– Treinta y muchos, o cuarenta y pocos.
– Lo investigaré -dijo Chen. De todos modos, fuera lo que fuese lo que hubiera hecho aquel miembro de la Escuadra de Mao, ahora tendría unos sesenta años, y, según Yu, el sospechoso que aparecía en la cinta del club Puerta de la Alegría tendría probablemente unos treinta y tantos-. ¿Alguien hizo algo después de la muerte de Mei?
– Yo quedé destrozado. Pensé en mandar un ramo de flores a su tumba, era lo menos que podía hacer. Pero enviaron su cuerpo al crematorio, y aquella misma noche se deshicieron de las cenizas. No hubo ataúd, ni tampoco lápida. No hice nada por ella mientras vivía, ni tampoco después de su muerte. ¡Qué cobarde tan patético!
– No se torture así, profesor Xiang. Todo esto pasó durante la Revolución Cultural. Hace ya mucho tiempo.
– Hace ya mucho tiempo -repitió Xiang, sacando un disco de una funda nueva-. Musiqué un poema clásico chino en su memoria.
Chen examinó la funda, en la que aparecía un poema de Yan Jidao impreso al fondo. En primer plano se veía una figura difuminada que bailaba ataviada con un vaporoso vestido rojo.
Me despierto con resaca, levanto la vista
y veo la alta balconera
cerrada, con la cortina
corrida. La primavera pasada,
aún reciente el dolor de la separación,
permanecí un buen rato de pie, solo,
entre los pétalos que caían:
un par de gorriones revoloteaban
bajo la llovizna.
Aún recuerdo el momento en que
apareció la pequeña Ping por primera vez
vestida con sus ropas de seda bordadas
con dos corazones,
derramando su pasión
por las cuerdas de una pipa.
La luna brillante iluminaba su retorno
como una nube radiante.
– Mei lo habría agradecido… desde el más allá -sugirió Chen-, si es que el más allá existe.
– Se lo habría dedicado -afirmó Xiang con inesperado rubor-, pero nunca le he hablado de Mei a mi esposa.
– No se preocupe, todo lo que me ha contado será confidencial.
– Va a volver pronto -dijo Xiang, guardando de nuevo el disco en el estante-. No es que sea una mujer poco razonable, ¿sabe?
– Sólo una pregunta más, profesor Xiang. Ha mencionado al hijo de Mei. ¿Se supo algo más de él?
– No se descubrió nada sobre el eslogan contrarrevolucionario. Quedó huérfano y se fue a vivir con algún pariente. Me dijeron que después de la Revolución Cultural ingresó en la universidad.
– ¿Sabe en qué facultad?
– No, eso no lo sé. Han pasado ya algunos años desde la última vez que supe de él. Si es importante, podría hacer algunas llamadas.
– ¿No le importa? Se lo agradecería mucho.
– No tiene por qué agradecerme nada, inspector jefe Chen. Por fin un policía está haciendo algo por ella. Soy yo el que le está agradecido -dijo Xiang con sinceridad-. Aunque hay algo que quiero pedirle. Cuando acabe su investigación, ¿podría darme una copia de esas fotografías?
– Por supuesto, le enviaré las copias mañana mismo.
– «Diez años, diez años, / la nada / entre la vida y la muerte» -añadió Xiang, cambiando de tema-. Creo que podría averiguar más en el barrio de Mei.
– ¿Tiene su dirección?
– Es la famosa mansión antigua de la calle Hengshan. Cerca de la calle Baoqing. Cualquiera que viva en aquella zona podrá indicarle cómo encontrarla. La han convertido en un restaurante. Fui una vez y cogí una tarjeta -explicó Xiang, levantándose para alcanzar una caja de cartón-. Aquí está. La Antigua Mansión.
24
Chen llegó a la calle Hengshan pasadas las ocho.
Tuvo que recorrer la calle de un extremo a otro varias veces hasta encontrar el comité vecinal. Hacía frío. Debía encontrarlo, se dijo, combatiendo un repentino amago de mareo.
Tras haber establecido la identidad de la primera mujer vestida con un qipao rojo, Chen pensó en enfocar el caso desde una nueva perspectiva.
Pese a la respuesta negativa de Xiang, no se podía descartar la posibilidad de que Mei hubiera tenido otros admiradores, incluso durante la época comunista y puritana que le había descrito. Al fin y al cabo, tal vez el profesor jubilado no fuera un narrador del todo fiable.
El miembro de la Escuadra de Mao podía ser otra vía para la investigación. Quizás el camarada Actividades Revolucionarias se había unido a la escuadra con tal de acercarse a Mei, y eso lo convertía en un posible causante de la tragedia posterior.
Cualesquiera que fueran las posibles hipótesis, Chen tendría que conseguir más información sobre Mei a través del comité vecinal.
El despacho del comité vecinal resultó estar escondido en una sórdida calle lateral situada detrás de la calle Hengshan. La mayoría de casas de la calle eran idénticas: dos plantas de cemento descolorido, casi todas sin reformar, como hileras de cajas de cerillas. Un letrero de madera señalaba un mercado de verduras y hortalizas a la vuelta de la esquina. El despacho del comité oslaba cerrado, pero un vendedor ambulante de cigarrillos que esperaba agazapado cerca de allí le dio el nombre y la dirección de la presidenta del comité.
– Weng Shanghan. ¿Ve la ventana del segundo piso que da al mercado? -preguntó el vendedor, tiritando a causa del frío viento invernal mientras Chen le ofrecía un cigarrillo-. Ésa es su habitación.
Chen se dirigió al edificio y subió las escaleras hasta la segunda planta, donde se encontraba la habitación. Weng, una mujer baja y enérgica de cuarenta y tantos años, lo miró desde la puerta frunciendo mucho el ceño. Debió de confundirlo con algún vecino nuevo que buscaba ayuda. La presidenta del comité sostenía una bolsa de agua caliente en la mano y no llevaba zapatos: andaba por el suelo de cemento gris con los pies enfundados en medias de lana. Era una habitación multiuso, poco apropiada para recibir a visitantes inesperados.
Casualmente, Weng estaba ocupada doblando dinero del más allá a los pies de la cama. Su marido la ayudaba a alisar el papel de plata. Era una actividad supersticiosa, impropia de la presidenta de un comité vecinal. Pero Weng lo hacía para celebrar la noche de Dongzhi, cayó en la cuenta Chen. Él también había comprado dinero del más allá, aunque había quemado el suyo en el templo en honor de Hong. Quizás esto explicara la reticencia de Weng a recibir visitas.
– Siento molestarla a estas horas, camarada Weng -se excusó Chen, entregándole su tarjeta. A continuación le explicó el propósito de su visita, haciendo hincapié en que estaba investigando a la familia Ming.
– Me temo que no podré decirle demasiado -replicó Weng-. Cuando nos mudamos a este barrio, hará unos cinco años, los Ming ya no vivían aquí. En los últimos años ha habido muchos cambios de residentes, sobre todo en la calle Hengshan. Según la nueva normativa, las casas en propiedad se han devuelto a sus antiguos propietarios. Así que algunos volvieron a sus casas, y muchos otros tuvieron que marcharse.
– ¿Por qué no regresó la familia Ming?
– Existía un problema con la nueva normativa. ¿Qué pasaba con los residentes que estaban viviendo en las casas? Es cierto que algunos las habían ocupado de forma ilegal durante la Revolución Cultural, pero seguían necesitando un sitio donde vivir. Así que el Gobierno intentó comprarles los edificios a los antiguos propietarios. Éstos podían negarse, pero Ming, el hijo del antiguo propietario, aceptó. Ni siquiera volvió para echarle un vistazo a la casa. Más tarde la mansión fue reconvertida en restaurante, pero ésa es otra historia.