Выбрать главу

– ¿Te ha dado la propina? -Zhang se dirigió a la chica con el ceño fruncido.

– Sí, cien yuanes -respondió Jade Verde. Y añadió-: Sólo ha estado aquí dos o tres horas. Y tuve que irme con Oso Marrón bastante tiempo.

– ¿Lleva tarjeta? -preguntó Zhang.

– ¿Qué clase de tarjeta?

Chen no pensaba dársela, ni como policía ni como poeta.

– Tarjeta de crédito.

– No, no tengo.

Para sorpresa de Chen, Zhang echó un vistazo al dinero que había sobre la mesa, cogió dos billetes de veinte yuanes y se los devolvió a Chen.

– Es su primera vez -explicó Zhang-. Esos platillos corren por cuenta del club esta noche. Y también las bandejas de fruta. Necesita dinero para el taxi, jefe. Estamos en invierno y esta noche hace mucho frío.

Fue como una especie de anticlímax. Quizás era beneficioso para el negocio dejar que un cliente se marchara así. Sin embargo, no era momento de buscarle una explicación a su suerte.

– Muchísimas gracias, director Zhang.

– He visto a mucha gente -respondió Zhang-. Usted es diferente, lo sé. Si la colina no se mueve, el agua se mueve. Si el agua no se mueve, el hombre se mueve. ¿Quién sabe? Puede que volvamos a encontrarnos algún día.

Zhang lo acompañó hasta el ascensor. Se abrió la puerta y salió un cliente rezagado. Unas cuantas chicas se apresuraron a ofrecer sus servicios al nuevo invitado con un cascabeleo de risas. Chen vio a Jade Verde entre ellas, corriendo descalza.

Ella ni lo miró.

– Venga otra vez, jefe -dijo Zhang mientras se cerraba la puerta del ascensor-. Puede que le sea más fácil encontrar un taxi en el cruce de las calles Hengshan y Gaoan.

Al salir a la calle, Chen no paró ningún taxi.

Eran casi las cuatro. Pensó en un proverbio: «Lleno de alegría, la noche es corta». No estaba seguro de haberlo pasado bien en el club, pero el tiempo había transcurrido deprisa allí dentro.

La noche era fría, aunque ya tocaba a su fin. Las ideas tan estimulantes que se le habían ocurrido mientras estaba dentro del club parecían haberse enfriado un poco con el viento.

Algunos de los detalles del caso encajaban, otros no.

El encuentro en un par de horas con el policía de barrio jubilado sería decisivo.

Después, Chen investigaría el pasado del hijo de Mei, empezando por el documento de la venta de la Antigua Mansión, en el que el vendedor, como heredero de la casa, tuvo que firmar con su nombre, y quizá proporcionó más información.

Ya era jueves, no podía permitirse desperdiciar el día tomando el camino equivocado.

Sin embargo, por el momento, Chen vagaba sin rumbo fijo. Tenía que moverse o se moriría de frío. Casi todas las luces estaban apagadas, y la calle ofrecía un aspecto que no había visto antes. Se metió por una bocacalle, dobló otra esquina y, para su sorpresa, la Antigua Mansión volvió a aparecer frente a él. Le pareció oscura, desierta, desolada. Un ave nocturna surgió de la nada.

Chen pensó en el poema de Su Shi, «El pabellón de las golondrinas».

La noche avanzada, yo despierto,

no hay forma de reanudar mi paseo

por el viejo jardín:

un viajero cansado perdido en el fin del mundo,

mirando hacia su hogar, con el corazón partido.

El pabellón de las golondrinas está desierto.

¿Dónde está la belleza?

Sólo hay golondrinas encerradas en su interior sin ningún motivo.

No es más que un sueño,

en el pasado, o en el presente.

¿Quién se despertará de este sueño?

Sólo hay un círculo inacabable

de antiguas alegrías, y pesares recientes.

Algún día, alguien,

al ver la torre amarilla por la noche,

puede que suspire profundamente por mí.

Era un poema triste. El pabellón era conocido debido a Guan Panpan, brillante poetisa y cortesana de la dinastía Tang que vivía allí. Guan se enamoró de un poeta, y después de que éste muriera, se encerró y se negó a recibir visitantes o clientes durante el resto de su vida. Muchos años después, Su Shi, un poeta de la dinastía Song, visitó el pabellón y escribió el célebre poema.

Chen se imaginó a Mei de pie en el jardín posterior de la mansión, cogiendo de la mano a su hijito, tan bella como una nube radiante con su qipao rojo…

Tiritando de frío, Chen se dirigió al mercado. Se desprendieron varias hojas de los árboles bajo la luz cada vez más tenue de las estrellas. Las hojas caían contra el duro suelo con un ruido similar al de las tablillas de bambú usadas para la adivinación en un templo antiguo, oscuramente profético.

Aún no había nadie en el mercado. Cerca de la entrada, Chen se sorprendió al ver una larga hilera de cestos -de plástico, bambú, ratán, madera y paja- de múltiples formas y tamaños. Los cestos llegaban hasta un mostrador de hormigón, bajo un letrero que anunciaba «corvina rubia», un pescado muy popular en Shanghai. Evidentemente, esos cestos pertenecían a las amas de casa que no tardarían en llegar para ocupar sus puestos en la fila, pensando con mirada soñadora en la satisfacción de sus familias durante la comida.

Chen se preguntó si había visto esta escena antes, y encendió otro cigarrillo resguardándose del viento.

¡Pum!, ¡pum!, ¡pum! Se oyó un clamor repentino. Chen se sobresaltó al ver a un trabajador del turno de noche partiendo una enorme barra helada de pescado con un martillo gigantesco. Al ver que Chen se aproximaba, el trabajador se dio la vuelta. Llevaba un abrigo acolchado de algodón de estilo militar, con el cuello levantado de modo que le ocultaba la cabeza. Una imagen espectral a primera hora de la mañana.

Chen aún estaba mal de los nervios.

Al cabo de unos minutos entraron en el mercado varias mujeres de mediana edad, y se dirigieron a la fila para colocarse junto a los cestos y los ladrillos que señalaban sus puestos. El mercado empezaba a animarse.

Entonces sonó una campana, posiblemente para indicar que el mercado estaba abierto, y comenzaron a aparecer vendedores ambulantes por todas partes, todos a la vez. Algunos depositaron sus productos en el suelo, y otros se colocaron detrás de los puestos alquilados en el mercado de gestión estatal. Cada vez era más difícil distinguir entre socialistas y capitalistas.

Chen vio entrar en el mercado a un anciano que llevaba un brazalete rojo.

26

El anciano del brazalete rojo inspeccionaba verduras en un puesto, pescado en otro. Sin embargo, no llevaba ningún cesto. Debía de ser Fan.

No hacía mucho que Chen había presenciado una escena similar, la del Viejo Cazador patrullando por otro mercado. La función de Fan era distinta, sin embargo, ya que los «vendedores ambulantes particulares» proliferaban ahora en «el modelo socialista chino». En una época en que «todo el mundo ansiaba ganar dinero», estos vendedores ambulantes suponían un auténtico problema debido a sus prácticas comerciales engañosas e incontroladas. No se limitaban a meter hielo en el pescado o a inyectar agua en los pollos, sino que pintaban sus productos, vendían carne podrida o intentaban mercadear con setas venenosas. Así que la responsabilidad de Fan consistía principalmente en descubrir esos fraudes, que en ocasiones podían tener consecuencias mortales.

Chen se acercó al anciano mientras éste interrogaba a un vendedor ambulante de gambas.

– Usted debe de ser el tío Fan.

– Sí. ¿Quién es usted?

– ¿Podemos hablar a solas? -Chen le entregó su tarjeta-. Es importante.

– Claro -respondió Fan, volviéndose hacia el vendedor ambulante-. La próxima vez no te librarás tan fácilmente.

– Vayamos a tomarnos unas tazas de té allí -propuso Chen, señalando un pequeño restaurante situado tras el mostrador de las corvinas rubias-. Podríamos sentarnos y hablar un rato.

– No sirven té, pero les pediré que nos hagan una tetera -ofreció Fan-. Llámeme camarada Fan. Ya no se estila este tratamiento, pero me he acostumbrado a que me llamen así. Me recuerda a la época de la revolución socialista, cuando todos éramos iguales y trabajábamos para lograr el mismo objetivo.