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Podría tratarse de otro caso delicado, algo que no fuera conveniente comentar por teléfono. Pero, de ser así, tampoco podrían hablar en la biblioteca.

– Venga al Parque del Pueblo, Hong. Cerca de la entrada de la puerta número tres.

– Sí que disfruta de sus vacaciones. El Parque del Pueblo. ¡Menuda coincidencia!

– ¿Qué quiere decir?

– Han encontrado un segundo cadáver vestido con un qipao rojo a primera hora de esta mañana. Delante de las Vitrinas de los Periódicos, cerca de la puerta número uno del parque. -Y entonces añadió-: ¡Ah!, el subinspector Yu también colaborará en la investigación especial.

– ¡Asesinatos en serie!

Chen recordó haber visto antes a un grupo de gente allí, aunque no le había prestado demasiada atención. No era una escena inusual frente a las Vitrinas de los Periódicos.

– Por eso le llamo. Querían que me pusiera en contacto con usted porque, según ellos, el inspector jefe Chen no le diría que no a una chica.

La petición no podría haber llegado en un momento peor para su trabajo de literatura. De todos modos, Chen tendría que hacer algo. Era el primer caso de asesinatos en serie de la ciudad, y también del Departamento de Policía. Como mínimo, tendría que dar muestras de preocupación.

– Tráigame toda la información que haya recopilado, Hong. Le echaré un vistazo por la tarde.

– Voy hacia allá.

La caja permanecía intacta, y ahora el almuerzo estaba totalmente frío. Lo tiró a la papelera. Chen se levantó y se dirigió a la entrada, intentando imaginar la escena que había tenido lugar unas horas antes.

Las Vitrinas de los Periódicos estaban situadas en el cruce entre las calles Nanjing y Xizhuang, una zona donde no estaba permitido aparcar junto a la acera. Cualquier coche aparcado allí llamaría inmediatamente la atención, y la patrulla policial estaba de servicio durante toda la noche.

El asesino debía de haberlo planeado todo cuidadosamente, reflexionó Chen.

Ahí había muchísima gente, pero la zona de las Vitrinas de los Periódicos no estaba acordonada. Chen tampoco vio a ningún policía entre la multitud.

El inspector jefe se fijó en una joven que se dirigía hacia él vestida con un abrigo blanco, como una flor de peral bajo la luz matutina. Una metáfora inverosímil, porque el invierno acababa de empezar. No era Hong.

Algunos ancianos permanecían de pie frente a las Vitrinas de los Periódicos, leyendo y charlando como siempre. Para su sorpresa, la sección del periódico que atrajo a más lectores era la de la información bursátil. «El mercado alcista está desbocado», rezaba el titular en negrita.

4

El subinspector Yu llegó a casa más tarde de lo habitual.

Peiqin se estaba lavando el pelo en una palangana de plástico colocada sobre una mesa plegable cerca del fregadero comunitario, en la zona de la cocina que compartían las cinco familias del primer piso. Yu aflojó el paso hasta detenerse junto a Peiqin. Su mujer levantó la cabeza con el pelo cubierto de burbujas de jabón y le indicó con un gesto que entrara en la habitación.

Sobre la mesa reposaba un plato de pastelillos de arroz frito con trozos de carne de cerdo y col en vinagre. Yu había comido antes un par de bollos cocidos al vapor, por lo que pensó que más tarde podría comerse un pastelillo como tentempié nocturno. Su hijo, Qinqin, se había quedado en el colegio estudiando hasta más tarde, como de costumbre, para preparar el examen de ingreso en la universidad.

Yu se dio cuenta de lo cansado que estaba nada más ver la cama. El edredón de algodón acolchado, con un dragón y un fénix bordados, ya estaba extendido, y la almohada, blanca y suave, colocada contra la cabecera. El subinspector se echó sobre el edredón sin sacarse los zapatos. Al cabo de dos o tres minutos se incorporó de nuevo y, apoyándose contra la dura cabecera, sacó un cigarrillo. Peiqin aún tardaría un rato en venir, supuso Yu, y necesitaba pensar.

Mientras fumaba, le pareció que sus pensamientos aún tenían coherencia, como si los hubiera introducido en un cubo lleno de pegamento congelado. Así que intentó repasar mentalmente la información obtenida con la investigación sobre los asesinatos del vestido mandarín.

El Departamento era un hervidero de actividad. Se proponían teorías. Se citaban casos. Se esgrimían argumentos. Todo el mundo parecía estar bien informado sobre el caso.

La insistencia del secretario del Partido Li en «confiar en el pueblo» no había dado ningún fruto. Los comités vecinales abordaron a un gran número de personas que habían sido vistas en la zona. Les pidieron que proporcionaran coartadas, pero a nadie le sorprendió el fracaso de esta iniciativa.

En los años sesenta y setenta los comités vecinales regulaban con eficacia en nombre del Gobierno la asignación de viviendas y el reparto de cupones de racionamiento. Cuando una docena de familias convivía en una casashikumen, compartiendo cocina y patio, los vecinos se vigilaban entre sí, y dado que los comités vecinales distribuían los cupones para racionar los comestibles, el poder de esos comités sobre los vecinos era enorme. Pero tras la mejora de las condiciones de la vivienda y la abolición de los cupones de racionamiento, los comités comenzaron a tener dificultades para controlar a los vecinos. Aún resultaban eficaces en los barrios antiguos de destartaladas casas shikumen abarrotadas de gente, pero, al parecer, este asesino vivía en una zona más acomodada, donde disfrutaba de espacio propio y privacidad. A mediados de la década de los noventa, un cuadro del comité vecinal ya no podía inmiscuirse en la vida de una familia como lo hubiera hecho en los años de la lucha de clases de Mao.

El enfoque del inspector Liao no sirvió de mucho. Si bien su perfil material redujo la lista de sospechosos, ninguno de los que tenían antecedentes por crímenes sexuales cumplía todas las condiciones que especificaba Liao. La mayoría eran pobres, sólo dos o tres vivían solos, y sólo uno, un taxista, tenía acceso a un coche.

La investigación sobre el vestido mandarín rojo tampoco los llevó a ninguna parte. Enviaron un aviso a todos los talleres y fábricas que confeccionaban vestidos mandarines, solicitando cualquier tipo de información que pudiera servir, pero de momento no habían recibido ningún dato sobre ese vestido en particular.

Cada día aumentaban las probabilidades de que apareciera una nueva víctima.Yu observaba a través de un anillo de humo de su cigarrillo, como si lanzara dardos invisibles, cuando oyó que Peiqin vertía agua por el fregadero de la cocina. Apagó el cigarrillo y volvió a dejar el cenicero en su sitio.

Al subinspector no le apetecía aguantar un sermón esa noche si su mujer lo encontraba fumando. Quería hablar del caso con ella. A su manera, Peiqin lo había ayudado en anteriores investigaciones. Esta vez al menos podría explicarle algo más sobre el vestido. Como a otras mujeres de Shanghai, a Peiqin le gustaba ir de compras, aunque casi siempre tenía que limitarse a mirar escaparates.

Peiqin asomó la cabeza por la puerta de la habitación.

– Pareces agotado, Yu, ¿por qué no te vas a dormir temprano esta noche? Me seco el pelo deprisa y vuelvo dentro de un ratito.

Yu se desnudó, se metió en la cama y se puso a temblar bajo el frío edredón, pero no tardó demasiado en entrar en calor mientras la esperaba.

Su esposa entró apresuradamente en la habitación, caminando descalza sobre el suelo de madera. Levantó el edredón y se deslizó a su lado, tocándole los pies con los suyos, aún fríos.

– ¿Quieres una bolsa de agua caliente, Peiqin?

– No, ya te tengo a ti. -Peiqin se pegó a él-. Cuando Qinqin vaya a la universidad sólo quedaremos tú y yo, como en un nido viejo y vacío.

– No debes preocuparte -la tranquilizó su marido, fijándose en que tenía una cana en la sien. Yu aprovechó la oportunidad para llevar la conversación a su terreno-. Todavía pareces muy joven y guapa.