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– De todas formas -continuó Chuck-, haz lo que puedas. Gánate su confianza y hechízalos con tu magia y con esos ojos tan bonitos que tienes. Haz lo que sea necesario, Jamie. Pero sin pasarte, ¿eh? En Jansen, Monteith y Stone tenemos un código moral muy estricto.

– ¿Estricto? Yo diría que es de manga ancha -bromeó.

– Te llamaré mañana para que me informes de tus progresos. Me están llamando por otro teléfono y será mejor que conteste… aunque sospecho que será alguno de mis hijos, que quiere más dinero. Te quiero, preciosa.

Acto seguido, Chuck cortó la comunicación.

Jamie respiró a fondo, se acercó al frigorífico y sacó el cartón de leche. Después, entró en el salón, echó leche en su taza y preguntó:

– ¿Quieres?

– No, gracias -respondió Slade-. ¿Quién era? ¿Tu jefe?

Jamie probó el café antes de contestar.

– Bueno, Chuck es…

– Tu jefe, entre otras cosas -dijo Slade.

– ¿Entre otras cosas?

– Ya había imaginado que además de tu jefe, también es tu novio. O tal vez más.

– ¿En serio?

Slade se inclinó hacia delante y le tomó la mano derecha.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó ella.

– Ver si llevas metal.

– ¿Metal?

– Un anillo.

– No estoy comprometida, Slade.

– Todavía. Pero tu novio…

– Soy demasiado mayor para tener novios. Las mujeres adultas tenemos amantes, amigos, maridos, pero novios no, desde luego.

Mientras hablaba, Jamie se preguntó cómo habría sido Chuck de joven. A sus cincuenta años, con el pelo canoso y siempre preocupado por sus hijos, costaba imaginárselo de otra manera. Pero sabía que había sido bastante responsable; cuando terminó los estudios en la universidad, empezó a trabajar en un bufete de Seattle y posteriormente se estableció en Missoula. Se casó con la chica con la que estaba saliendo y tuvieron hijos casi de inmediato.

– Bueno, si tú lo dices… -dijo Slade, con escepticismo.

– De todos modos, mis relaciones personales no son asunto tuyo.

Slade sonrió.

– Eso va lo veremos.

El corazón de Jamie se aceleró.

– ¿Por qué sigues aquí, Slade? ¿Quieres que hablemos de negocios?

Él se terminó el café y se levantó.

– No, francamente. En realidad he venido porque quería verte otra vez.

Slade se puso el abrigo, se acercó a ella y, para sorpresa de Jamie, se inclinó y le dio un beso casto e inocente en la mejilla.

Jamie se estremeció y él la miró con humor.

– No es necesario que me acompañes a la salida. Creo que sabré encontrarla.

Slade sonrió, se dio la vuelta y se alejó. Sus botas resonaron en el entarimado, y la puerta se cerró con un ruido seco cuando salió de la casa.

Jamie se acercó a la ventana, apartó las cortinas y se llevó una mano a la mejilla, al lugar donde la había besado.

Aquel hombre tenía un efecto sorprendente en ella. Le llegaba al corazón, y parecía tener un talento especial para derrumbar los muros que levantaba a su alrededor, cuidadosamente, para protegerse de él.

Cuando las luces de su camioneta desaparecieron en la distancia, Jamie volvió al sofá. Lazarus saltó a su regazo y ella le acarició la cabeza.

– Esto se va a complicar -dijo, mientras el gato ronroneaba-. Va a ser peor de lo que me había imaginado.

Capítulo 5

– No necesito una niñera.

Randi miró a su hermano mientras se dirigía hacia la furgoneta que Larry Todd, el capataz, usaba cuando estaba en el rancho. Llevaba las llaves en una mano, y avanzaba con dificultad por culpa de la nieve.

Slade se mantuvo a su lado todo el tiempo, para asegurarse de que no se caía.

– ¿El médico te ha dado permiso para salir?

– Deja de meterte en mi vida, Slade.

– Randi…

– Y deja de comportarte como si fuera una niña de dos años. Si necesito el permiso de un médico, le diré a Nicole que me lo dé.

– No te lo daría.

– Lo entendería perfectamente. Pero lo he dicho serio: no me gusta que me trates como si fuera una niña.

– Pues deja de comportarte como una.

Randi alzó los ojos al cielo. Cuando llegó al vehículo, abrió la portezuela y se sentó al volante con un gesto de dolor.

– No estás recuperada, Randi.

– Estoy perfectamente -insistió ella-. Además, si me quedo aquí, me voy a volver loca… necesito salir un rato, aunque sólo sea para ir a Grand Hope.

– Entonces, te acompañaré.

– Excelente, ahora vas a ser mi guardaespaldas privado -se burló-. No es necesario, y lo sabes de sobra. Estaré bien.

Randi cerró la portezuela de golpe, pero Slade dio la vuelta a la furgoneta y entró en el vehículo cuando su hermanastra ya se había convencido de que la dejaría en paz.

– Por todos los diablos, Slade… Esto es ridículo. No, peor que ridículo.

– Tengo que comprar unas cosas en el pueblo.

– Sí, claro que sí -dijo, sin intención alguna de ocultar su sarcasmo-. Ponte el cinturón de seguridad, anda. La última vez que me senté a un volante, la cosa terminó fatal.

Randi puso en marcha los limpiaparabrisas y arrancó. Después, se miró en el retrovisor y pensó que, teniendo en cuenta las circunstancias, no tenía tan mal aspecto; ya le habían quitado los puntos de la mandíbula y la escayola de la pierna; las marcas de la cara habían desaparecido y su cabello, que le habían cortado en el hospital, empezaba a crecer.

Su escapada a Grand Hope no tenía más objetivo que, precisamente, su pelo. Quería ir a un salón de belleza y ponerse en manos de un profesional para que le arreglara aquel desastre y le diera un poco de estilo.

Encendió la radio, buscó una emisora con música y dijo:

– No sé por qué sigues aquí.

– Todavía hay que firmar los papeles de la venta.

– Y cuando los hayamos firmado, ¿qué harás? ¿Te marcharás otra vez?

Randi redujo la velocidad al llegar a la incorporación de la carretera principal y siguió adelante.

– No, aún no.

Slade miró por la ventanilla. La pradera estaba cubierta de nieve, y el río que lo cruzaba, completamente helado. Sólo había unas cuantas reses, que caminaban hacia el granero.

– No me digas que Jamie Parsons te ha hecho cambiar de opinión.

Randi había dado en el clavo. Slade había mentido a Jamie la noche anterior, cuando le dijo que siempre la había tenido en su recuerdo; pero era verdad que se sentía muy atraído por ella y que le intrigaba. Quería saber si bajo la apariencia fría y profesional de la abogada, seguía estando la adolescente apasionada y rebelde.

Sin embargo, el motivo principal de su estancia en Grand Hope no tenía nada que ver con Jamie. Necesitaba asegurarse de que su hermana llegaba con vida a su trigésimo cumpleaños. Y si la forma de conseguirlo era convertirse en su guardaespaldas personal, lo sería por mucho que molestara a Randi.

– No he decidido lo que voy a hacer -continuó-, pero me quedaré una temporada por aquí.

– Espero que no sea por mí.

– En parte.

– Pues no te molestes. Como ya he dicho, no necesito una niñera.

Slade la miró con dureza, como si la considerara una irresponsable, y obtuvo una respuesta típica de Randi.

– ¡Estoy hablando en serio, Slade! En cuanto pueda, me llevaré a Josh a Seattle. ¿Y qué vas a hacer entonces? ¿Seguirme?

– Lo decidiré en su momento.

– Maldita sea. Déjame en paz.

Él hizo caso omiso.

– No sé por qué estás tan empeñada en volver al Oeste.

– Porque para empezar, tengo un trabajo; y lo perderé si no vuelvo pronto. Además, también está el asunto de mi piso, del sitio al que llamo hogar. Y por último, tengo amigos, una vida social…