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– No es mi estilo.

Jamie se relajó un poco.

– Lo sé, pero no entiendo lo que quieres de mí.

– Unos minutos de tu tiempo, nada más.

– Debes saber que mi tiempo es muy caro. Normalmente cobro doscientos dólares por hora, pero en tu caso estoy dispuesta a hacerte un precio especial… trescientos.

Jamie arqueó una ceja y él soltó un silbido.

– Vaya, sí que eres cara.

– Oh, vamos, tú te lo puedes permitir. Eres un hombre rico, un McCafferty.

– ¿Trescientos dólares a la hora? ¿Crees que los mereces?

Slade la miró de los pies a la cabeza. Llevaba vaqueros, jersey, abrigo largo y botas. Se había recogido el pelo en una especie de moño.

– Merezco cada centavo. ¿No te parece?

Jamie entró en su coche, cerró la portezuela y se marchó a toda velocidad.

Slade pensó que tal vez debía seguir su consejo y dejarla en paz. Pero no podía. Jamie se le había metido en la piel. Era todo un desafío. Y él, que nunca había huido de los desafíos, tampoco iba a empezar ahora.

Jamie se preguntó por qué diablos habría provocado a Slade. Podría haberse mostrado desinteresada, profesional o, simplemente, cortés y distante; pero desde su reencuentro con Slade McCafferty, se comportaba como una idiota. Su pulso se aceleraba cada vez que lo veía, y no se podía controlar. Se le había subido a la cabeza.

Arrojó su bolígrafo a la mesa del salón y alcanzó el folleto que había tomado de la agencia inmobiliaria. Sus pensamientos no estaban concentrados en la venta de la casa de su abuela ni en el contrato del rancho de los McCafferty ni en los misterios que rodeaban a la propia Randi. No. Todos sus pensamientos eran para Slade, Slade y sólo Slade. Y lo encontraba ridículo.

Echó un trago de café. Se le había quedado frío, así que fue a la cocina y tiró el contenido de la taza a la pila.

Jamie no había pensado en Slade durante quince años. Cuando su imagen se atrevía a interrumpir sus pensamientos, la expulsaba y rechazaba cualquier tipo de reflexión sobre lo que habían compartido y sobre lo que habían perdido.

Inconscientemente, se llevó una mano al estómago. De haber nacido, su hijo ya estaría en el instituto y, tal vez, aprendiendo a conducir; sería un deportista o un estudioso, y con toda seguridad, un rebelde. Pero lo perdió, y con él también desapareció el último resto de aquel verano maravilloso.

Slade salió de su vida.

Y había vuelto a entrar.

– Maldita sea… -se dijo-. ¿Qué puedo hacer, abuela?

Jamie sabía perfectamente lo que Nita habría dicho: lo mismo que le dijo en su momento; que Slade McCafferty era un chico problemático, que había salido tan rebelde como el resto de sus hermanos y que se alejara de él.

Al pensar en ello, sintió frío y subió la temperatura del termostato, pero no tuvo el menor efecto. Repitió la operación un par de veces, con el mismo resultado, y finalmente se acercó a la salida de aire del salón, puso una mano y comprobó que no estaba funcionando.

– Justo lo que necesitaba -murmuró.

Sacó la caja de herramientas de su abuelo y bajó por la escalera estrecha que daba al sótano. Lazarus, siempre curioso, le abrió camino.

El sótano estaba lleno de muebles viejos, polvo y telarañas. Originalmente, la casa había tenido una caldera; pero en algún momento de la década de 1970, la cambiaron por un sistema eléctrico de aire acondicionado. Jamie tocó el conducto de metal, que cruzaba el techo de la habitación. Estaba helado.

Se acercó al panel de control, se alumbró con la linterna de su abuelo y echó un vistazo a las especificaciones técnicas del aparato.

– Ahora sólo necesito un curso de ingeniería -dijo al gato.

Lazarus maulló como si la hubiera entendido, y justo entonces, sonó el teléfono.

Jamie dejó la caja de herramientas en el suelo, subió por la escalera, corrió hasta la cocina y llegó a tiempo de contestar.

– ¿Dígame?

– ¿Jamie?

Era una voz de hombre.

– Sí, soy yo.

– Soy Jack, tu vecino…

Jamie se relajó bastante al reconocerlo.

– Hola, Jack…

– Betty y yo recibimos el mensaje en el que decías que ibas a estar en casa de tu abuela. ¿Seguro que no necesitas ayuda con Caesar y Lazarus?

– No te preocupes, me las arreglaré.

Lazarus apareció entonces y se frotó contra sus tobillos mientras ella escuchaba a Jack. El vecino le dijo que podía quedarse tanto tiempo como quisiera con el gato, porque ellos ya tenían tres, además de dos perros, y por otro lado le haría compañía. En cuanto al caballo, le dio instrucciones sobre su alimentación y el ejercicio que necesitaba.

– Caesar ya no es tan joven como antes, y los viejos necesitan ciertas rutinas.

Jamie sonrió.

– Lo recordaré.

– Si hubiera dependido de mí, te habría dejado a Rolfe, nuestro pastor alemán de tres años; es un gran perro guardián, y mucho más adecuado como animal de compañía que un gato como ése.

– Descuida, Lazarus y yo nos llevamos bien -le aseguró.

Jamie miró por la ventana y vio que una camioneta se acercaba a la casa. Unos segundos después, sus faros iluminaron el jardín.

– Debo dejarte, Jack. Parece que tengo visita.

Jamie colgó y se inclinó sobre la pila para ver mejor el exterior. Era Slade McCafferty.

Otra vez.

Se dirigió a la entrada y abrió la puerta antes de que Slade pudiera llamar.

– Vaya, vaya, pero si es el señor McCafferty en persona -bromeó-. Lo tuyo se está convirtiendo en una costumbre.

– ¿De verdad?

– Sí. En una mala costumbre.

Él le dedicó una sonrisa devastadora.

– Y a ti te encanta, abogada. Admítelo.

– Ni en tus sueños.

– O en los tuyos -dijo él, sin dejar de sonreír.

Jamie sintió un escalofrío.

– No te adules tanto, Slade. Pero ¿a qué debo este honor?

Slade la miró y extendió una mano con tres billetes de cien dólares.

Capítulo 6

– Con eso puedo comprar una hora, ¿no?

– Sólo era una broma, Slade. Nunca se me ocurriría…

Rápido como una serpiente, Slade la tomó de la mano y le puso los trescientos dólares en la palma.

Después, miró la hora y dijo:

– El tiempo corre.

– Me estás tomando el pelo, ¿verdad?

– Ni mucho menos.

Como aquello no iba a ninguna parte, Jamie se apartó y dejó que entrara en la casa.

– Muy bien, pasa si quieres. Pero será mejor que vengas bien abrigado, porque la calefacción ha dejado de funcionar.

– Tal vez pueda arreglarla.

– Si lo consigues, estaré siempre en deuda contigo.

Los ojos de Slade brillaron.

– ¿En deuda? -preguntó con una sonrisa maliciosa-. Me gusta cómo suena eso. De acuerdo, trato hecho.

Slade miró el termostato, comprobó que no funcionaba y preguntó:

– ¿Dónde está el aparato? ¿En el sótano?

– Sí. La escalera está en la cocina, junto a la despensa…

Slade se puso en marcha antes de que Jamie terminara la frase. Al llegar al sótano, tuvo que inclinarse para no darse en la cabeza con los tubos.

– Es un trasto bastante viejo -dijo él.

Alcanzó la linterna, sacó un destornillador de la caja de herramientas y abrió el panel.

– ¿Puedo ayudarte?

– Sí, reza.

– Qué gracioso…

– ¿Cuándo fue la última vez que limpiasteis los filtros?

– No tengo ni idea.

– Hum…

Slade empezó a hacer ajustes, y como Jamie no quería sentirse una mujer completamente inútil, subió a la cocina, metió los trescientos dólares en uno de los tarros de cristal de su abuela y preparó café.

Por desgracia, las tazas que había usado la noche anterior estaban en la pila, sucias. No tuvo más remedio que fregarlas con agua fría mientras oía golpes y tintineos procedentes del sótano.